Robert Trujillo lanza su versión del “¡Die Motherfucker Die!” en el punto más álgido de “Creeping Death”, que jamás alcanzará la marca dejada por Jason Newsted, el bajista anterior, digno sustituto de Cliff Burton, y que convirtiera la frase en grito de guerra desde aquel concierto en Moscú a principio de los noventa.
Para Efraín Trava y la IKissABand.
No soy rockero todo el día: paro para dormir.
—Lemmy Kilmister, Motorhead
Intro
El contraste ya es demasiado alto, ni cómo ir para atrás. Ver conciertos de rock en el mejor televisor ahora es casi un absurdo. Después de foros con más de 50 mil fanáticos gritando, silbando y cantando, de amplificadores atacando las suprarrenales, de sentir la garganta desgarrarse entre cantos, cerveza y tabaco, de estar a cuarenta, a veinte, a quince, a diez, a cinco y dos metros del escenario ya nada es igual.
Kirk Hammet, el guitarrista líder de Metallica, seguramente lo intuye ante la valla de manos alzadas frente a él y por eso, sin importar que sea la cuarta ocasión en una semana, deja toda la carga en el solo de guitarra principal de “One”.
El epítome de “And Justice for All” revienta el Palacio de los Deportes de la Ciudad de México y a quienes allanamos las primeras filas. Desde el ansiado margen del frontrow rendimos esa extraña pleitesía que solemos criticar en las niñas fanáticas del pop deshidratándose en llanto ante sus ídolos adolescentes, mientras nosotros descargamos furia y nos extasiamos ante los monstruos del metal.
Decirlo atraerá agresiones verbales o ser destrozado, desmembrado y repartido en medio de una orgía de jaloneos en el próximo moshpit: sólo nos diferencia el objeto de nuestra admiración, el sujeto o grupo al que mistificamos (para apelar al perdón del juicio sumario: también hay un amplio margen en la calidad musical).
Es el cumpleaños de James Hetfield, vocal y líder de Metallica, se conjura con los de mis hermanos, el consanguíneo y el del barrio, Plancha y Ales, respectivamente. La fiesta posterior al cuarto concierto de los neoyorquinos es parte de un encore intermitente que lleva más de una década, desde 1997, cuando un grupo de antaño chamacos tomaron un autobús desde Coatzacoalcos hasta la capital del país para ir a un concierto de Kiss. La época fundacional de la IKissABand: grupo de adolescentes desmadrosos que descubrieron el metal, el tabaco, el alcohol y las mujeres; las alegrías, los pleitos y los corazones rotos en el más prototípico modelo de crecimiento en medio del rock del ciclo 1980-1990, aderezado con las raíces de los sesenta y setenta.
Dos de agosto, ¿for whom the bell tolls?
Luego de lo que parece una menospreciada colección de fotografías de Jorge Luis Borges en México y de ver los antecedentes de “El grito”, de Edward Munch, además de una vasta muestra del Expresionismo Alemán —Kokoscha incluido con obviedad— la adrenalina previa al concierto empuja mis piernas por la explanada frente al Palacio de Bellas Artes. Busco pasos confundidos, que pasan de la alegría al coraje y a la incertidumbre. Conozco los pies que los dejaron, pero no los días que anduvieron. La falta de sueño alimenta las alucinaciones de poder seguirlos. Las campanas que escucho doblar no existen, es mi cerebro latiendo ante el incremento de la presión sanguínea. El exceso de oxígeno alimenta memorias de la madrugada del mismo día. Siempre la noche previa y su salto sin escalas al día de un concierto ha sido memorable. The memory remains, y con eso me quedo para abandonar la búsqueda de los pasos y encaminarme en pos de la primera cerveza.
Creeping Death
El Palacio de los Deportes revienta los coros: ¡Die-die-die-die-die…! Robert Trujillo lanza su versión del “¡Die Motherfucker Die!” en el punto más álgido de “Creeping Death”, que jamás alcanzará la marca dejada por Jason Newsted, el bajista anterior, digno sustituto de Cliff Burton, y que convirtiera la frase en grito de guerra desde aquel concierto en Moscú a principio de los noventa.
La pieza del álbum Ride the Lightning es también un clásico inicio de los últimos años para el cuarteto que en 2011 cumplió treinta años entre críticos y seguidores incondicionales, fans frustrados y, aunque parezca irónico, fundamentalistas y conservadores que no han escuchado un disco más de Metallica desde la aparición del llamado Black Album.
La idea se fija en la mente luego de escucharlo. Justo a la mitad del concierto y a la mitad de las presentaciones del record de Metallica. Y ahí estamos, con toda la carga de lo que creemos dejar atrás cuando nos reunimos para levantar manos y gargantas y rendir culto, cantar canciones completas, estrofas cortadas o a veces simplemente el coro. Ver un concierto en televisión ya no es, nunca será lo mismo.
