Chicas malas

Y una novela porno colonial

No soy ningún marqués de Sade, pero puedo jurar que a ratos sentí la sombra del célebre genio del erotismo asomarse por encima de mi hombro mientras tecleaba diálogos como incontrolables eyaculaciones. No hicieron falta las descripciones de las grandes orgías que imagino en mi novela ocurriendo en pleno periodo colonial…

beber

Me presento. Desde hace poco más de cinco años soy redactor de historias de la revista Chicas Malas, que usted puede conseguir sin mayores problemas en puestos y estanquillos de periódicos a lo largo y ancho del país. Firmo con pseudónimo y sigo así la práctica común en el medio: hay metidos en este negocio más escritores “serios” de lo que usted estaría dispuesto a creer. Como la mayoría de ellos, yo también estudié la carrera de Letras, lo cual significa que mi conocimiento del latín está muy por encima de la media de los lectores de Chicas Malas, e incluso de la gran mayoría de escritores considerados respetables o a los cuales usted, casi lo juraría, lee y sigue porque han sido publicados en casas editoriales con mejor reputación que la empresa, en realidad un régimen de semiesclavitud, que publica Chicas Malas.

Después de más de cinco años de no tener nombre, me parece al menos adecuado y lógico comenzar a perder la cabeza. Quizás ello se deba al hecho de que, luego de mi última pancreatitis aguda, la cual me dejó en la calle y colgado —ahora sí, de manera más que literal— de mi propia sentencia de muerte, he dejado por completo la bebida, el whisky, mi gran preferido el Etiqueta Roja barato cuyos límpidos fogonazos lograban alumbrar mi oscura alma apagada por años de frustraciones y malestares. Tal vez por eso, ahora caigo en la cuenta, detesto los wiskis añejos.

Escuchar como un obseso las tristes canciones que transmite las veinticuatro horas del día la estación radiofónica en línea, Folk Radio UK, mientras tecleo mis diálogos e hilo historias a partir de un montón de fotografías inconexas. En ocasiones ocurre que quienes aparecen vestidos en poses dizque de junta de negocios, o de un taller mecánico, ni siquiera son los mismos que deberían reaparecer desnudos y cogiendo en las imágenes que constituyen la materia prima de mi trabajo: es entonces cuando el editor en jefe me pide que recurra a mi “magia” de escritor, hijo de su chingada madre, que me diga o indique cuál es esa —la misma que seguramente ha contribuido también a mi creciente malestar y turbiedad del sistema nervioso, la jodida zozobra que a veces se manifiesta en depresiones que sorteo como putamente dios me da a entender, otras en contundentes ataques de ansiedad: esos sí, omnívoros e ineludibles Panzers alemanes que arrasan con todo cuanto se interpone a su paso. Con la ansiedad no hay resistencia que sirva —con excepción de los cañonazos de whisky, medicina pura apenas diluida en heladas rocas con la cual comenzaba y terminaba mis noches hasta que caí fulminado por una tercera pancreatitis. Los médicos fueron claros en esto: a la cuarta te despides de nosotros: gone baby gone.

Muchos escritores, algunos de ellos legendarios, han fraguado su prestigio en la ingesta excesiva de alcohol. Mi problema, no se ofenda, no sé qué piense usted, es que fui un borracho solitario —de ello no cabe duda: ahí están las tomografías que muestran a mi páncreas parcialmente necrosado, una vulgar tripa semejante a una pequeña salchicha achicharrada, la misma que le costó la vida nada menos que al genio de la computación Steve Jobs, para dar fe de mi gusto por la botella.

Mi problema, le decía, es que fui un borracho misántropo, si es que ambas cosas no son una y la misma; jamás me dejé ver por los antros y garitos frecuentados por otros escritores, la mayoría de ellos meros aspirantes, trepadores capaces de chupársela a cualquiera con tal de publicar medio párrafo de cagada.

Mi problema, le decía, es que fui un borracho misántropo, si es que ambas cosas no son una y la misma; jamás me dejé ver por los antros y garitos frecuentados por otros escritores, la mayoría de ellos meros aspirantes, trepadores capaces de chupársela a cualquiera con tal de publicar medio párrafo de cagada.

Mi gastroenterólogo, un sabio que sabe distinguir a un alcohólico a kilómetros de distancia, me dijo: tu problema, a diferencia de la mayoría de mis pacientes, puros borrachales, es que no muestras síntomas de dependencia. Te voy a ahorrar la visita al experto en adicciones, me dijo, tu verdadero problema se llama consumo excesivo. Ay cabrón, le respondí al doctor, yo diría que mi principal problema es que estoy harto de mí mismo, de mi trabajo miserable como redactor de historias en una revista de soft-porno. Mi único y gran problema, doctor, le dije al gastroenterólogo como si, páncreas aparte, el buen hombre tuviera alguna vela en el entierro, se llama hundimiento profundo, fracaso como escritor. Mi mayor problema, traté de explicarle, es que a diferencia de muchos escritores que saben levantar el telón y ponerse pedos y terminar chillando sus penas como nenas ante un público pasmado. Mi problema verdadero, me confesé ante el gastroenterólogo, es que yo jamás he tenido empacho alguno en beber a solas. Al contrario, en mi antigua vida de bebedor —es decir mi vida de ayer, aunque suene a vienés finisecular— siempre seguí la máxima que dice que los mejores tragos de tu vida son aquellos que trasiegas en absoluta soledad, en la tranquilidad de casita con música de Tom Waits, Serge Gainsbourg, Dylan o Les Têtes Raides, como maravilloso telón de fondo: el suave acordeón de “Un p’tit air”, las pocas y apenas perceptibles palabras de una canción como “Emily”, que le hablan a usted de un imaginario Café de la Marine cuyos horarios se corresponden de manera estricta con las horas de la briaga solitaria, oui, doctor, je me suis soûlasse en pleine solitude, me dio por agarrar la peda de buró, fue mi goce pero también mi error en el tablero de la gran estrategia literaria. En realidad la estrategia de una bola de cabrones monolingües que leyeron a Flaubert, si es que alguna vez lo leyeron, en traducciones infames, pero que, eso sí, doblemente cabrones, sabían empedar en público cual debe un escritor bueno, malo o preferiblemente pésimo.

