Cinco variaciones sobre un momento Nescafé

Acaso un mal necesario…

La idea de crear un café soluble vino de parte del Instituto Brasileiro do Café que, ante los enormes excedentes en las cosechas del país, encomendó a una empresa europea desarrollar el brebaje. Al parecer ya había algunos intentos para obtener el tan anhelado producto pero no eran realmente solubles y destacaban por su “horrible sabor”.

Ceci n’est (pas du) café

Supongamos que esto no es un ensayo sino una pintura. Imaginemos, también, que además su autor fuera Magritte. Quizá veríamos una taza de color blanco con un líquido oscuro adentro que, se adivina por las pinceladas, estaría muy caliente. El objeto de porcelana, representado con la naturalidad que algo destila cuando a fuerza de utilizarlo diariamente se ha vuelto invisible y hasta obvio, se encuentra sobre un fondo beige sin ningún otro elemento salvo una leyenda, dibujada con letra manuscrita, en la parte inferior. La taza parecería flotar, apoyada apenas en aquel letrero que la nombra y define, con el propósito de otorgarle mayor fuerza a la composición visual. El título de esta pieza sería, por supuesto, Ceci n’est (pas du) café.

El responsable de catalogar el cuadro para una exposición en, digamos, Bellas Artes, traduciría el título, a lo mejor de manera un tanto errónea pero aun así con bastante fidelidad, Esto n(o) es café.

En la ficha que, hipotéticamente, daría explicación a la pintura el curador dice:

Ceci n’est (pas du) café (1938) constituye uno más de los juegos visuales a los que Magritte solía recurrir para cuestionar la relación entre ser y apariencia. La técnica depurada y precisa del pintor transmite el paradójico realismo de un objeto que, pese a todo, no es lo que aparenta. Al aludir fonéticamente a la célebre marca de café instantáneo Nescafé, el pintor nos indica que esa taza humeante, en efecto, no contiene aquello que asegura. El doble sentido del título, “Esto no es café” — “Esto es Nescafé”, como se puede ver es una crítica no exenta de divertida atracción hacia la llegada de la bebida y las pretensiones de ésta.

Pero volvamos a la realidad. Ya que Magritte nunca pintó tal pieza, en cambio, este ensayo sí existe. Lo que busca es lo mismo que el imaginado cuadro; esto es, observar que tal brebaje alude en su propio nombre a su naturaleza espuria y, aun así, pese a lo contundente de esa obviedad, admitir cierta fascinación por ella. El Nescafé es una impostura que no deja de sorprender y seducir por sus atributos. Es logro técnico, milagro de ventas, referente casi unánime, deleite por entero popular y, obviamente, estandarte de una empresa de millonarios dividendos. La curiosidad, sin embargo, es más benévola que el paladar o las críticas a sistemas económicos y, por ello, se siente cómoda ante la nimiedad y los matices de ciertos objetos y prácticas que si se les mira de cerca pueden resultar tan cautivadores como loables.

Hacia una consciencia de clase gustativa

¿En qué momento el saber cómo, el saber qué y el saber dónde fueron credenciales vitalicias para los llamados, por obvias razones, connaisseurs? Es decir, entre los bebedores o los comensales siempre hay una tendencia a categorizar, dividir o agrupar, hacer una taxonomía, por entero complicada que separe y nivele a los miembros seguidores de tales fruiciones. Hay una necesidad imperiosa de no confundir los estratos; en definitiva, sostener una irresoluble lucha de saberes gustativos. Se admite la diferencia entre prácticas y afinidades pero, con mayor énfasis, la evidente jerarquía que las separa. Al bon vivant se le reconoce por su naturaleza hedonista pero sobre todo por su necesidad de no mezclarse con el grueso de la población; con su presencia nos recuerda que no todos tienen o deben tener derecho a los mismos placeres. El conocedor será, entonces, la figura que mantendrá en orden al universo del gusto. Precisamente porque sabe el lugar de cada cosa se permite jugar, improvisar o hasta mezclar, pero ello no significa que pueda caer en alguna confusión. Ningún platillo me es ajeno, dirá el sibarita, porque sé bien el sitio que a cada uno corresponde.

