Charlas con la muerte

De Juan Rulfo a Kurt Cobain

Ningún momento en la vida es más definitorio que la muerte, la propia o la de nuestros seres queridos. ¿Qué es la muerte para personajes tan dispares como Kurt Cobain, Ingmar Bergman, Juan Rulfo y el ama de casa del primer episodio de la segunda temporada de Black Mirror?

Kurt Cobain.

La muerte, ya sea la propia o la ajena, es uno de los temas que más inquieta y perturba al ser humano. La muerte nos fascina y nos asusta a la vez. Solemos distanciarnos de ella, evitarla o cubrirla con suaves eufemismos para que su realidad no perturbe la nuestra. De la misma forma que la evitamos también nos acercamos a ella de muy diversas maneras. Los medios de comunicación como la música, la literatura, la televisión o la gran pantalla nos permiten explorar la muerte desde la seguridad de la distancia, así como observar sus múltiples formas de presentación.

A lo largo de los años, se cuentan por decenas las obras en cualquiera de estas disciplinas que han abordado el tema ya sea de manera directa o indirecta. Obras que van desde la reflexión más concienzuda hasta la sátira burlona y desenfadada. La muerte reflejada en la cultura popular tiene tantas aristas como las tiene en las diferentes regiones del mundo. Mientras que para algunos no es más que un mero proceso propio de nuestra naturaleza como seres vivos, para otros puede llegar a ser visto como una tragedia, un motivo de celebración o hasta un acto de heroísmo y dignidad.

Morir es también uno de los eventos medulares en los códigos de casi cualquier religión. La promesa de vida eterna, reencarnación, santificación, etcétera, pueden ser utilizados como mecanismo de control vital para el proceso de adoctrinamiento. Esto no necesariamente es una condena a este tipo de creencias, al menos no en el caso de aquellas que no se ubican en el extremo de la radicalización ideológica. Aunque la historia nos muestra también que es en la muerte en donde las principales religiones del mundo han encontrado su punto de quiebre o punto de partida para su propia reestructuración.

La muerte nos aterra y nos atrae a partes iguales. Su cruda realidad nos repele, hace que huyamos de ella y la tapemos con tupidas mantas. Por otro lado la buscamos día a día de formas muy variadas a través de, por ejemplo, la televisión, la prensa o el internet. Lo que en este artículo se pretende es únicamente mostrar un acercamiento a las diferentes facetas que puede llegar a tener la muerte, todas vistas desde distintas representaciones del arte y la cultura pop. La intención no es en lo absoluto encontrar una verdad sobre lo que la muerte en sí misma representa, pues la labor nos consumiría desde ya. Es más bien un ejercicio que busca dar a conocer la obra de estos artistas y pensadores entrando en ella tan sólo desde uno de sus tantos matices.

La muerte es uno de los estímulos filosóficos más potentes para el ser humano. Cada vez que alguien cercano fallece nos recuerda en mayor o menor grado nuestra propia mortalidad.

Con estas ideas no pretendo tampoco transmitir una visión negativa o pesimista de la vida. Por el contrario, invito a la reflexión, a que cada uno investigue e interiorice sus propias ideas con respecto a la muerte que es una forma de conocerla, de entenderla un poco mejor y de aceptarla como parte inevitable de nuestra vida. La muerte es uno de los estímulos filosóficos más potentes para el ser humano. Cada vez que alguien cercano fallece nos recuerda en mayor o menor grado nuestra propia mortalidad.

El hombre que no percibe el drama de su propio fin no está en la normalidad sino en la patología, y tendría que tenderse en la camilla y dejarse curar.
—Carl Gustav Young

El funeral en vida de Kurt Cobain

En el año de 1993 la agrupación insignia del grunge, Nirvana, se encontraba en la cumbre de la música pop no solamente en Norteamérica sino en buena parte del mundo. La agrupación y su líder Kurt Cobain daban voz e imagen a toda una generación que había crecido en medio de un profundo caos existencial en el que las brechas sociales y económicas parecían hacerse más evidentes. Debatir en torno a si la esencia del movimiento grunge estaba o no fundamentada en ideales auténticos y bien definidos no es la finalidad, pero no cabe ninguna duda de que aquel músico representaba la cara de toda una generación.

Pese al éxito, detrás de toda aquella exposición mediática se escondía una historia de explotación que de a poco fue consumiendo el movimiento en sí mismo. En lo particular, Nirvana y Kurt Cobain ya se encontraban en un estado de auténtica decadencia creativa y emocional cuando la cadena MTV logró convencerlos después de varios intentos de participar en la grabación de uno de sus icónicos conciertos Unplugged, que por aquel entonces todavía se encontraban en una extraña fase que paseaba entre la consolidación y el total fracaso.

