Ciudad: Once años

La noticia apareció en las computadoras del diario como aviso digital. Cayó en el ánimo de todos como cubetazo de agua fría:

Debido a la restructura [sí, en los periódicos también se escribe mal, sobre todo en las áreas administrativas] y cambios que se ha venido dando en el periodico [paradójico, ¿no?], por este año no se llevara [se los juro] a cabo la fiesta del 11 vo aniversario. Sabemos que es una ocacion [sin comentarios] muy importante para todos, sin embargo este año no tendremos la oportunidad de celebrarlo. Agradecemos de antemano el tiempo y dedicacion [los acentos, se sabe, son para los débiles] que han brindado, para que este empresa [casto silencio] siga creciendo, y ahora este 08 de septiembre recordemos que gracias a el esfuerzo de todos se cumplira un año mas. [Aplausos.] Gracias por todo. Esperamos contar con su comprension [más y más aplausos] y apoyo, ya que todos somos parte de este cambio.

En la Redacción conocíamos de sobra la fórmula “comprension y apoyo”: la usaban para los pagos tardíos (la siempre lenta “dispersión de la nómina”), la entrega dos días —o tres o cuatro— después de los vales de despensa, el retraso de un mes en el depósito del fondo de ahorro, el pago siempre postergable a quienes cobraban por honorarios, el jineteo de las utilidades o el depósito del aguinaldo. Siempre que ellos hacían mal su trabajo nosotros debíamos brindar, incondicionalmente, “comprension y apoyo”.

Pero la cancelación de la fiesta de aniversario era demasiado.

Conforme avanzó el día el tema se fue haciendo de conocimiento general y la inconformidad fue en aumento. La escena se repetía cada que llegaba un editor, reportero o fotógrafo a su máquina: la encendía, tecleaba su nombre de usuario y contraseña, abría el navegador de internet y aparecía el aviso. La primera reacción —lo sé porque a mí me pasó— era leer de nuevo el aviso: no había manera de entenderlo a la primera por las faltas de ortografía. Luego seguía voltear con el compañero de al lado, constatar que era verdad y despotricar contra el departamento de Recursos Humanos (por la ortografía y por la noticia).

Al día siguiente no hubo novedades. La fiesta seguía cancelada y la sorpresa inicial cedía su lugar a la molestia. En los pizarrones de corcho, diseminados por la Redacción y otras áreas del periódico, comenzaron a aparecer mensajes anónimos con leyendas como “Primero las Utilidades, ¿ahora la Fiesta?” y otras que rayaban en el fanatismo —“Fiesta o Muerte”. Y había otras tantas que carecían de sentido —“La Fiesta para presidenta” o “Un Pueblo sin Fiesta es un Pueblo infeliz”.

A mí en realidad me tenía sin cuidado: en los años que tenía en el diario nunca había asistido a la fiesta de aniversario. Aunque, debo reconocer, este año sí tenía intención de hacerlo: gracias a la ya citada restructura ingresó a Comercialización una vendedora que había llamado mi atención y, ya se sabe, las fiestas de aniversario son un marco perfecto para intentar acercamientos de toda índole —baste decir que en ellas se gestaron tres matrimonios e iniciaron varios adulterios que no tiene caso reseñar. Con ese contexto, yo había ya planeado algunas estrategias, trabajo que ahora sería inútil.

Un día el auto del jefe de Recursos Humanos apareció con el parabrisas roto. Dentro, en el asiento del copiloto, reposaba una piedra gigante con una nota atada con masking tape: “¿Quieres saber quién fue? Pregúntale a la Fiesta”.

Para otros compañeros la cancelación de la fiesta tomó tintes de tragedia. Quintero lamentó que, si no había festejo, iba a dejar incompleta su colección de relojes (cada año rifaban cinco y, nadie sabía cómo, siempre se llevaba uno). Fernández, célebre por haberse llevado a la cama a las bellezas más extravagantes del diario, lamentó que, por primera vez desde la fundación del periódico, iba a pasar solo la noche del aniversario. Seimandi guardó silencio, pero todos sabíamos la causa de su desazón: la Fiesta era el marco para que lo pusieran de ejemplo ante todos: su preocupación por la ecología le había valido premios por aquí y por allá, los funcionarios le temían y la gente lo amaba. Cada año el director del diario le hacía un reconocimiento público y los demás aplaudían. Ésta sería la primera vez que el Reportero del Año no sería tal.

Conforme se aproximaba el mentado 08 de septiembre las cosas empeoraron. Un día el auto del jefe de Recursos Humanos apareció con el parabrisas roto. Dentro, en el asiento del copiloto, reposaba una piedra gigante con una nota atada con masking tape: “¿Quieres saber quién fue? Pregúntale a la Fiesta”. Al otro día la camioneta del titular de Comercialización apareció con las cuatro llantas tasajeadas y, en la de refacción, otra nota: “La Fiesta was here”. Los esfuerzos por interrogar a los vigilantes fueron en vano: dijeron no haber visto nada extraño antes o después de los hallazgos. (En su defensa hay que decir que cada año —sí: en la fiesta de aniversario— se les entregaba una despensa. La desaparición de esta prestación, parece, fue motivo suficiente para que no soltaran la sopa.)

Marianita, la asistente de Dirección, recibía a diario cuatro o cinco llamadas en las que amenazaban con granadear el diario. En resumen: el ambiente estaba tenso. (Calientito, dijo Cortés, el reportero de Sucesos.)

