Escribí este artículo en 2003 para tratar de explicar y explicarme el origen histórico de la misoginia, de la violencia contra las mujeres. En 2020 esa violencia no cesa, ¿por qué?
La agresividad superior del hombre es el más grande de todos los valores sociales y económicos.
—George Gilder, en Riqueza y pobreza.
Un historiador y periodista mexicano publicó en diciembre de 2002 un libro atroz: Huesos en el desierto (Anagrama). El autor, Sergio González Rodríguez, ofrece en él los pormenores de una perseverante investigación que le llevó años de evasivas, sinsabores, sorpresas desagradables y hasta un secuestro y una golpiza que lo envió dos meses al hospital. La historia de más de 300 asesinatos terribles e impunes de niñas y jóvenes mujeres en Ciudad Juárez durante diez años y la apatía y la negligencia de las autoridades, así como de su evidente complicidad en estos crímenes. Los miembros de una mafia de narcoempresarios, altos funcionarios y policías se solazan y estrechan sus lazos con el secuestro, la tortura, la mutilación, el asesinato y el desecho de los cuerpos de las víctimas en parajes desolados de la descompuesta urbe fronteriza —esta investigación proporciona pruebas y nombres—.
Si algo desconcierta es que, después de la publicación de este libro, de las protestas de los familiares y amigos de las mujeres asesinadas y desaparecidas, de la reiterada exigencia de justicia a las autoridades estatales, federales y hasta internacionales, la sociedad —casi toda ella— permanece impávida. A pocos les importó la suerte de aquellas muchachas pobres, trabajadoras, abandonadas. No, desde luego, al bravucón Francisco Barrio, ex gobernador panista del estado de Chihuahua, cuyo periodo vio surgir las primeras desapariciones y muertes; ni al pendenciero Patricio Martínez, gobernador priista, quien alegaba que era un problema heredado de su antecesor y que, en realidad, no era tan grave como dicen: “Los medios exageran”. Tampoco al locuaz Vicente Fox —ni a la “pareja presidencial”—, cuya campaña electoral fue en parte financiada, como se desprende de las indagaciones de González Rodríguez, con dinero del narcotráfico previamente lavado por Valeria Korrodi —hija del principal promotor de los Amigos de Fox— en El Paso, Texas.
Este caso es sólo uno de los extremos a que puede llegar la exacerbación de una misoginia extendida en todo el mundo desde hace, por lo menos, cinco mil años. Desde entonces las agresiones contra las mujeres —en todas sus formas y graduaciones: el menosprecio, la humillación, la cosificación, la ridiculización, la subestimación, el sometimiento sutil o brutal, la discriminación, la violación, la esclavización, el asesinato y las masacres— han sido cosa de todos los días en todos los continentes y por las más disímbolas razones: religiosas, culturales, políticas o económicas —masculinas todas ellas, desde luego. Del cercenamiento del clítoris de las niñas del Islam fundamentalista al asesinato de las niñas recién nacidas en algunas regiones de Asia. De la venta de las muchachas casaderas al mejor postor en las culturas indígenas de América a la lapidación de las adúlteras en el África musulmana. De la violación tumultuaria de las mujeres de los pueblos invadidos de la antigüedad euroasiática a la violación selectiva de las mujeres en las guerras de la cultura occidental.
La mujer contemporánea sigue pagando las consecuencias de una virilidad mal entendida, despótica y prepotente. La preservación del poder a toda costa ha hecho de las mujeres sujetos prescindibles, objetos intercambiables.
De acuerdo con diferentes religiones y concepciones del mundo, y según las circunstancias históricas, a las mujeres se les puede apedrear, quemar el rostro con ácido o golpear por exigir el gasto; despojar de sus bienes, despreciar, vender o canjear. Casi todas las tradiciones califican y relegan a las mujeres, a su modo y con distinta intensidad, como impuras, indignas, obedientes, conformistas, hechiceras, curanderas, matronas, malignas, botines de guerra, embusteras, incapaces de razonar, criadas para el placer del hombre —los “animales domésticos a menudo placenteros” de Nietzsche—, abnegadas, paridoras de hijos —como querían Stalin, Hitler, Mao y Ceausescu—, objetos de ornato, prostituibles, embellecidas artificialmente, deseables —hasta no hace mucho tiempo los chinos apretaban con vendas los pies de las niñas para que éstos no crecieran; hasta no hace mucho tiempo las mujeres de países civilizados no tenían derecho al voto. La Iglesia católica se cuestionó durante siglos si las mujeres poseían alma y piadosos cristianos, musulmanes y otros religiosos las consideran indignas del ministerio: Dios es hombre, así como los profetas y los mesías—. La mujer contemporánea sigue pagando las consecuencias de una virilidad mal entendida, despótica y prepotente. La preservación del poder a toda costa ha hecho de las mujeres sujetos prescindibles, objetos intercambiables.
