Coco viene de otro mundo

Cómo ser una excepción y no morir en el intento

En 2012, unos meses después de salir en libertad tras quince años de entradas y salidas de comisarías y cárceles, Coco fundó una escuelita de fútbol en el Parque Italia. Hoy Coco es Javier Ruiz Díaz, empleado de la Secretaría de Niñez y Adolescencia de la Provincia de Santa Fe.

Coco y un pequeño amigo.

Coco viene de otro mundo.

Hace cinco años cargaba con una mirada dura, un par de dientes plateados que reemplazó ahora por respetables prótesis y el tono muscular de un cuerpo al ataque inminente de los achaques del encierro. Es que antes nos habíamos cruzado en la cárcel.

Yo era coordinadora de un taller de comunicación. Él no.

Y antes de eso jugaba a la muerte robando porque a sus once, un día al volver de la escuela, su mamá se había ido de su casa y se había llevado a sus hermanas.

Y a él no.

Y entonces Coco se fue a vivir a la calle con otros niños, para soportar el desamparo acompañado y perforar hasta el fondo el agujero de dolor que llegó al magma cuando mataron en medio de una balacera en el barrio a Romina, su hermana con síndrome de Down.

Y a él no.

El Parque Italia no tiene nada de italiano y casi nada de parque. Pocas suelas de zapatos lo han pisado y sin embargo casi todos los habitantes de Rosario pasaron por allí alguna vez. Al costado y desde abajo —como rozándole los talones— sólo se ve de paso una colina con algo de basura, pasto rudo y una escalera hundida en la tierra. Es un gran balcón sobre una barranca alta frente al puerto en el río Paraná, frente al Concejo Nacional de Investigaciones Científicas de Argentina, muy cerca de la Ciudad Universitaria. Su ubicación y su verde codiciable generan sospechas de estar frente a un tesoro aún no hallado por los mercenarios de la especulación inmobiliaria y tampoco por los vendedores de palomitas.

Google Maps lo explica todo en los únicas dos reseñas que alguien dejó alguna vez acerca del lugar: “El lugar es muy bueno, el problema es la villa de al lado” y “Lindo lugar, faltaría un móvil policial para más seguridad”. Tiene ocho manzanas de extensión, pasto reseco por las heladas de estación, algún que otro banco de hormigón y un caminito curvo de cemento que invita a pasearse entre los únicos seis aromos que deben ofrecer su sombra vaga en el verano junto a los techos de chapa refritante del barrio La Tablada.

No hay historia oficial ni relato ancestral del Parque Italia, apenas anuncios de reformas nunca concretados. También fue terreno de disputa por la instalación de un polo agroecológico que se viene pergeñando entre tires y aflojes de la comunidad italiano–rosarina desde hace ya más de quince años, cuando desterraron la villa o “el rancherío” lleno de pasillos interminables donde la policía no se atrevía a entrar, repleto de cumbia y de gente en las calles, de las que me habla Coco en su pequeño departamento, en La Tablada, el barrio que se hizo célebre por los narcos del nuevo milenio.

No hay historia oficial ni relato ancestral del Parque Italia, apenas anuncios de reformas nunca concretados. También fue terreno de disputa por la instalación de un polo agroecológico que se viene pergeñando entre tires y aflojes de la comunidad italiano–rosarina desde hace ya más de quince años, cuando desterraron la villa o “el rancherío” lleno de pasillos interminables donde la policía no se atrevía a entrar, repleto de cumbia y de gente en las calles.

La mesa y el sillón son de pallets. Los construyeron tres chicos del barrio en el taller productivo de Rancho Aparte, la esquina cultural creada y comandada por Coco, en las calles Esmeralda y Rueda. El departamento es diminuto, tiene treinta metros cuadrados en los que se distribuye un living, una cocina, una habitación y un baño.

