Los muertos no saben que han muerto: en eso consiste todo su sentido de la vida. Ignoran asimismo en qué momento tornarán a vivir: tal es su angustia y su pánico ante la muerte.
Sólo hay dos clases de personas: las que lastiman y las que estorban. No obstante, y contra lo que pudiera parecer, rara vez se encuentran una con la otra los miembros de entrambas especies, y mucho menos intercambian papeles. Como en la historia que voy a relatar, que combina el terror con la pornografía, la novela rosa con el cuento de detectives.
Lo más común, decía, es que se asocien por semejanza los que lastiman con los que lastiman, con el propósito de hacerse pedazos, y los que estorban con sus propios obstáculos, organizando casi sin querer una existencia comodina. Esto según una especie de armonía prestablecida, que no rige para los seres excepcionales, como los que intentaré dibujar. (Aunque la excepción, en este caso, es sólo una de las infinitas variantes de lo anodino.)
A cierta edad se detienen nuestras vidas, aunque el tiempo siga fluyendo. Quedan paralizadas, y nos convertimos en unos fósiles del devenir, en los fetiches de un tiempo cíclico. A Irene y Demetrio les aconteció en el bachillerato, durante el momento más espléndido de sus vidas, que, si bien no pasó de dos semanas, quedó paralizado dentro de una suerte de museo de la memoria, donde ambos quedaron atrapados, como una avispa y una abeja dentro de una mica de resina, al interior de un odre de dorado ámbar.
Las piernas de Irene se mantienen duras y sólidas. Demetrio las acaricia sobre las bancas de hierro del parque, en el vano de las escaleras de edificios abandonados. Los piecitos de ella hundidos en la hojarasca podrida, resonando en los corredores destartalados…
Ambos vagan por las calles todavía, como vagabundos de un verano que se resiste a marcharse. Como pordioseros de un reino que se empobrece y que se desvanece entre sus uñas mugrientas, sin que ninguno de los dos se percate. Las piernas de Irene se mantienen duras y sólidas. Demetrio las acaricia sobre las bancas de hierro del parque, en el vano de las escaleras de edificios abandonados. Los piecitos de ella hundidos en la hojarasca podrida, resonando en los corredores destartalados, convertidos por ella en salones de los pasos perdidos.
Demetrio, repito, no se había percatado de que su amada había muerto. Más astuta, ella se enteró de su propio deceso y sabe también que su compañero ya no alienta. Siente que vagan por las calles como dos golpes, como dos olas de niebla luminosa que de pronto van vuelta a una esquina o se refugian o se refugian en un pasillo húmedo para hacer menos notoria su presencia. Pero sobre todo lo siente a él, cuando se deshace entre sus piernas como una catarata de ectoplasma, como una columna lechosa, pegajosa.
A todas horas, de noche y de día, sienten una tristeza inmensa, una fatiga rutinaria, que no los deja hablar, que los mantiene en el entresueño. Ambos notan que las pocas veces que hablan lo hacen en pasado. Que no tienen curiosidad por el porvenir. Que sus amigos y conocidos están misteriosamente ausentes. Que las pocas veces que los topan están afanados, inquietos, despidiéndose de alguien. Que en algunos momentos francamente los rehúyen, con desdén o con pánico, como si ellos dos, Irene y Demetrio, fuesen dos cadáveres morales.
Saben que alientan porque son eso, dos golpes de aire, pero sobre todo por esa emperrada tristeza y por la intensidad con que el varón se derrama en medio de las sólidas piernas de la hembra, ambos reducidos a dos abstracciones, a dos animales genéricos y desamparados. Muy frecuentemente les da vergüenza salir a la calle, como si ambos estuvieran desnudos, indefensos, sin zapatos. Sin embargo, la capacidad de hacer daño de Demetrio y la aptitud de estorbar para Irene es lo que los mantiene densa, gozosamente presentes.
Como dos cadáveres morales que susurran mentiras, que intrigan, que le meten el píe a los transeúntes sólo por el júbilo de mirarlos caer. Si un detective les siguiera la pista encontraría puro aire. Sobre todo ahora, que están planeando el asesinato; en este momento, que todavía puede evitarse. Me refiero a la directora de la escuela, que no es una persona mayor: cuarenta y tantos años de edad, aunque veinte de ellos sumergida en el alcoholismo.
El odio pertinaz y sin motivo de un par de adolescentes la persigue desde hace veinte años. Desde la tarde en que los sorprendiera en un corredor húmedo y destartalado de la escuela, efectuando actos que ni siquiera fueron graves.
Ella los mira con nitidez, tiene veinte años viéndolos, sintiéndolos rondar en torno de ella desde que ambos fueran sus alumnos. Ambos empecinados en ese odio sin ton ni razón que sienten por ella, inexplicable como el alcoholismo que ella padece. Desde esa embriaguez sin júbilo, rutinaria, los mira y los siente rondar como si lo hiciera a través de una botella horizontal, como si ambos fuesen unos cuerpos deformados en un espejo convexo, como sombras que inciden en un turbulento samsara.
El odio pertinaz y sin motivo de un par de adolescentes la persigue desde hace veinte años. Desde la tarde en que los sorprendiera en un corredor húmedo y destartalado de la escuela, efectuando actos que ni siquiera fueron graves. Pero el pudor se convirtió en pánico y la inocencia en rencor cuando sintieron la mirada de la profesora, su mirada acuosa a través de las gafas nubladas por el alcohol.
Y de pronto allí los tiene, apareándose sobre su escritorio, en las posiciones más obscenas, interpelándola con las palabras más obscenas. A ella, que acaba de divorciarse, que se divorció hace veinte años y que sostiene desde entonces un sólido matrimonio con el alcohol. Un vínculo, justo es decirlo, lúcido y traslúcido como el cristal de la botella a través de la cual mira el mundo, densa y vibrante como si fuese una sucesión de capas de cristal. ¿Por cuánto tiempo tendrá que soportar a ese par de muchachos? ¿Cuántas veces tomarán su oficina de directora del instituto como si fuera la habitación de un hotel de paso y su escritorio como si fuera un camastro incómodo pero aquiescente?
El pistolón, único recuerdo que le dejara su marido y con el cual había intentado asesinarlo varias veces mientras dormía, está ahora en el cajón de su escritorio. A decir verdad, lleva varios años allí, desde que comenzaron las apariciones. La narrativa del destino se desliza plana y sin contratiempos. La cotidiana prosa no abunda en metáforas, contracciones ni esguinces. Sin embargo, una desgracia está siempre a punto de suceder. Nunca sabremos en qué momento —y en eso consiste todo el sentido del suspenso que tiene la novela de la vida—. En ese entrevero y correlación que tiene con la muerte.
Los muertos no saben que han muerto: en eso consiste todo su sentido de la vida. Ignoran asimismo en qué momento tornarán a vivir: tal es su angustia y su pánico ante la muerte. Ni los muchachos ni la directora saben de qué lado de la línea se encuentran, de tal modo la saltan a cada momento, como si jugaran a la rayuela. En algún momento se encontrarán en la misma área —y entonces alguno de los tres accionará la pistola—. El alma de alguno de los tres ascenderá entonces como un poco de vapor azulado… ®
(24 a 27 de junio de 2021)