Colleen

Scripps College, Claremont, CA. Marzo del 2004

1

© Alfred Cheney Johnston

Oscurece. La última paciente se ha ido. Francine se sirve un vaso grande de jugo de manzana, abundante en hielo. Sale al balcón y se tumba en un reclinable a permitir que la noche devuelva sentido a las cosas.

Transcurrido el primer día de terapias en el Scripps College de San Diego, Francine está exhausta. Respira hondo ante la sábana mercurial del lago y recapitula la acumulación de sucesos. “¿Será posible, la pobre Ketch H, tan fuerte ella…?” Al margen del prestigio que ha logrado en el campo de la psicoacústica, cuyo máximo fulgor es la “Cabeza Flotante” que otorga anualmente la Asociación Estadounidense de Psicología y que Francine ha ganado dos veces, aún se deja sorprender. Ha escrito ensayos que son referencia académica y se mueve con naturalidad en el medio, pero sabe que esto apenas empieza: entre las Señoras de la Ciencia, la psicología es una niña. Le atrapan los acertijos de la memoria, la túnica lechosa del rencor, el opúsculo infinito de los vínculos y los afectos. Por mucho que escucha, diagnostica y se esfuerza en no hacer propia la ingenuidad de sus alumnos ni la cicatrización de sus pacientes, siempre hay algo que la atrapa. “¿Cómo es que el cerebro forja e hilvana los sueños?”, se pregunta desde hace años, y sabe que el umbral de lo desconocido es grande. Dice a sus estudiantes: “Si pudiera viajar en el tiempo vendría a esta misma aula dentro de cuatro siglos”. La broma obedece a la fe inquebrantable de Francine en sus asombrosas teorías, como también a la dilatada escala temporal en que se inscriben los avances en el análisis científico del comportamiento humano. Para encontrar una piedra angular, un verdadero quiebre teórico, hay que atender a lo que se dice dentro y fuera de los medios especializados y, aun así, estar dispuesto a aguardar décadas. Dice a sus alumnos: “Dedicarse a la psicología conductual equivale a experimentar mucho, escribir más, leer aún más y tomárselo con calma a la hora de sacar conclusiones”. Algunos declinan y se matriculan en Facultades que ofrecen sobresaltos a corto plazo. Francine se mosquea con los investigadores que, movidos por la prisa, coquetean con viejos tratados de oniromancia, edulcoran sus tesis con falsa cohesión entre Neurología y Semiótica y releen con mañosa actitud el psicoanálisis más barato. Aun así, Ketch H devolvió a Francine al Día Uno, empapándola de espejismos y afiladas dudas. “¿Habré captado lo que Gabrielle M quiso decir?”, se pregunta Francine, recuperando viñetas del día. “Dijo ‘recién nacidos’, después dijo ‘veneno’ y ‘Cadillac’, ¿no es así?”

La primera sesión del día, unas ocho horas atrás, fue justamente la de Gabrielle.

Gabrielle M, 22, guía de turistas, asma, dos niños. Mimaba un breve y reluciente objeto, blindado en cromo, con el logo de Cadillac. “¿Cómo lo obtuviste?”, fue la pregunta. Gabriele M esgrimió una historia anómala. Juró a Francine (“No necesitas jurármelo: te creo”, dijo ella en principio) que el emblema de la cosmopolita automotriz envenenó al párroco y se tragó dos recién nacidos. “Júramelo”, quiso decir ahora Francine. Gabrielle M estremecía el tórax en bizarro equilibrio, y daba golpecitos de uña al logo de Cadillac. Las extremidades quebradizas, mal coyuntadas. Toda ella daba la impresión de ser una cacofonía viviente, un caño irritado. El rencor acometía su cotidianeidad como río de hormigas.

Desde la cámara de observación Cécile Schott escuchó el relato de Gabrielle M. Le pareció simpático poder relacionar a Cadillac con el delirio de una guía de turistas. Escribió su cuaderno, con letra endeble: Screech. Deseó tener a la mano el contrafagot, reír en un jardín, escuchar el álbum Hotel Hello de Gary Burton. Subrayó tres veces la palabra screech. Después la tachó y escribió en su lugar: Bycycle screeching. Pensó: si golpeo el logo de Cadillac con un címbalo seguro crearé un staccato limpio. Añadió a su lista: Ongoing staccatos, y más abajo, con determinación: Ongoing steel resonator.

El lago asemeja un limbo tenebroso.

El ronroneo del Orange Freeway llega hasta el balcón, fraguado, ya débil. La arboleda pretende ocultar el ronroneo de los motores, pero los autos están ahí, como una tenue notificación urbana. En todo caso, el ronroneo se divorcia del paisaje.

Francine da un profuso trago al jugo de manzana. Éste actúa en su paladar, supera la garganta y escudriña en las galeras gástricas de la terapeuta, en suave sinapsis. Ella se levanta. Se dirige al búngalo para servirse más jugo, que le encanta.