Hay de todo: una computadora con música que varía entre Cerati, Charly García y la cumbia santafesina de Los Lirios que nunca se apaga, una frutera con bananas, una tela bordo que hace de cortina de una pequeña ventana que da a una vista interna, un cuadro de un collage rojo y negro con imágenes de niños golpeados en soledad y llorando y, un cuadro de fibrofácil tallado y pintado por él que dice Janet te amo. Debajo de la foto, dentro del mismo cuadro, un escudo de Rosario Central, el club de sus amores, una Hello Kity rosa al costado, y en el medio una foto de su hija de ocho años.

No vive con él. Tampoco Pía, de dos. Cada una con su respectiva madre. A Janet, su mamá se la prohíbe ver hace dos años. Janet quiere, Coco también, la Justicia tarda mucho y él ya aprendió a tener la infinita paciencia que sólo consiguen quienes tuvieron que esperar más de cinco navidades a que un juez decida firmar su libertad condicional.

Me pasa mate muy dulce y se ríe. Como siempre que se ríe. Hablando lo que dura la risa y carraspeando la voz mientras. Los dedos de las manos de Coco llaman la atención. Terminan en forma de pelota, como si sus falanges superiores estuvieran hinchadas y sus uñas se curvan hacia adentro, como siguiendo el recorrido de la punta de los dedos. Si bien los médicos sostienen que este fenómeno se vincula a la falta de hierro en el periodo de desarrollo, el caso de Coco es distinto.

Coco viene de otro mundo.

De camino al Parque Italia, que queda a cinco cuadras de su casa, Coco sigue hablando y haciendo muchos gestos con las manos, remarcando cosas que le gustaría que registre con atención. Transpira por la nuca, se acaba de sacar las dos rastas que tenía ahí detrás. Este verano viajó a Brasil de vacaciones, las primeras, primera vez en avión, se metió al mar, lloviznaba, le pesaban las rastas, acá hay algo que pesa, que está de más, pensó y se las cortó. Se sintió liviano por primera vez. La primera vez que no le pesaba nada, a los 34 años.

Los datos sí pesan. En la Argentina hay más de 250 cárceles en las que se alojan alrededor de 69 mil internos distribuidos en instituciones Federales y provinciales. El 95% proviene de contextos de alta vulnerabilidad social. De cien, 95 son personas jóvenes y provienen de la pobreza. De todas ellas, 40% se fue del hogar antes de cumplir los quince años.

La cárcel es un lugar in–mundo. Al entrar se huele carne hervida. Se hierve caracú en la cocina y se hierve vacío en los pabellones. He visto cientos de personas de un blanco mortecino, con labios violeta, con mejillas hundidas, de ojos opacos, bocas cosidas —literalmente cosidas con hilo—, brazos rayados de cicatrices y espaldas dobladas. Es imposible cargar erguido tanto peso: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) denuncia que “existen deficiencias estructurales en las construcciones con serias falencias edilicias, ausencia de garantías mínimas de seguridad, inexistencia de adecuada ventilación, luz natural, agua corriente, higiene y calefacción”. El Comité de las Naciones Unidas contra la Tortura realiza infinitas denuncias por casos de tortura en centros de detención, abuso policial, detenciones arbitrarias, trato inhumano, discriminación a inmigrantes, violencia de género y muerte. Trescientas ochenta y nueve muertes violentas —oficiales— y por enfermedad entre 2009 y 2017 y un aumento de 57% en el primer trimestre de 2017. Mucha muerte. Imposible cargar erguido tanta muerte.

En el pabellón B, celda 17, de la Unidad Penitenciaria No. 3, en la zona céntrica de Rosario, Coco vivía con Ramoncito. Venía de la cárcel de máxima seguridad de Piñero con pésima conducta. Había llegado hacía poco allí. Un día de visita, como todos los domingos, le traen de regalo pastillas y cocaína. Después de jugar a las cartas con sus compañeros de pabellón se acuesta a dormir y lo despierta un susurro a la voz de Te van a matar, te van a matar. Se levanta exaltado pensando que era un sueño pero sigue escuchándolo ya despierto. Tantea su faca al lado de la cama y se queda quieto, muy loco. Por la ventanita de la celda entra luz y justo proyecta directo sobre la Biblia de Ramoncito, que seguía durmiendo.