Las cervezas más caras del país comienzan a equilibrar el balance y propician la exaltación de las emociones. En menos de un minuto mis pies no dejan de despegarse del suelo mientras intento inútilmente saltar lo más alto posible, como si con ello pudiera asir una nota entre las manos.
El asalto de una posible cruda había sido interrumpido desde la tarde. Del Palacio de Bellas Artes y del Eje Central a los jugos Canadá y luego a La Polar. Pedro, Mario, Nidia, Víctor “Droopy”, el culichi Daniel y Octavio “el Paisa” llevaban ahí la delantera. Menos de veinte minutos dieron cuenta para alcanzarlos. También para sumarse a las ganas de aventarle una silla al tipo de despilfarraba dinero pagándole a dos bandas de música norteña para que tocaran una y otra vez solamente para él. Camisa a cuadros, sombrero y botas vaqueras. Crédito amplio y pose arrogante. Pero solo, nomás él, su alma y las canciones. Treinta minutos magnifican el hastío. “Creeping Death” bajo las mesas, que lo alcance y silencie.
Welcome Home (Sanitarium)
La antesala del Palacio de los Deportes, del Foro Sol, del Auditorio Nacional, del Salón Corona, el Vive Cuervo o cualquier auditorio de conciertos es siempre un amplio tianguis de las más variadas formas de mercadotecnia y fetichismo para el fanático del recital en turno. Las playeras negras dominan la escena si se trata de metal y rock. Cuando se conoce el camino hacia la entrada del foro en cuestión el tianguis es como la bienvenida a casa, y también el manicomio de la selectividad: la prolija oferta y el poco dinero en la cartera limitan las posibilidades y acrecientan las ansias.
La gorra negra es la elección final. “Hasta guapo me veo, ¿qué no?”, digo a la cabecilla del puesto, mientras que uno de sus acompañantes ríe mostrando las ventanas de dientes ausentes por donde asoman pedazos de carne y frijol. “Ése ni me contesta, el que calla otorga”, digo, “pero al menos la gorra me da estilo”, sigo la broma.
“Claro, si la gorra está buena, calidad piratita”, me contesta con sorna la cabecilla del puesto mientras jala los cien pesos de entre mis dedos. “Calidad piratita”, repite entre risas y su hombre se suma a las carcajadas. No sé si por mí o conmigo.
Luego la “calidad piratita” pagará cara la osadía. No mi gorra, sino todo lo que queda en el amplio tianguis de artilugios con el logo de Metallica. Como si Lars Ullrich, batería y principal defensor de todo lo que ataque los ingresos que puedan obtener por los derechos de uso de nombre y producciones del grupo, hubiese pasado antes por ahí y corrido a interponer una denuncia. A unos minutos de comenzar el cuarto concierto la marcha de antimotines del cuerpo de Seguridad Pública del Distrito Federal comienza a colocarse en el frente de los puestos de metallicrafts.
Pronto vendrán los jaloneos; los que lanzan su mercancía tras una reja, sin pensar si luego podrán recuperarla, frente a la amenaza del decomiso. Los gritos y los insultos, los clásicos “no hay derecho”, las miradas provocadoras de los fanáticos chocando con las miradas adustas de los elementos policiacos. Tensión. Suma más tensión. Las campanas comienzan a sonar de nuevo en el interior de mi cabeza.
Los puestos comenzaron a vaciarse aunque irónicamente a la salida, dos horas después, ya estaban ahí otra vez, como si nada hubiera pasado. Todo es un espectáculo, una gran carpa. También el abuso de autoridad parece actuado. ¿En qué terminó el operativo si los vendedores del merchandaisin piratita siguen ahí y lo estarían todavía cuatro fechas más?
The Four Horsemen, in the fourth day
James Hetfield es muy claro. Felicita a los mexicanos: “Metallica familia”, sabedor de la marca que representa el grupo entre los seguidores de este lado de la frontera. Fieles y capaces de asistir a cada una de sus últimas tres visitas a México sin cuestionárselo siquiera.
El 2 de agosto, en la antesala del cumpleaños del vocalista, la banda de Nueva York ha llegado a la cuarta presentación de una serie de ocho conciertos programados en el Palacio de los Deportes. Los “cuatro jinetes” rompieron en este verano su propio récord de seis presentaciones en ese mismo sitio en 1993. Reunieron más gente en total que en sus conciertos de 1999 o de 2009 en el Foro Sol de esa ciudad.