El café será, junto con licores y comidas, una ficha más dentro del enorme catálogo que maneja con soltura cualquier connaisseur. Podríamos añadir también al tabaco que, pese a tantas restricciones, sigue siendo otro más de los parajes que los epicúreos con credencial visitan frecuentemente. Si el imperio de los sentidos es tan vasto en seducciones y estímulos, será gracias al lento, profundo aprendizaje del perito culinario que se podrá dar lugar a cada uno de ellos.

Por esta razón, aquel que desee considerarse a sí mismo sommelier cafetero (favor de tomar nota), primero habrá de saber distinguir entre la coffea arabica y la coffea canephora, el grano arábiga y el robusta así como sus diferencias y matices. Luego, enumerará las sutilezas de sus muchas preparaciones: turco, espresso, ristretto, macchiato, capuchino, latte, americano, doble, irlandés, moca, frappé, vienés y un prolongado etcétera de variantes. No será indiferente, por supuesto, a las cafeteras y, sin lugar a dudas, reconocerá a la prensa francesa, la de espresso, la de goteo, la italiana y la de vacío al primer vistazo.

Así pues, en seguida de tan puntual categorización, apenas será posible comprender el verdadero lugar del Nescafé: peldaño último, patético, de la bien organizada jerarquía del gusto. Su único pecado es no tener consciencia de clase.

La historia nos disolverá…

El primero de abril de 1938 un suizo, que la historia no consigna pero de seguro existió, tuvo la feliz ocurrencia de comprar una de esas latas que se ofertaban como novedad. Ya instalado en su cocina, hirvió agua y añadió algunas cucharadas del polvo recién adquirido. Mientras conversaba con su mujer sobre la reciente compra dieron el primer sorbo a la primera y segunda taza, respectivamente, de Nescafé preparadas en el mundo. Ambos sonrieron ante la manera tan fácil y rápida de preparación. Sin duda, una más de las bondades de la técnica y el progreso, apuntaron.

Lo que busca es lo mismo que el imaginado cuadro; esto es, observar que tal brebaje alude en su propio nombre a su naturaleza espuria y, aun así, pese a lo contundente de esa obviedad, admitir cierta fascinación por ella. El Nescafé es una impostura que no deja de sorprender y seducir por sus atributos.

La idea de crear un café soluble vino de parte del Instituto Brasileiro do Café que, ante los enormes excedentes en las cosechas del país, encomendó a una empresa europea desarrollar el brebaje. Al parecer ya había algunos intentos para obtener el tan anhelado producto pero, según la historia que cuenta el emporio suizo, no eran realmente solubles y destacaban por su “horrible sabor”. Cuando por fin Nestlé logró la síntesis química, fruto de la laboriosidad de Herr Max Mortgenthaler, poco tiempo hubo de pasar para que la bebida fuera el emblema internacional de la compañía.

Tan grande fue su éxito que durante la II Guerra Mundial la producción entera de la planta estadounidense fue destinada a regalar a las tropas un momento de sosiego, un momento Nescafé. En Puerto Rico el músico Rafael Hernández, autor de las conocidas “Lamento borincano”, “Perfume de gardenias”y otras clásicas del repertorio arrabalero, escribió un jingle para hacerle promoción.

Yo tengo ya la tacita
Llenita de Nescafé
El café más sabrosito
Para mí y para usted.

Luis Aguilar, “El gallo giro”, y Germán Valdez, “Tintán”, fueron algunos de los que avalaron sin empacho: “Yo… Nescafé” tanto en televisión como en medios impresos. La publicidad que se le dio al producto en este país afirmaba, además, su consagración por parte del gusto mexicano. Frase contundente y saciada de verdad.