Francine ha aprendido a condonar, a dejar ir. Conmovida y todo, crea un talud, establece un recodo entre sí misma y los penosos expedientes que la ocupan. Sabe cuándo decir basta. Detecta si le mienten. Tiene un don para entrever si una mujer enrarece las circunstancias de su relato para canjearlo por una incapacidad médica o un bonche de ansiolíticos. Al final del día, cuando concluye una sesión o cierra una conferencia, al dar de alta a una de sus pacientes o turnarla a instancias clínicas, sabe que ha dado lo mejor de sí.

Su ego gana espacio. Francine no lo permite.

La pesadilla de Katch H la obliga a templar el ánimo.

Cierra los ojos e inhala una onza de aire puro.

El manto de la Reserva Puddingstone albergaría un jardín botánico y un pequeño zoo, calcula Francine. Un coctel de tinámbulas, pitos y conos jala su atención, recordándole las escapadas de cada viernes a Lac Daumesnil. Sin levantarse del reclinable, con media sonrisa, Francine voltea al interior del búngalo.

Ve una silueta de yeso, delineada en la penumbra del búngalo.

Ahí está Cécile.

2

Verla allí, verla así, metida en lo suyo, le parece adorable. Francine considera el rostro de su amiga Cécile un juego de diques. Un dique de serenidad entre el primor liviano de la mujer hispana y la belleza remota, volcánica de las escandinavas; otro dique, accidentado y nuclear, de aportes bochornosos, entre la línea helvética de los Schott y el perfil derogado de la veta provenzal en su ascendencia materna. En las facciones de Cécile se dan cita, además, nueces radiantes, cofres de arena, panteras tristes que renuncian a privilegios, derogan bravuras, enhebran cerámica y mármol. Francine sabe que toda Cécile Schott es una lentitud. También una ligereza: su juramento más profundo y leal lo dedicó a las páginas de Coventry, el cómic de Bill Willingham que ambas descubrieron en un tendero de Montmartre y que, para su frustración, duró tres tristes fascículos. Jamás lloró ante nadie: la única entidad capaz de extraerle pucheros fue un caudaloso tren que marginaba el horizonte en Mullhouse. Hasta donde Francine sabía, Cécile rechazó tres propuestas matrimoniales, dos contratos a gran escala —con Columbia y Warner, por menudas razones—, y la decisión a mayor plazo que tomó en la vida fue pincharse un tatú. Aun así, se admiran. Se extrañan. Se adoran. Cécile apacigua a Francine en sesiones de alta exigencia como la de ese miércoles en San Diego, lejos de su consultorio, lejos del estudio de grabación de Cécile, lejos de París.

La trabazón que las une, los taimados caminos por los que se buscan y se quieren, una veces riega la fraternidad, otras serpea al enamoramiento.

Cécile galvaniza el búngalo, en tibios recorridos.

El borde poligonal de sus brazos es tan franco, el hermetismo de los párpados tan profuso y entero, que uno podría asestar golpes de yunque, fincar carpas del circo en ellos, pensó Francine. No conoce mejor compañera de viaje: siempre que puede, la invita. Si nada se lo impide, Cécile acepta. También ocurre a la inversa: hace un año Colleen dio una gira de cuarenta días por Europa del Este y Asia Central, y fue Francine quien se dejó llevar.

Un sobrio pelícano sobrevuela el búngalo.

Francine subyace a los céfiros del lago.

Francine sabe que toda Cécile Schott es una lentitud. También una ligereza: su juramento más profundo y leal lo dedicó a las páginas de Coventry, el cómic de Bill Willingham que ambas descubrieron en un tendero de Montmartre y que, para su frustración, duró tres tristes fascículos. Jamás lloró ante nadie: la única entidad capaz de extraerle pucheros fue un caudaloso tren que marginaba el horizonte en Mullhouse.

El jugo de manzana está exquisito. Francine supera el velamen de las cortinas: le sorprende que Cécile no esté escuchando música. Ausente, un poco hosca, Cécile está hincada en un cojín, ante una pequeña mesa con objetos que Francine reconoció de inmediato: no tuvo inconveniente en que Cécile los utilizara para su dinámica creativa.

Tiliches de metal, cristal, hule, aluminio, caucho, plata y madera, dejados ahí por las pacientes que Francine entrevistó a lo largo del día. Hablar sobre sí mismas en torno a los objetos-fetiche y luego separarse de estos, dejarlos sobre la mesa, era sin duda un purgante, un gesto liberador. Francine cree en los efectos del distanciamiento, siempre que sea voluntario. Controlar el apego a un objeto favorece, por extensión, el control de las secuelas de un hecho traumático. Traer el objeto consigo y entregarlo a la terapeuta, abona a relativizar el daño, aligera la carga.