El 18 de noviembre de aquel año los estudios Sony en la ciudad de Nueva York albergaron la grabación del concierto que hoy es ya legendario en medio de la que terminó siendo la última gira de Nirvana. Es complejo definir lo que aquel 1993 representó en la muerte metafórica de la agrupación originaria de Seattle. Por un lado, la gira deja ver claramente la ruptura que existía entre los miembros de la banda, así como también el estado cada vez más errático de su líder y vocalista. Pese a ello, la presentación de Nirvana pasó a ser un testamento visual y sonoro digno de enmarcar en la historia musical de aquella década.

En medio de una atmósfera intimista propia del formato promovido para estos conciertos Nirvana ofreció una exhibición sobria y desenfadada, como si de un acto de auténtica desconexión se tratara. Era casi como si Cobain y compañía fueran totalmente conscientes de lo que en menos de un año más tarde ocurriría cambiando para siempre el rumbo de sus “vidas”. Enfocados en la temática que nos compete en el artículo, es importante analizar varios aspectos que aquella presentación nos dejó respecto al posterior suicidio de Kurt Cobain. A la distancia, el llamado “Nirvana MTV Unplugged in New York” ha pasado a la historia como la carta de despedida de un hombre que se fue rompiendo de a poco antes de su inevitable final.

Kurt Cobain apareció en el escenario enfundado en las prendas que se quedarían grabadas en la memoria como su atuendo de entierro. Jeans, camiseta y un suéter que bordeaban entre la despreocupación y la total resignación de un hombre que había perdido por completo su energía vital. Consumido por la fama, un hombre que no supo manejar el éxito y que jamás abandonó su naturaleza autodestructiva, Cobain murió luego de hundirse por días en la heroína, la soledad y la desesperanza. Tomó una escopeta y decidió terminar con su vida, rubricó el fin de su existencia fiel a su frase “Es mejor quemarse que apagarse lentamente”.

Entender qué es lo que puede arrastrarnos al precipicio es lo que realmente nos debería ocupar. Kurt Cobain murió el 5 de abril de 1994 y con él murió toda una ideología que se topó de frente con su realidad, que confrontó a toda una generación que debía entender que quizás el camino que estaban siguiendo no era el correcto.

¿Acaso nadie fue capaz de visualizar su inminente desenlace aquella noche en Nueva York? Tan sólo bastaba con prestar atención a la letra de varias de las canciones interpretadas en su presentación. En “Jesus Doesn’t Want Me for a Sunbeam”, Cobain acepta que dios lo abandonó, y en “The Man Who Sold the World” se valió del recuerdo de David Bowie para admitir que aunque su cuerpo permanecía aquí, su vida había terminado hacía ya mucho tiempo. Reflexión aparte el entender si una persona o su entorno son capaces de detener un suicidio. El suicida estará determinado hasta la obtención de su meta si su decisión ya fue tomada. Pero entender qué es lo que puede arrastrarnos al precipicio es lo que realmente nos debería ocupar. Kurt Cobain murió el 5 de abril de 1994 y con él murió toda una ideología que se topó de frente con su realidad, que confrontó a toda una generación que debía entender que quizás el camino que estaban siguiendo no era el correcto.

Ingmar Bergman y el silencio de dios ante la muerte

La obra de Ingmar Bergman tiene un valor filosófico significativo. A partir de unas imágenes que sondean el espíritu, los monólogos, diálogos y silencios, las películas del director sueco abren paso a cuestiones de hondo calado, retratando dilemas humanos sobre el sentido de la vida. En esta dirección, uno de los problemas que más ocupó al realizador nórdico fue el del silencio de Dios, un ser del que no tenía certeza, y que parecía observar el mundo como un espectador sin intervenir.

El séptimo sello (Det Sjunde Inseglet, 1957) es una obra monumental en la que el director nórdico puso en evidencia la dificultad de buscar certezas metafísicas. Para lograr ese propósito Bergman recrea una historia basada en el ideario medieval, basándose en las obsesiones ya presentes desde su infancia. Un niño acompañado de su padre, un pastor luterano, luego de contemplar lo que veía en las pequeñas iglesias cerca de Estocolmo, va reconociendo en su memoria las representaciones iconográficas de los frescos que se muestran en esa película.

Al ver la película, ganadora del premio especial del jurado del Festival de Cannes de ese año, es posible advertir una atmósfera agobiante. Se trata de un filme muy personal, de profunda abstracción, que sume al espectador en un auténtico laberinto, haciendo pensar en lo que cabe esperar y en los límites que se ciernen cuando se busca contemplar lo absoluto. El relato se va desarrollando a través de un guion de diálogos profundos, iniciados desde la puesta en escena de una singular partida de ajedrez entre un soldado y la muerte, hasta el final de la película, en el que se muestra una extraña danza.