El mismo líder y vocal lo dice: por primera vez en la historia de Metallica se realizan ocho conciertos en la misma ciudad. Poco sabrá Hetfiel de geopolítica mexicana. Más allá del D.F., Guadalajara y Monterrey, el mercado de los conciertos de grupos de alta cotización, como ellos mismos, es muy reducido. Cada recital en el D.F. reúne a seguidores de distintos puntos del país, e incluso de Centro y Sudamérica.
La idea se fija en la mente luego de escucharlo. Justo a la mitad del concierto y a la mitad de las presentaciones del record de Metallica. Y ahí estamos, con toda la carga de lo que creemos dejar atrás cuando nos reunimos para levantar manos y gargantas y rendir culto, cantar canciones completas, estrofas cortadas o a veces simplemente el coro. Ver un concierto en televisión ya no es, nunca será lo mismo.
Triste pero cierto. También el mejor show puede tener un momento estúpido
“Fuel”, “Unforgiven”, “Ride the Lightning”, “Cyanide”, “And Justice for All”, “Master of Puppets”, “Nothing Else Matters”. El repertorio del cuarto concierto de Metallica en el Palacio de los Deportes cumple con el nombre dado al show: The Complete Arsenal. Hay prácticamente como mínimo una canción por disco. Incluyendo los reload. Sólo queda fuera el St. Anger, pero como dicen los puristas: “Eso no es un disco de Metallica”. No me quiero imaginar si se hubiesen atrevido a tocar algo del fallido experimento al que los arrastró Lou Reed con su Lulu.
Hetfield prueba un micrófono y otro. Luego logra por fin hacerse escuchar. Ofrece disculpas. Lamenta que todo falle, que el equipo haya resultado incluso con heridos, que los instrumentos no funcionan y que pedirán los del grupo telonero.
Cerca del final, Hetfield empuja un micrófono como si éste fallara. Cosas por el estilo se ven en otros momentos. Si algo ha destacado de El Arsenal Completo es la mayor cantidad de parafernalia y efectos en un concierto de Metallica. Cables, figuras alusivas a las canciones o a los discos, pantallas, audiovisuales especiales, pirotecnia al por mayor.
De pronto, previo al encore las luces se apagan, comienza un tronadero de pirotecnia, un tipo parece caer de entre la maraña de cables, amplificadores, pantallas y tramoyas encima del escenario, otro trata de ver una salida de fuego y de pronto queda cubierto en llamas. Todo se oscurece, los roadies corren alarmados, apagan a la antorcha humana vaciándole un extinguidor encima y comienzan a poner orden.
Hetfield prueba un micrófono y otro. Luego logra por fin hacerse escuchar. Ofrece disculpas. Lamenta que todo falle, que el equipo haya resultado incluso con heridos, que los instrumentos no funcionan y que pedirán los del grupo telonero.
Si fuese el primer recital de la visita al D.F. quizá generaría más expectación. Ahora es sólo un momento estúpido que interrumpe un buen concierto. Que corta el flujo de adrenalina. Por un instante casi comienza el estupor de la cruda.
Es el cuarto día, ¿a quién quieren engañar? Metallica incluye en su show el momento ideal para que los francotiradores de sus exfanáticos ultraconservadores frustrados disparen a mansalva y sumen más razones para gritarles: ¡vendidos!
Helpless
Ni cómo ayudarles. El despliegue técnico del supuesto fallo de toda la producción es realmente el lunar maligno de todo el espectáculo. No hay argumento para defender al cuarteto. El grito desaforado de la gente incluye chiflidos y una que otra mentada de madre perdida. La exigencia es que sigan tocando y se dejen de payasadas. Metallica usa el pretexto, quizá el objetivo de tanto show innecesario: “We don’t need anything of this”, asegura Hetfield señalando al resto del escenario. Luego las guitarras comienzan para darle al cover de Misfits: “Helpless”.
El final vendrá también en tono clásico. Del álbum que nunca pudo llevar el nombre verdadero: Metal Up Your Ass! y que terminó siendo llamado Kill’em all, su pieza maestra: “Seek and Destroy”.
Cuando las luces se encienden definitivamente, con toda la adrenalina fluyendo y agolpando sangre en cada rincón del cerebro, con la garganta ardiente de dos horas de repetir estrofas y coros con una voz antinatural, en una mezcla de éxtasis y cansancio arrastrado de horas, lo único que se me ocurre es buscar y destruir. Buscar y destruir a quien se le ocurrió el “espectáculo de ya tronó todo”, al responsable de interrumpir un buen recital. ¡Die… die, motherfucker dieeeeeeeeeee!!!
Pero no lo hice. El encore hasta el próximo concierto apenas comienza. ®