Casa de masajes

El secreto es hacerse cliente

“Disfruta tus fantasías”, dice la credencial de la casa Ángeles de Fuego. “Déjese atender por nuestras hermosas chicas”, anuncia la casa Latinas. En promedio, media hora cuesta 30 mil pesos y una hora 50 mil. Incluso hay promociones desde 20 mil pesos. Es muy fácil dejarse tentar, pues el centro de Medellín (Colombia) está infestado de bellezas que trabajan en casas de masajes.

© Robert Mapplethorpe

Sentado en el sofá de la sala, me refresco la garganta con un buen trago de cerveza Pilsen. Siento que la efervescencia me sube por el pecho, de modo que llevo el puño a la boca para eructar con decencia. El patrón de la casa acaba de meterse por un pasillo estrecho para llamar a las chicas de los masajes. La sala donde estoy es cerrada como un horno. El aire es denso y la bombilla de cien bujías alumbra con miseria. Los muebles están descocidos. Una nevera con el logo de jugos Tutifrutti está llena de cervezas. Una pared, con la pintura descascarada, tiene un afiche-calendario pegado con chinches. Me doy otro trago de cerveza fría y escucho las risas y el parloteo que se aproxima. La situación es ésta: imagínese que va de visita a la casa de un amigo. El amigo lo deja en la sala y va a la pieza. En vez de volver con el último DVD pirata que compró regresa acompañado con ocho mujeres. Todas en tangas diminutas. Delicioso, ¿no? Ninguna de ellas suma 25 años. A vuelo de pájaro, todas se ven muy buenas. Me siento como un niño antojado, mirando una carta de postres de Crepes and Waffles. ¿Quién no ha soñado con una fila de mujeres en tangas para escoger? Bendita sea la Arabia Saudí, la arena del desierto y el calor infernal, los camellos, los oasis y los turbantes. Creo que me convertiré al Islam.

Las casas de masajes provocan curiosidad. Bien sea por la atracción que ejercen las mujeres fáciles y desconocidas o simplemente por calmar el deseo de saber cómo son estos lugares. La curiosidad comienza a picar al recibir, en el centro de la ciudad, un papelito de publicidad. “Disfruta tus fantasías”, dice la credencial de la casa Ángeles de Fuego. “Déjese atender por nuestras hermosas chicas”, anuncia la casa Latinas. En promedio, media hora cuesta 30 mil pesos y una hora 50 mil. Incluso hay promociones desde 20 mil pesos. Es muy fácil dejarse tentar, pues el centro de Medellín está infestado de bellezas que trabajan en casas de masajes, aunque es difícil saber con precisión la estadística oficial de mujeres que ejercen la prostitución en estos sitios. Las causas que impiden tener un censo real son varias: la clandestinidad, la movilidad de las casas y de las mujeres; el miedo para acogerse a los programas y la intimidación de los patrones. En 2010 la Fiscalía recogió 1,500 denuncias de abuso sexual efectuado por proxenetas, pero sólo se atendieron 480 casos. Por otro lado, el programa de la Alcaldía “Por una vida más digna” ha atendido a unas 1,800 personas que ejercen la prostitución. Lo que sucede es que, si bien unas entidades quieren reducir el negocio, otros sujetos en cambio se ven obligados a promoverlo. ¿Qué sería de los solteros, con los dientes torcidos y caspa en el pelo, sin sus putas? Ni qué decir de los casados.

Sentado en el sofá de la casa, sostengo la Pilsen y estiro la derecha para apretar la mano de Marcela. Las mujeres hacen fila para conocerme. Marcela me mira maliciosa, me pica un ojo y desaparece en tangas por el pasillo, pero antes le veo un precioso lunar en la nalga izquierda.

—Hola, Adriana ―me dice otra―, mucho gusto ―y me da un piquito.

―Pedro ―le contesto, sabiendo que todos aquí nos cambiamos el nombre. Adriana es blanquita y no tiene brassier. Tiene unas enormes puchecas de mesera. Cuando se agacha para darme el pico empina la nalga y sus pezones rosados apuntan al piso.

A Cristina le miro los pies. Está descalza, es morenita y delgada; en shorts de índigo con el cierre abajo. Le veo las pantis. Son rojas. Cristina está fresquita, como acabada de duchar. También me dan la mano Tatiana, Carolina y Natalia Y otras dos.