Una joven que acababa de soplar veinticuatro velitas en su más reciente cumpleaños llegó a México con la intención de pasar una breve temporada. Todavía no era la escritora de éxito que llegaría a ser en el futuro pero su obsesión literaria ya estaba bien definida en aquel año de 1945. Delgada, de cabello corto y con un rostro que todavía no expresaba la dureza y amargura de la última época de su vida, Patricia Highsmith garabateaba ideas de posibles tramas para cuentos o novelas a la misma velocidad que agotaba su cajetilla de cigarros e ingería taza tras taza de Nescafé. El producto había llegado a México hacía apenas tres años pero su popularidad ya era notable. Cuenta la autora que la bebida instantánea se consumía en casi todos lados. En su novela Un juego para los vivos, y que tiene como lugar de ambientación a este país, dice al respecto:

El café era bastante bueno, a pesar de ser mucho más fuerte que el café instantáneo norteamericano; pero aun así a Theodore le parecía extraño que un país que exportaba grandes cantidades de grano de café tomase casi sin excepción café instantáneo, que los mexicanos lo prefirieran incluso, y más aún, que pensaran tanto en él que los plateros hacían hermosos estuches alrededor de ordinarios frascos de café instantáneo, de tamaños variados, para que ocuparan su lugar entre los objetos de valor de las familias.

A Highsmith le asombra algo distinto a la calidad de la bebida. No tiene interés en hablar de gradaciones en las cuales el Nescafé resulta una pálida copia de una auténtica taza del elixir; lo que a ella le parece increíble es que un objeto de producción masiva se vuelva tan importante para la vida cotidiana. A sus ojos el Nescafé no amerita mayor atención salvo rescatar la ironía que conlleva beber café soluble en un país con la producción suficiente como para hacer grandes exportaciones de grano de alta calidad. Ese gesto inconcebible, absurdo, apela a la mitología injertada por la mercadotecnia pero, en mayor grado, al enamoramiento de las virtudes llegadas del exterior. Pareciera que el exotismo del café en polvo resultaba más seductor que el viejo procedimiento tradicional. En un periodo de grandes y modernas conquistas, precisamente en el alemanismo, la antigualla de tostar, moler y hervir granos, suponemos, era risible.

Acaso haya que recordar sus célebres relojes, sus útiles navajas y la reputación de sus bancos para comprender por qué Suiza tuvo la precisión para crear una marca reconocida mundialmente, así como una parduzca mina de oro.

El kitsch nuestro de cada día

Una taza de buen café, dicen los que saben, debe servirse bien caliente, sus características serán la amargura y la potencia de su concentración y nunca dejarse llevar por arrebatos en cuanto a la cantidad. El acróstico ayuda a la memoria y al incipiente gourmet: Caliente, Amargo, Fuerte y Escaso; también será útil para distinguirlo de su antónimo malvado, comercial y populista, que sin problemas puede beberse frío, añadirle azúcar, dejarlo más bien sin consistencia y servirse en grandes porciones.

El Nescafé es detestado por los exquisitos, injuriado por los bohemios y repulsivo para los sibaritas por su pretensión de bebida sofisticada en tanto que accesible para cualquiera, por su presumida alta calidad jamás reñida con lo bajo de su costo, por el publicitado refinamiento de sus notas olfativas siempre frescas en su barato, transparente y ubicuo tarro de vidrio. El Nescafé, como la dedicatoria de Nietzsche en su Zaratustra, es para todos y para nadie; eso es lo que desespera al connaisseur, puesto que desafía la categorización que él y sólo él puede establecer. Pero tras esa molesta impertinencia el experto se ríe con la autoridad que otorga el savoir-vivre. El Nescafé es una estética embaucadora, el opio con el que ustedes, pobres diablos, entibian sus miserables mañanas. O, en otras palabras, el Nescafé es una bebida kitsch.

Si seguimos el análisis de Umberto Eco podremos, sin dificultades, percibir que el Nescafé engaña al consumidor al presentarse como un acceso a las primorosas bondades de la buena mesa. Le vende la imagen de que de alguna forma es partícipe de las excelencias del gusto mediante un módico precio. El café soluble es una estrategia efectista, veraz y falaz al mismo tiempo, debido a que la rapidez en su preparación exime al habitué de complicados ritos a costa de renunciar a lo que realmente hace que una taza de café lo sea. La imagen sostenida por el letrero Ceci n’est (pas du) café es no sólo obvia sino precisa.