De esta forma reconocemos una magna obra en la que se integran muy bien un texto escrito, dando cuenta de palabras y silencios para meditar, una fotografía en blanco y negro para contemplar, y una música inolvidable para no olvidar. Todo un simbolismo único se ofrece en ella, puesto en consideración del intérprete, desde el que resulta posible auscultar diversas perspectivas sobre su sentido y alcance.

Estamos en Suecia. Es el siglo XIV. La peste negra ronda y la muerte se hace presente en una Europa decadente. Un aire gélido y letal acecha por todas partes. Un caballero que regresa de las Cruzadas, Antonius Block, se encuentra angustiado, confundido por tanta miseria; entre tanto su vida se desperdicia. El soldado le pide a la Muerte que le dé más tiempo de vida. Antonius quiere que su existencia se siga prolongando, mientras despeja varias dudas que lo han compungido durante muchos años; cuestiones decisivamente metafísicas y que se relacionan con el sentido de su vida.

Estamos en Suecia. Es el siglo XIV. La peste negra ronda y la muerte se hace presente en una Europa decadente. Un aire gélido y letal acecha por todas partes. Un caballero que regresa de las Cruzadas, Antonius Block, se encuentra angustiado, confundido por tanta miseria; entre tanto su vida se desperdicia. El soldado le pide a la Muerte que le dé más tiempo de vida.

El alter ego de Bergman, a través de ese personaje central, comienza a explicitar sus conflictos internos, desatados en medio de pesadillas y de su apuesta firme por encontrar una salida que le permita entender la razón de su existencia. La Muerte, ante la resistencia de Antonius, decide suspender la partida de ajedrez que había iniciado; concede la prórroga solicitada por el caballero y permite que éste siga con su camino incesante de dudas.

Cuando se reflexiona sobre los dilemas que Bergman se plantea sobre el miedo a la muerte es posible entender que la película es un testimonio fehaciente de un director y guionista sobre sus obsesiones; es un acto público de confesión ante terceros sobre una experiencia de caída y profunda soledad. La muerte implica la desaparición del mundo de los sentidos, constituyéndose en un límite de la existencia. Bergman sabe interpelar a sus espectadores a través de las voces desesperadas de sus personajes.

Al director nórdico le resultaba muy difícil asimilar la idea del fin de la existencia; sin embargo, encontró en el cine un espacio único para expresar sus temores y aprietos en la comprensión de un momento que es tan cierto que llegará. Pero ahí no queda todo. El reconocimiento de un límite de la existencia hacía que el realizador dudara de las posibilidades de la eternidad, lo que no impedía seguir indagando, en medio de tanta confusión, sobre si valía la pena considerar el sentido de la vida humana.

“Be Right Back”, de Black Mirror

Ahora mismo veo “Be Right Back” en su versión original; es el primer episodio de la segunda temporada de la aclamada Black Mirror, serie que pone el foco de atención sobre los potenciales peligros de las tecnologías del futuro. En este capítulo dirigido por Owen Harris, Charlie Brooker nos cuenta la historia de una pareja que se muda a una casa de campo. Todo parece desarrollarse de forma idílica, pero las expectativas de Martha se ven truncadas cuando Ash muere de forma inesperada y traumática en un accidente de tráfico poco después de haberse mudado a su nueva residencia. A partir de aquí la trama echa a rodar con base en dos ejes centrales: las redes sociales y la robótica.

Martha, «Be right back», Black Mirror.

Tras la muerte de Ash, Martha recibe información a través de una amiga acerca de un nuevo servicio que permite contactar con los difuntos. Todo lo que se requiere es que la persona en cuestión hubiese mantenido altos niveles de actividad en las redes sociales antes de su defunción. Y éste es el caso de Ash, que al parecer era un auténtico adicto. Inicialmente Martha rechaza esta posibilidad por considerarla antinatural, pero su amiga la inscribe en el servicio de todos modos, y ella empieza a recibir mensajes del “nuevo Ash” a través del teléfono celular. Una vez que descubre que está embarazada, Martha sucumbe a la tentación que todo esto supone, en un intento de negociar la pérdida, o más bien de eludirla. Más tarde pasara a la segunda fase del servicio; después de cargar videos y fotografías de Ash, el sistema es capaz de ofrecerle conversaciones de voz. Esto, lógicamente, le resultará todavía más abrumador a la protagonista.

