Carta de Max Weber a López Obrador

La mesura y la vanidad

La vanidad es lo que lleva al político a cometer uno de estos pecados, o ambos a la vez. Con más razón en cuanto se siente obligado a tener en cuenta el “efecto” de sus palabras y acciones; por eso está siempre en peligro de convertirse en comediante y de tomar a la ligera la responsabilidad de sus actos al preocuparse sólo por la “impresión” que pueda causar.

Max Weber (Erfurt, Prusia, 1864 – Munich, Baviera, 1920).

Las cualidades decisivamente importantes del político son: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Pasión en el sentido de “positividad”, de entrega apasionada a una causa, al dios o al demonio que la gobierna, no en el sentido de “excitación estéril”, propia de cierto grupo de intelectuales en este carnaval al que orgullosamente se da el nombre de “transformación”. Éste es un romanticismo desprovisto de todo sentido de responsabilidad objetiva.

No todo queda arreglado con la pura pasión, pues ésta no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una “causa”. Para esto se necesita —y ésta es la cualidad psicológica decisiva del político― mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los hombres y las cosas.

No guardar distancia es uno de los pecados mortales de los políticos. El problema es lograr que la pasión ardiente y la fría mesura vayan juntas en una misma alma. La política se hace con la cabeza, no con otras partes del cuerpo o el alma. Sólo el hábito de la distancia hace posible la doma del alma.

Por esto el político tiene que vencer cada día y cada hora a un enemigo muy trivial y demasiado humano: la muy común vanidad, enemiga mortal de toda entrega a una causa y de toda mesura, en este caso la mesura frente a uno mismo.

La vanidad es un vicio muy extendido y tal vez nadie esté libre de ella. En los círculos académicos y científicos es una especie de enfermedad profesional, aunque relativamente inocua, pues no interfiere con su labor. Muy diferentes son sus consecuencias para el político, quien utiliza el ansia de poder como instrumento. El pecado mortal contra el Espíritu Santo de su profesión comienza cuando esta ansia de poder se convierte en embriaguez personal.

En última instancia, los pecados mortales del político son la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad. La vanidad, la necesidad de aparecer en primer plano siempre que sea posible, es lo que lleva al político a cometer uno de estos pecados, o ambos a la vez. Con más razón en cuanto se siente obligado a tener en cuenta el “efecto” de sus palabras y acciones; por eso está siempre en peligro de convertirse en comediante y de tomar a la ligera la responsabilidad de sus actos al preocuparse sólo por la “impresión” que pueda causar.

Es un hecho básico de la historia el que, generalmente, el resultado final de la acción política guarde una relación absolutamente inadecuada y hasta paradójica con su sentido original.

En el súbito derrumbamiento de algunos representantes típicos de esta actitud hemos podido comprobar cuánta debilidad interior e impotencia se esconde tras sus gestos ostentosos pero vacíos. Esta actitud es producto de una mezquina y superficial indiferencia ante el sentido de la acción humana, inconsciente de la urdimbre trágica de todo quehacer humano, especialmente del quehacer político.

Es un hecho básico de la historia el que, generalmente, el resultado final de la acción política guarde una relación absolutamente inadecuada y hasta paradójica con su sentido original.

En esto llegamos al punto decisivo. Una ética que, en vez de preocuparse por lo que realmente corresponde al político, el futuro y la responsabilidad ante él, se pierde en cuestiones políticamente estériles por insolubles, como las culpas del pasado, está condenada al fracaso. Aducirla es incurrir en falta política.

Con esta actitud se pasa por alto la inevitable falsificación de todo el problema por intereses muy materiales: intereses del vencedor en conseguir las mayores ganancias morales y materiales posibles, a cambio de conseguir la confesión de culpa del vencido. Si hay algo vil en el mundo de la política es esto, y es resultado de la utilización de la “ética” como medio para tener razón.

¿En qué se distingue la polémica sostenida por los heraldos de la ética presuntamente nueva de la de otros demagogos? Se dirá que por la intención noble. Pero de lo que estamos hablando aquí es de los medios.

La ética evangélica ordena “no resistir el mal con la fuerza”, pero para el político lo que rige es el mandato opuesto: has de resistir el mal con la fuerza, pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo.

Consideremos ahora la obligación de “decir la verdad” que la ética absoluta nos impone sin condiciones. De aquí se ha sacado la conclusión de que hay que publicar todos los documentos, sobre todo aquellos que culpan al propio país, sin pensar en las consecuencias. El político se dará cuenta de que obrando así no se ayuda a la verdad sino que la oscurece con el abuso y el desbordamiento de las pasiones.

Hay una diferencia abismal entre obrar según la ética de la convicción y obrar según la ética de la responsabilidad, es decir, la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la acción propia. Cuando las consecuencias de una acción tomada según la ética de la convicción son malas, su ejecutor no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al pasado, al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así.

Quien quiera imponer la justicia absoluta valiéndose del poder necesita seguidores, un “aparato humano”. Para que éste funcione tiene que ponerle ante sus ojos los necesarios estímulos internos y externos: la satisfacción del odio, el deseo de venganza y, sobre todo, la satisfacción del resentimiento y la pasión pseudoética de tener razón, satisfacer la necesidad de difamar al adversario y de acusarlo de herejía.

Quien actúa conforme a la ética de la responsabilidad, por el contrario, toma en cuenta todos los defectos del hombre medio. Quien actúa según la ética de la convicción, por el contrario, sólo se siente responsable si la llama de la convicción no flamea, como en la protesta contra las injusticias del orden social. Encenderla una y otra vez es la finalidad de sus acciones que, desde el punto de vista de su posible éxito, son plenamente irracionales y sólo pueden y deben tener valor ejemplar.

Quien quiera imponer la justicia absoluta valiéndose del poder necesita seguidores, un “aparato humano”. Para que éste funcione tiene que ponerle ante sus ojos los necesarios estímulos internos y externos: la satisfacción del odio, el deseo de venganza y, sobre todo, la satisfacción del resentimiento y la pasión pseudoética de tener razón, satisfacer la necesidad de difamar al adversario y de acusarlo de herejía. Como medios externos tiene que ofrecer la aventura, el triunfo, el botín, el poder y las prebendas.

Aquí, como en todo aparato sometido a una jefatura, una condición del éxito es el empobrecimiento espiritual en pro de la “disciplina”. El séquito triunfante del caudillo (führer) ideológico suele transformarse así en un grupo de vulgares prebendarios. ®

―Selección y edición (con retoques): Ramón Cota Meza.

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Publicado en: Política y sociedad

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