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En una época ya muy lejana —el illo tempore de Mircea Eliade—, las antiguas sociedades igualitarias rendían culto a la Diosa Madre, la diosa de la fertilidad —presente en prácticamente todas las culturas primitivas—, y en las que todos sus integrantes eran iguales y su trabajo era igualmente valioso para la vida comunitaria. En los últimos años se han publicado libros que reescriben la historia —una historia de subordinación y violencia— a partir de nuevos hallazgos arqueológicos, antropológicos, históricos y filosóficos, y que apuntan hacia una nueva concepción de sociedad en la que pesen por igual la sensibilidad y la inteligencia de la mujer —la otra mitad del género humano—, proscritas hasta nuestros días por la sociedad patriarcal, autoritaria y militarista —androcrática— que ha regido en Oriente y en Occidente durante los cinco últimos milenios y que oprime también a millones de hombres. Se trata de obras como la monumental Historia de las mujeres, coordinada por Georges Duby y Michelle Perrot (Taurus, 2000); El cáliz y la espada, de Riane Eisler (Cuatro Vientos, 1998); El retorno de la diosa. El aspecto femenino de la personalidad, de Edward C. Whitmont (Paidós 1998), Dios nació mujer, de Pepe Rodríguez (Ediciones B, 1999), Mujeres que corren con los lobos. Mitos y cuentos del arquetipo de la mujer salvaje, de Clarissa Pinkola Estés (Ediciones B, 1998) y, entre muchas otras, El siglo de las mujeres, de Victoria Camps (Cátedra, 1998).
En un resumen esquemático —y que no hace justicia a su profundidad y complejidad— puede decirse que algunos de estos libros hablan del dramático vuelco que dio la historia cuando las primeras formas de organización social —igualitarias o solidarias, como las llama Riane Eisler—, basadas en la recolección, la horticultura, la caza, la pesca y la agricultura incipiente, y en las que la mujer tenía un papel preponderante debido a su labor en las tareas agrícolas y a su función reproductora —que la equiparaba a la de las misteriosas fuerzas de la naturaleza—, se transformaron paulatinamente en organismos más complejos debido al desarrollo de nuevas tecnologías para el cultivo de la tierra, a los excedentes que se producían gracias a éstas, y a la necesidad de ejercer control sobre las tierras, las tecnologías y la producción. Es inevitable la aparición de la propiedad privada y la consecuente necesidad de defenderla ante los intentos de saqueo de otras tribus: a veces es más tentador robar que producir [Pepe Rodríguez].
Las deidades femeninas sucumbían o pasaban a segundo plano ante el avasallador surgimiento de fieros dioses guerreros que exigían sacrificios y ofrendas por boca de los sacerdotes: emergía así la nueva casta que dominaba ahora la religión y la economía.
Los hombres, más fuertes y libres de las tareas reproductivas, se organizaron en fraternidades guerreras para atacar o defenderse, relegando a las mujeres al cuidado de los niños, de la casa y de la comunidad. Las deidades femeninas sucumbían o pasaban a segundo plano ante el avasallador surgimiento de fieros dioses guerreros que exigían sacrificios y ofrendas por boca de los sacerdotes: emergía así la nueva casta que dominaba ahora la religión y la economía. El mito bíblico de Adán y Eva es un ejemplo paradigmático de la conversión de la mujer en un ser poco confiable, impuro y culpable de la expulsión del paraíso.
Los pueblos extraños eran enemigos potenciales, amenazas constantes a las propiedades y posesiones propias. La sociedad se volvía rígida y jerárquica. Nacen las ciudades–Estado y con ellas se perfecciona la estructura de dominación masculina. Los mitos ancestrales sobre la Madre Tierra ya han cedido su paso a las nuevas mitologías de héroes y conquistadores, sólo quedaban algunas figuras simbólicas, meros resabios de la importancia de las mujeres en el proceso evolutivo de la humanidad hacia la civilización: una civilización que las traicionó más pronto de lo que se imaginaban.