Esta nueva forma de comunicación lleva a Martha a sentirse cada vez más cómoda, y a su vez a añorar más a Ash, con lo que finalmente se le ofrece una tercera opción a través de un proyecto todavía en fase experimental; la creación de un clon robótico casi idéntico a su pareja. Una vez montado, resulta sorprendente la similitud entre el verdadero Ash y el Ash robot, a pesar de ciertas características que son omitidas, como alguno que otro lunar o el vello facial. Las reacciones iniciales de Martha son de incredulidad y de incomodidad; al fin y al cabo tiene delante a un robot físicamente idéntico a su difunta pareja, y que parece expresarse tal y como él lo hacía.

Las reacciones iniciales de Martha son de incredulidad y de incomodidad; al fin y al cabo tiene delante a un robot físicamente idéntico a su difunta pareja, y que parece expresarse tal y como él lo hacía.

Superados estos primeros momentos, ciertamente inquietantes, Martha comienza a aceptar al nuevo Ash y trata de emular su anterior vida en pareja, y esto parece surtir efecto por un tiempo, hasta que tiene la oportunidad de ahondar con mayor profundidad en el comportamiento y los rasgos característicos del robot y descubre que todos aquellos pequeños detalles que eran propios del auténtico Ash y que, por consiguiente, lo hacían humano, han desaparecido para jamás volver, si no es en su recuerdo. El producto que ha adquirido sólo responde a órdenes; es incapaz de demostrar que posee libre albedrío, y al sentirse frustrada Martha opta por deshacerse simbólicamente de él.

Esto es grosso modo lo que nos cuenta uno de los episodios más icónicos de la serie. Una interesante reflexión acerca de la importancia de aprender a cerrar ciclos en nuestra vida y soltar a las personas en el momento en que se debe hacer. Otro punto de análisis interesante que nos deja este episodio es la construcción personal que estamos haciendo de nosotros a través de nuestra interacción con las redes sociales. ¿Qué sucedería si toda la información que compilamos en ellas de forma voluntaria pudiera ser utilizada para desarrollar prácticas como la aquí expuesta? A partir de ello, determinar cuándo termina realmente nuestra existencia, si en nuestra partida del plano físico o continúa a través de nuestra herencia virtual.

El purgatorio terrenal de Juan Rulfo

Parece ser que “Luvina”, escrito entre diciembre de 1952 y enero de 1953, fue el último cuento que Rulfo escribió antes de Pedro Páramo; desde luego, el autor resaltó insistentemente la estrecha relación que existía entre ese cuento y su famosa novela: “‘Luvina’ creo que es el vínculo, el nexo con Pedro Páramo. La atmósfera creada en el cuento me dio, poco a poco, casi con exactitud, el ambiente en que se iba a desarrollar la novela”.

El hecho de “Luvina” es casi general en todo el país; hay pueblos miserables y regiones donde no hay esperanza de esperanza. De manera que en “Luvina” tenía ya ciertos antecedentes para fijar los inicios de Pedro Páramo. Es el cuento que más se identifica o tiene parentesco con esa novela, puesto que los hombres no tienen rostro, la gente no tiene cara, las figuras humanas no se definen. Hay una ambigüedad; Juan Rulfo estaba trabajando con cosas realistas, aparentemente, pero en realidad eran producto de sueños, de fantasías.

Si en Juan Rulfo los pueblos añejos y olvidados representan el purgatorio y el infierno, en la vida de cada uno de nosotros el escenario puede ser cualquiera.

Si el pueblo de Comala en Pedro Páramo era la representación del infierno, el de “Luvina” es, sin lugar a dudas, la del purgatorio. Un pueblo al que le han robado el alma, donde la esperanza es una idea prácticamente extinta. Los habitantes de Luvina pasan por seres invisibles, que no sólo no tienen rostro, tampoco tienen voz y apenas parecieran tener importancia como seres humanos. Completamente olvidados, cuya existencia solamente multiplica sus muertes en el transcurrir de sus días. Entre lunes y domingo apenas se puede percibir la diferencia. Para ellos, la vida transcurre entre tareas, pláticas y silencios que se pierden en la cotidianidad. Tareas, pláticas y silencios incapaces de trascender más allá de los límites que encierran a estos pueblos.

Del cuento de Rulfo podemos entender que la muerte no comienza necesariamente a partir del momento en el que nuestros órganos vitales dejan de cumplir con su función. La vida misma puede ser una especie de muerte cuando la esperanza se esfuma, cuando las ganas de vivir son devoradas por la inercia de sobrevivir. Esas vidas que sólo forman parte de la estadística y en ocasiones ni siquiera les alcanza para eso. Si en Juan Rulfo los pueblos añejos y olvidados representan el purgatorio y el infierno, en la vida de cada uno de nosotros el escenario puede ser cualquiera. “Luvina” es la metáfora de ese lugar o ese estado emocional en el que la vida duele más que la muerte, en el que vivir sólo es prolongar nuestras muchas muertes. ®

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Publicado en: Ensayo

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