Con la cerveza en la mano, pienso en pedirle al patrón que vuelva a hacerlas pasar. Recuerdo que Alfredo alguna vez me dijo: “Jamás se coma lo primero que vea”. Alfredo es abogado, tiene 34 años y un sólido matrimonio con una diseñadora profesional. Tiene dos hijos y una férrea trayectoria como fornicador de mediodía. Él mismo lo dijo: “Sólo los putañeros tenemos el privilegio de hacer el amor los martes a las tres de la tarde”. Entonces le pregunté si su mujer lo había pillado alguna vez. “Nunca”, contestó.

Recuerdo que Alfredo alguna vez me dijo: “Jamás se coma lo primero que vea”. Alfredo es abogado, tiene 34 años y un sólido matrimonio con una diseñadora profesional. Tiene dos hijos y una férrea trayectoria como fornicador de mediodía.

En una oportunidad, encamado con una de sus puticas, Alfredo no fue capaz de venirse. La chica poseía un formidable culo de comadre. “Éramos amigos, yo la visitaba y tomábamos cervecita”. El día que Alfredo no se “desarrolló” fue de lo más extraordinario. Finalmente se vistieron y cada cual se fue a lo suyo. En las horas de la noche, cuando Alfredo llegó donde su esposa, se cambió la ropa y colgó el pantalón en el perchero. Entonces su mujer tuvo que esculcarle, buscando una plata, y encontró un condón arrugado, pero vacío. Furiosa, le hizo el reclamo. Alfredo improvisó sin pensar: “¡Mi amor, ese Ricardo es un hijueputa!” La excusa resultó perfecta: su compañero de trabajo, por pura maldad, le había metido el preservativo al pantalón.

—Menos mal el condón estaba vacío —me dijo Alfredo—, porque como le digo, ese día no alcancé a venirme.

—Pero ¿cómo diablos fue a dar ese condón al pantalón? —le pregunté.

—Me parece que fue la putica. Ella sabe que soy casado y, como no me la comí bien comida, creo que estaba celosa.

Alfredo me invitó a la casa de masajes donde es cliente fijo. Eran las 4:30 de la tarde. Tocamos en una casa cerca del Parque del Periodista y nos abrió una señora de unos cincuenta años, con cara de tendera, cigarrillo y chanclas. Se llamaba Rosalbita. Alfredo saludó de pico y un abrazo muy sentido. Entramos y pasamos por la primera sala, luego por una segunda y finalmente nos sentamos en una tercera instancia. Los corredores eran oscuros. La casa era como un chorizo. El mobiliario estaba gastado y las paredes no colgaban un cuadro. Pedimos cerveza y cigarrillos. Alfredo le comentó de mi proyecto sobre esta crónica. “Pregunte lo que quiera”, me dijo Rosalbita, “pero no ponga mi nombre”. Entonces llamó a las muchachas. Eran sólo dos. Era un mal día con poca demanda y oferta. Una de ellas era negra con interiores blancos. Se llamaba Vanesa. Alfredo la sentó en sus piernas. La otra era blanquita, se llamaba Tatiana. Estaba en tangas, como si no se hubiera bañado en todo el día.

Según Alfredo, el secreto para disfrutar las puticas es hacerse cliente. Ir “serruchando allí y allá” no es buena idea. Alfredo me cuenta que alguna vez ensayó en una casa desconocida y le robaron el celular cuando se quedó dormido.

Sentados en la sala, Alfredo preguntó:

―¿Por qué tienes en el hombro ese morado, Rosalbita?

―Esta semana casi me viola un tombo ―contestó.

El uniformado la encerró en el baño y por nada se la come ahí. Ella se resistió y el tipo le pegó un puñetazo. “Lo voy a denunciar”, remató Rosalbita.

Por lo que noté, las historias aparecerían sin hacer muchas preguntas. Las tres mujeres tomaron cerveza por cuenta de nosotros. La sala era oscura. Mientras hablamos, íbamos fumando y tirábamos la ceniza al piso.

La segunda razón que tiene Alfredo para hacerse cliente es no correr un riesgo: que no se le pare. “Por más putañero que usted sea, llave”, me dijo, “ir de putas causa miedito”. Entiendo lo que me dice. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, marzo 2011

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