Venía de la cárcel de máxima seguridad de Piñero con pésima conducta. Había llegado hacía poco allí. Un día de visita, como todos los domingos, le traen de regalo pastillas y cocaína. Después de jugar a las cartas con sus compañeros de pabellón se acuesta a dormir y lo despierta un susurro a la voz de Te van a matar, te van a matar.

—¡¿Querés que lea?! —le gritaba a la luz—. ¡¿Querés que lea esto?! —y señalaba la Biblia que estaba abierta en Corintios 13.

Mirando hacia la luz que entra por la ventana del living del departamento diminuto me recita el pase de Corintios 13 de memoria. Es el que habla del si yo no tengo amor, yo nada soy.

—Ahí es cuando me dio interés por el amor. Yo no sabía lo que era eso. Yo podía tener un amor salvaje pero para mí eso fue entender que había un otro, saber que tenía que quererlo igual, que había una historia, que por eso reaccionamos como reaccionamos. Yo considero que me había vuelto una persona mala y quería dejar de serlo.

—¿Pero vos sos religioso?

—Soy un hombre de fe —se ríe mientras dice. A historia de película, respuesta cinematográfica redonda.

Que a pesar de la maldad, que era enojo, muchísimo enojo, igual, él siempre tuvo esa semilla de dar y que, incluso cuando era de los más ásperos delincuentes, volvía con un motín y le dejaba la mitad a alguien que estaba en la calle. Las casillas del barrio Ludueña, allí donde se alojan los más temidos del cemento rosarino, lo guardaban y comían asado cuando él llegaba. Su abuela tenía ropa nueva y su tía se proveía de lavandina, perfumina, trapo y mano de obra cada vez que Coco pasaba de visita. Y le creo. Coco no es demagogo, es más bien lo contrario. Un demagogo jamás hubiera podido construir lo que él construyó.

En el camino al Parque Italia lo saludan pibes que pasan en sus motos, otros que pasan caminando, volviendo de la escuela. Coco saluda con una mano, a los metros con la otra. Es una eminencia en Tablada, es un referente inapelable para los que habitan los límites de lo urbano, aquellos de los territorios de expulsión, aquellos que son lo que alguna vez Coco fue. Nos sentamos en un banco en el parque. Se acerca Pato, diesisiete años, hombros anchos, gorra y camiseta de River, mirada oscura, profunda y sonrisa linda, blanca, pícara, invitadora; que hoy a la noche festeja su cumpleaños, que va a haber pata y choripan, que tienen lugar para festejar hasta las 4 de la mañana y que Más vale que vengas, Coco. Lo dice mirándolo a él y al piso de manera intermitente.

—A mí siempre me ayudaron los pibes —dice Coco cuando él se va, los ojos fijos en piso que dejó mirado Pato.

A él lo ayudaron y al revés también.

En 2012, unos meses después de salir en libertad tras quince años de entradas y salidas de comisarías y cárceles de todo grado de seguridad, Coco fundó una escuelita de fútbol, ahí, en el Parque Italia, justo donde estamos sentados.

—Acá antes estaba lleno de ranchos y pasillos. Acá estuvo la primer cocina de cocaína de Rosario. Acá paraban ladrones de banco como Pucho, Tobicho y Patita, ese que mataron en el robo del banco de Ramallo. Yo era pendejo, les hacía los mandados.

La escuelita de futbol se atiborró de chicos, nuevos arcos, redes y pelota. Coco se levantaba a las 8 de la mañana en barrio Godoy en la zona oeste de Rosario, muy cerca del Instituto de Recuperación del Adolescente de Rosario, muy lejos del río Paraná y sus costas codiciadas, en una casilla sin ventanas que una tía le cedió apenas salió. Después dejaba su estela de simpatía socarrona por las panaderías y los kioscos del barrio a los que les mangueaba la merienda para los pibes y viajaba casi una hora en colectivo hasta el barrio La Sexta, muy cerca del río, y de las chapas refritantes de La Tablada. En un comedor comunitario, daba charlas consejeras a los que desayunaban ahi y luego partía, cargado con las donaciones, caminando a Parque Italia. Todos los sábados así. Los niños fueron cada vez más y le pedían más actividades, querían más Coco.