Mi gastroenterólogo respondió con un indiferente ajá, me recordó la importancia vital que tenía para mí no volver a beber, jamás, dijo, ni en un mes ni nunca. Luego procedió a escribir un justificante para poder ausentarme del trabajo y a hacerme una receta de analgésicos con una capacidad de obliteración semejante a una ojiva nuclear.

Supongo que la potencia del medicamento no era un asunto relevante dado el estado maltrecho de mi páncreas.

Lo más jodido y agudo del sufrimiento físico ya había pasado.

Después de esa tercera crisis, pasé diez días en casa gracias al referido justificante médico. En efecto, la medicina era tan fuerte que las primeras setenta y dos horas las pasé profundamente dormido.

Cuando desperté sentí que emergía de un estado comatoso. Sentí como un rayo el pinchazo de la escritura. You Can’t Go Home Again, me dije, a la manera del título de una vieja novela gringa que todo mundo cita y nadie ha leído. Quizás con razón, porque es demoledora. Y pues así las cosas, yo tampoco iba a volver a Chicas Malas ni a mi vida tal como la había conocido hasta ese momento.

En cuanto me levanté de la cama fui al restaurant de chinos más cercano a comprar siete litros de apestoso caldo de pollo con verduras y durante siete días me puse a escribir como un enajenado la novela que ahora mismo usted tiene en sus manos.

En cuanto me levanté de la cama fui al restaurant de chinos más cercano a comprar siete litros de apestoso caldo de pollo con verduras y durante siete días me puse a escribir como un enajenado la novela que ahora mismo usted tiene en sus manos.

No puedo garantizarle que se trate de una obra maestra, el tipo de libro-pez-gordo al que debe uno aspirar como artista al enfrascarse en cualquier actividad literaria, por nimia que ésta sea, según el conocido precepto del crítico Cyril Connoly. Le juro que intenté seguir los consejos de este buen caballero inglés y dejar de ser, aunque fuera por unos cuantos días y por primera vez en mi vida, víctima de mí mismo. No soy ningún marqués de Sade, pero puedo jurar que a ratos sentí la sombra del célebre genio del erotismo asomarse por encima de mi hombro mientras tecleaba diálogos como incontrolables eyaculaciones. No hicieron falta las descripciones de las grandes orgías que imagino en mi novela ocurriendo en pleno periodo colonial porque para eso están las imágenes fotográficas. La magia del Photoshop me permitió, por ejemplo, meter como fondo el convento de Tepozotlán y convertir a una güera californiana en una hiper-erotizada meretriz indígena de pechos turgentes y caderas de infarto. Sé que suena atroz, pero usted lo sabe: así es el arte.

Sé también que las novelas gráficas no caen precisamente en la línea editorial que ustedes siguen. Sin embargo, quiero destacar dos cosas. Primero, mi probada experiencia en el género y, segundo, lo novedoso que puede resultar para su público lector la novela gráfica erótica, situada históricamente en el México novohispano. Espero que aprecie no sólo la autenticidad sino también la radical innovación que supone mi propuesta para la aburrida literatura dedicada al periodo de la colonia. ¿O dígame usted quién lee hoy los tedios de un Estrada, por no mencionar los castos y pudorocitos barroquismos de un Jiménez Rueda? Nadie puede escribir así, hágame el puto favor: Damas y doncellas ocupan espacioso estrado. ¡Ayayay, sí como no! Luego sigue: Los galanes de pie, asaetean a las damas con miradas nada devotas. Y después el órgano y los inciensos, suficientes para marear y adormecer hasta al más curtido chófer de tráiler.

Lo mío es otra cosa, si de coger se trata pues a coger entonces, nada de remilgos ni miraditas deseosas. Por estar soportada en imágenes, Erupción en el convento también puede leerse en versión digital. Con lo cual incluso podríamos hablar de una futura versión interactiva, con líneas de tiempo y sonidos y música de la época: una chingonería nunca antes vista, pues.

Tómese su tiempo, dispóngase a leer sin prejuicios mi trabajo, producto de una semana de mucho esfuerzo y una inmunda dieta líquida que no le deseo ni a los embrutecidos dueños de Chicas Malas.

Mi páncreas va mejor, gracias. ®

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Publicado en: Diciembre 2013, Narrativa

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