Junto a las figurillas de falsa cerámica, los relojes de pared que simulan estar hechos de madera, los ceniceros de plástico que fingen ser de cristal, las vajillas para microondas que aparentan el refinamiento de los Habsburgo, siempre podremos encontrar un tarro de Nescafé, unánime, indiferente, presuntuoso en nuestras casas. La estética kitsch es la del snob, ambos carecen de títulos nobiliarios y, sin embargo, se presentan ante la sociedad como si fueran fruto de los más sublimes y logrados refinamientos.

El encanto del momento Nescafé es precisamente su gozosa contradicción. Quizá tal disponibilidad apunte a lo más ínfimo de la escala del gusto y el bolsillo, pero no por eso deja de ser un refugio válido, cabal para resistir el día a día. Entre el orgulloso talante y la patente condición, el café instantáneo se sabe, aunque no lo diga, como la opción heroica, por disponible, para sobrellevar con dignidad el infortunio, la estrechez. En cualquier caso, habremos de preguntarnos, ¿quién de nosotros no tiene algo de kitsch?

Sobrevivir, envueltos en celofán

Después de la muerte de Charlie Parker, Julio Cortázar escribió una historia en la que es narrado el periplo de los últimos días de Johnny, un genial saxofonista de jazz, por Bruno, escritor y amigo del músico. La narración de “El perseguidor” comienza en el cuartucho desvencijado que Johnny y Dédée, su pareja, habitan en un hotel de la rue Lagrange. Ahí han citado a Bruno debido a que Johnny “estaba mal”. Lo que encuentra el escritor es un espectáculo sombrío. No obstante, en medio de la adversidad, Cortázar a través de Bruno observa un rastro de esperanza cuando dice:

Entonces Dédée ha dicho que iba a preparar unos nescafés. Me ha alegrado saber que por lo menos tienen una lata de nescafé. Siempre que una persona tiene una lata de nescafé me doy cuenta de que no está en la última miseria; todavía puede resistir un poco.

La tensión con la que se inicia la historia se relaja apenas Bruno ha sacado una botellita y todos han fumado un cigarro y bebido un par de tragos del café instantáneo con ron.

Posiblemente el Nescafé sea un mal necesario en el sentido de que su presencia en mucho aquieta los demonios de la incertidumbre. Resulta entrañable por su omnipresencia en el imaginario cultural. Nadie es ajeno a la marca y tampoco nadie puede presumir de no haberla paladeado en más de alguna ocasión. Es, aunque resulte una injuria para el sibarita, elemento del paisaje emotivo y salvaguarda de esa personalidad etiquetada que todos presumimos como original tras hacer las compras en el supermercado.

En un mundo donde todo se rige, incluso la identidad personal, a través del dinero, apenas si somos mercancías que se afianzan en la práctica recurrente del consumo de sí mismos. El celofán que nos protege es el mismo que aquel en el que vienen envueltas las abundantes maravillas del mercado que definen nuestra intimidad. En ese tenor, el Nescafé no es muy diferente a la más refinada de las marcas de café en el mundo, pues al final, sin importar su costo y procedencia, cumplen la misma función: otorgarnos una coherencia a partir de lo que consumimos. Cada prenda que nos adorna, cada gadget presumido, cada gusto y afición dicen algo de nosotros. De ahí que, por vergonzoso que parezca, frecuentar ciertas marcas es la manera obvia que el individuo moderno tiene de protegerse de los elementos naturales. El drama cotidiano de asumirse como irrepetible cuando todo indica que tal diferencia resulta vana es el verdadero ímpetu que nos empuja a estratificarnos en marcas y slogans. La disyuntiva es de sobra conocida. O se es Apple o Microsoft, Adidas o Nike, Coca o Pepsi, Azteca o Televisa, Starbucks o Nescafé. Escoge tu marca y sé feliz.

Quizá, a final de cuentas, como apunta Cortázar, mientras tengamos un simple y económico tarro de café instantáneo podremos aguantar un poco más la encarnizada lucha por no caer en la vacuidad de la indefinición y de paso, podremos evitar caídas más estrepitosas y humillantes en un tiempo en el que se nos identifica a través de la tarjeta de crédito y las cookies de nuestro navegador. Pues, aunque digamos y creamos lo contrario, no somos para nada distintos a los demás. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Noviembre 2011

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