La escuelita de futbol se atiborró de chicos, nuevos arcos, redes y pelota. Coco se levantaba a las 8 de la mañana en barrio Godoy en la zona oeste de Rosario, muy cerca del Instituto de Recuperación del Adolescente de Rosario, muy lejos del río Paraná y sus costas codiciadas, en una casilla sin ventanas que una tía le cedió apenas salió.

El 32% de los detenidos condenados vuelve a la cárcel. Este dato surge de la suma de los reiterantes, los que reiteran el tipo de delito por el cual fueron condenados previamente (11%), los que reinciden nuevamente con otro delito (20%) y los reincidentes múltiples (1%). El cálculo se toma sobre la población de condenados, se excluyen las personas procesadas, que también son encarceladas. De cien, 32 vuelven a ese mundo. Nada invita a quedarse adentro pero lo hace mucho menos la zanja con cocodrilos que hay que saltar para salir sin rebotar. Hay un mundo mucho más inmundo afuera para muchos. Huele a ausencia de padre, a Estado insuficiente.

Hoy Coco es Javier Ruiz Díaz, empleado de la Secretaría de Niñez y Adolescencia de la Provincia de Santa Fe.

Después de haber sido acompañante terapéutico de niños, niñas y adolescentes en situación de calle, es jefe del equipo de crisis de la Secretaría de Niñez de la provincia de Santa Fe y trabaja junto con un equipo interdisciplinario tomando medidas excepcionales, interviniendo junto a jueces en situaciones en las que haya niños maltratados, abandonados, mal alimentados, abusados, vulnerados de sus derechos.

Los pibes del Parque Italia tienen una casa muy antigua que donó la tía de uno de ellos en la esquina de Rueda y Berutti. Junto con Yani y Milton, dos amigos y compañeros, creó ahí Rancho Aparte: un espacio en el que cincuenta niños y niñas y adolescentes del barrio La Tablada comparten todos los días apoyo escolar, ciclos de cine, talleres de construcción de cajones peruanos y un emprendimiento productivo de carpintería coordinado por un arquitecto donde construyen muebles con maderas recicladas.

—¡¿Coco?! Coco es un ídolo —dice Mario, en torso pequeño fuerte y desnudo, la cabeza rapada a los dos costados.

Coco lo buscó hace dos años por la puerta de su casa. Le tocó el timbre. Los pasaba a buscar así a todos para ir a jugar al futbol. Ahora aprendió a usar máquinas de carpintería. Después de quedarse callado pensando añade, como acordándose de algo

—¡Ah! También aprendí a estar con otros haciendo algo. Antes estaba con otros y no hacía nada. ¡La mala junta!

Hace calor al sol y es julio. Otra excepción de la naturaleza. Antes de dejar el parque hablamos un rato de Castaneda. Los momentos en que las conversaciones iluminan.

—Éste es mi Lugar de Poder, claro, sin dudas —confirma y se queda por fin en silencio, mirando el pasto.

—Ni pienso mostrarte lo que voy a escribir —le digo.

—No lo quiero ver, no me interesa —y arranca un pasto seco con la punta de sus dedos de chupetín.

Está seguro como un terrateniente. Ese pasto le pertenece igual que le pertenece la planta de soja a un chacarero que la arranca para especular sobre los próximos rindes. Pero no especula nada. Las urgencias no entienden nada de especulación. Este lugar le pertenece entero al niño Coco que bajaba a los subsuelos de la sede del infierno cuando no había canchita y también al de ahora, el heredero con bermudas de jean, suéter gris con pitucones marrones y ojos verdosos en los que se refleja el sol cuando encuentra ojos de los que aprendieron a vivir de una vez por todas. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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