Tres días antes del fatídico 08 pasó lo que pasó: Marianita no llegó a trabajar. Después de diez años de llegar todos los días cinco minutos antes de su hora de entrada a todos les extrañó que dieran las 9:05 y la asistente no apareciera por la Redacción. A las once en punto una llamada entró al conmutador. Como siempre, Aída, la recepcionista, esperó a que Toñita, la jefa de Intendencia, le pasara el reporte con los chismes actualizados. Ocho timbrazos después dio entrada a la llamada. “Tenemos a Marianita. No queremos oro, no queremos plata. Lo único que queremos es la Fiesta. Tienen ocho horas para decidir: Fiesta o Marianita. No estamos jugando”. Cinco minutos después el director del diario nos daba la noticia y todos comenzamos a mirarnos con cara de sospechosos. (Yo, con la conciencia limpia, preferí observar de pies a cabeza a la chica de Comercialización. Mi conciencia sucia también echó un vistazo.)

A las siete de la tarde sonó el teléfono. Sólo timbró una vez: la mano que levantó el auricular no fue la de Aída, sino la del director. “¿Y bien?” “Queremos tiempo”. “¿Cuánto?” “Un día”. “Tienen hasta las dos de la tarde de mañana. De lo contrario, Marianita pagará”. Todos nos fuimos a casa con cara de sospechosos.

Al día siguiente, a la 1:58 de la tarde, todos rodeábamos al director. El teléfono sonó a las dos en punto. “Hablo por los boletos” “¿¡Qué!?” “Los boletos de la trivia” “Chinga a tu madre”. Otra llamada. “¿Y bien?” “Necesitamos más tiempo”. “Ya no hay tiempo”. El director palideció, volteó a vernos y dijo: “Se oyó un grito y se cortó la llamada”.

Temimos lo peor.

Y lo peor llegó a las cuatro y quince de la tarde: un sujeto no identificado ni identificable entregó un paquete en recepción y se fue. Iba dirigido al director. Era una cajita que dentro tenía una nota: “Este dedo quiere Fiesta”. El mandamás reconoció la falange, la falangina y la falangeta de Marianita (las había acariciado muchas veces y les había puesto un anillo) y rompió a llorar.

A las cinco se convocó a una junta de emergencia. El director imploró que se realizara la Fiesta. En Recursos Humanos argumentaron que sería un signo de debilidad y en Comercialización dijeron que preferían asumirse como débiles antes de que le pasara algo peor a la asistente de Dirección. (Porque, ya se sabe, las chicas con nueve dedos conservan cierto atractivo, pero las que tienen ocho o menos son más bien feítas.) Los de Finanzas, que en realidad eran los que tenían la decisión en sus manos, dijeron que para hacer la fiesta iba a ser necesario:

a) hacer un recorte de personal, o

b) eliminar los vales de despensa y los apoyos para gasolina. “Hagan lo que quieran, pero organicen la Fiesta”, murmuró el director con el rostro desencajado.

A las siete sonó el teléfono. “¿Siguieron el dedo?” “Habrá fiesta”. “Tendrán a Marianita después del primer baile”.

Y lo peor llegó a las cuatro y quince de la tarde: un sujeto no identificado ni identificable entregó un paquete en recepción y se fue. Iba dirigido al director. Era una cajita que dentro tenía una nota: “Este dedo quiere Fiesta”.

Así como había aparecido el mensaje anunciando la cancelación de la fiesta, el 07 apareció otro texto (atascadísimo de faltas de ortografía) donde se informaba que, como cada año, “el 08 de septiembre nos congregara para celebrar como lagran familia que somos”. Todas las áreas, excepto Redacción, se dedicaron a conseguir lo necesario para la Fiesta: se encargó cerveza, música y comida, se desempolvaron los relojes que había en la bodega, se mandó rotular la placa del Reportero del Año 2008. Yo, diligente, comencé a planear el asalto que terminaría en una noche monumental con La chica de Comer.

Al día siguiente, a las ocho de la noche, comenzó la fiesta. Se puso música ambiental, se destaparon las primeras cervezas y poco a poco comenzó a llenarse el salón. En cuanto el grupo versátil terminó la primera pieza, por una puerta apareció Marianita. Su aspecto y su ropa dejaban una cosa clara: secuestrada, lo que se dice secuestrada, no había estado. “Perdóneme, tuve que hacerlo”, le dijo al director cuando éste tomó sus manos para contarle los dedos y constatar que, efectivamente, tenía todas las falanges, las falanginas y las falangetas (y también el anillo) en su lugar. Una vez aclarada la falsa alarma, la fiesta tomó ritmo y se fue convirtiendo en aquelarre.

(De mesa en mesa se soltó el rumor, nunca confirmado del todo, pero tampoco descartado, de que todo había sido idea de Quintero y Seimandi —el primero para completar su colección; el segundo para recibir su placa.)

Ya con unas copas encima me armé de valor y decidí ir por la chica de Comercialización. Mi plan consistía en sacarla a bailar y, sin rodeos, invitarla a terminar la fiesta en algún lugar. Tardé casi media hora en dar con ella. Cuando por fin la encontré confirmé que estaba preciosa (y, tanto mejor, borracha). Estaba observándola —y tomando valor— cuando Fernández llegó por detrás, me dio una palmada en la espalda y me dijo, a gritos, en la oreja: “Ciudad once años; yo, once viejas”.

Me quedé viendo cómo se la llevaba.

Cuando los perdí de vista regresé sobre mis pasos y comencé a despedirme: mi mujer me esperaba en casa y, al día siguiente, había que llevar a los niños a la escuela. ®

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Publicado en: Enero 2012, Narrativa

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