Dinámicas y contradictorias, las diferentes culturas son generadoras de nuevas condiciones y realidades. El hombre —es decir, el género humano— se ha detenido a reflexionar en algunos momentos de la historia. Las constantes discusiones filosóficas e ideológicas, sobre todo a partir de la Ilustración y las posteriores aportaciones de mujeres y hombres intelectuales que no se ajustaban al estereotipo del pensamiento patriarcal abrieron un lugar para la mujer en distintos ámbitos de las sociedades modernas. “Ya en la Grecia antigua y en Roma, durante las eras isabelina y de los trovadores, durante el Renacimiento y la Ilustración, el ‘problema de la mujer’, como lo llamaron Marx y Engels, ha sido un tema recurrente” [Eisler]. El lema “Libertad, igualdad y fraternidad” no habría sido pronunciado nunca de no haber existido mujeres y hombres más adelantados a su época enfrascados en intensas discusiones e inmersos en movimientos sociales. La soga se aflojaba un poco. Sólo un poco. Lo cierto es que millones de mujeres reproducen en su práctica y en su pensamiento un esquema moldeado sistemáticamente por hombres, mujeres para quienes la guerra, el sojuzgamiento y los papeles históricos asignados a ellas mismas son perfectamente naturales: consustanciales.
Las ideologías se agotaron y se tornaron estúpidas caricaturas del pensamiento humano. Las dictaduras marxistas fracasaron y la vorágine capitalista es todavía incapaz de aliviar las necesidades más acuciantes de la población mundial.
Las ideologías se agotaron y se tornaron estúpidas caricaturas del pensamiento humano. Las dictaduras marxistas fracasaron y la vorágine capitalista es todavía incapaz de aliviar las necesidades más acuciantes de la población mundial. El machismo pervive como la ideología más perniciosa de todos los tiempos. La familia reproduce los esquemas autoritarios del Estado: el padre somete a la mujer y a los hijos de la misma manera en que es sometido por el patrón. Los niños —y las niñas—, a su vez, aprenden que el mundo sigue un modelo dominador–dominado de las relaciones humanas y actúan en consecuencia frente a otras comunidades, razas, naciones…
La derecha y la izquierda —sus restos, o lo que esto signifique ahora— son machistas por igual, a pesar de los discursos políticamente correctos y de las intenciones de cumplir con cuotas igualitarias en sus principios y programas. El mundo vuelve al fundamentalismo y con ello al endurecimiento de la autoridad patriarcal. Una librepensadora como Susan Sontag puede ser acusada de traidora en el país que ha logrado los adelantos científicos y tecnológicos más importantes del planeta. Las posibilidades de establecer sociedades justas e igualitarias en cualquier parte del mundo son cada vez más lejanas, a pesar de los esfuerzos y de las intenciones de pensadores, activistas y de hombres y mujeres en busca de una sociedad de plena igualdad de todos sus miembros.
Empero, si echamos un vistazo hacia atrás y vemos que las repúblicas han sucedido a las monarquías, y que antes de éstas las sociedades esclavistas fueron reemplazadas por la sociedad feudal, y que a pesar de todo también ha habido progreso social y material, ¿quién puede asegurar que las futuras generaciones de mujeres no llegarán a tener la importancia fundamental que se les ha escamoteado durante cincuenta siglos? “La rígida estructura social androcrática”, dice Riane Eisler, “aprisiona por igual a ambas mitades de la humanidad en papeles inflexibles y circunscritos”. Las mujeres y los hombres deben atreverse a explorar la intuición, el pensamiento no lineal, las funciones no racionales de la mente, la sensualidad y la sexualidad, para transitar de la dominación a la convivencia. (Y las feministas, por su parte, harían bien en alejarse del sectarismo y abandonar el aislamiento a que las lleva esta típica actitud del infantilismo de la izquierda.) ¿Puede avizorarse el fin del despótico dominio de hombres miopes y torpes sobre una tierra convulsa, malherida? Mujeres y hombres merecemos un destino mejor, sería una desgracia dar al traste con los importantes cambios y logros alcanzados con grandes esfuerzos en los últimos dos siglos. ®
Este texto se publicó en la revista Complot Internacional del mes de junio de 2003 y posteriormente lo añadí a mi libro El dilema de Bukowski, de 2004. Se publica ahora en Replicante con algunas modificaciones.