Cécile, por su parte, ve los objetos como entes acústicos y nada más. Le puede su textura; su densidad y espesor. No le incumbe si con ese desatornillador o ese florero alguien quebró una pecera o partió un cráneo. Está convencida de que cada cosa posee un rango de sonoridad amplísimo, aunque finito, y ella se afana en explorarlo.

Tiene a su disposición argollas, perchas, tazas, juguetes, harneros, gomas, chiflos, amuletos, broches y espolones. Unos horadados, otros cónicos; estriados, narigones o hendidos. Cada paciente expuso los motivos para traer el collar o la lámpara, el portavasos o el USB, la probeta o el trozo de cañería, y algunas se lo tomaron a pecho trayendo un montón de cosas. Sin mesura ni restricciones, en conmovedores turnos, Cécile dedica la noche a auscultarlos: colecta sonidos misceláneos, fogosos, lisos, picantes o níveos, en un acto totémico que la compromete en todas sus cordilleras, de costa a costa.

Francine no se explica cómo es que su amiga lo hace.

Cécile pilla recios vectores sonoros a lo que parece inerte e inanimado. ¿De dónde nace el rumor que Cécile funda en las caras de un dado? ¿Cómo despierta breves lamentos en un limón, lejanos chillidos de murciélago? Extrae delicados murmullos a una bolsa de té, peina un cable de licuadora que al roce de las cerdas cimbra exiguas notas, aflora zumbidos industriales en la helicoide de una libreta escolar. Cécile genera un ulular selvático en las páginas de una Atalaya. Desgaja una diadema, viola un silbato y precipita un rezongo convaleciente en los rojos pectorales de un T-Bone. En ocasiones, tras un tañido específico, Cécile queda hipnotizada, y lo repite. Da media vuelta y trae la flauta o el oboe que reposan en finos estuches, ponderando la gresca sonoridad del aluminio de unos anteojos o el chasquido neutro de la tapa de un plumón, al jardín audible del instrumento de viento.

Francine no la interrumpe. Entra en la cocina, abre el refrigerador. Toma el galón de jugo y vierte un formidable chorro. El vaso se broncea.

A las nueve de la mañana con veintiún minutos, la segunda paciente del día.

Margaret R, 55, operadora telefónica, divorciada, diabética, chilena, mapuche más que chilena. “Preferiría no haberlo visto”, comenzó su relato, asida a la voz afectuosa de Francine. Traía en sus manos un artilugio de defensa personal, del tamaño de un habano, chato de los extremos. “Es un kubotan, mire, lo usaba mi mamá, lo llevaba a todas partes, mi hermana y yo pensábamos que era un llavero hasta que nos quisieron asaltar ese día, tuvo que usarlo, se toma de aquí, ¡zas!, en un estacionamiento de Los Ángeles”. A través del cristal —traslúcido en la cámara de observación, opaco desde la sala de entrevistas— Cécile y los estudiantes dilataron el cuello en un intento por apreciar mejor el kubotan, que lucía simple y armónico, nada amenazante. Margaret R lo blandía con frialdad: al agitar el barrilete laminado, éste avivaba tiritas de cuero y parecía un murciélago muerto, un plátano alado y rígido. Más allá de la impresión de ver a su madre golpear fatalmente a quien pudo agredirlas, Margaret R describió el retumbo sonoro que se produjo al reventar el cráneo del pobre ladrón. “Como si usted tronara dos nueces o dos tortugas, una contra la otra”. Esto cachó la atención de Cécile: la compositora supuso que, con determinado énfasis, podría reproducir el encontronazo del kubotan en las clavijas del arpa y darle lisura hasta mutarlo, tal vez, en un bramido nocturno y ceremonial, como el que logró en “Long live mice in the Metro” de su primer álbum, Everyone alive wants answers.

3

© Roberto Kusterle

En diciembre pasado, cuando la Facultad de Psicología del Scripps College contactó a la doctora Francine Diel para fortalecer las prácticas de su Laboratorio de Psicología Conductual, ella pensó en Cécile. Supo que su amiga tenía libres marzo y abril, pues la agenda de presentaciones de Colleen está disponible en línea. Además, Cécile le había anticipado que no estaba lista para grabar y que le vendría excelente un viaje. Francine propuso que la acompañara a California. Entrar como observadora a las sesiones de Terapia de Follaje que llevaría a cabo en el Scripps. Cécile conocía el ejercicio, y aceptó. Las pacientes acuden a una entrevista de introspección y contrastan pasajes específicos de su vida, recreando escenarios, invocando sonidos. Es maravilloso lo que suele acontecer en eso que los estudiantes llaman “el ruidoso diván”, una variación multidisciplinaria de la antigua Cámara de Gesell.

Una chica que ha sido abusada, digamos, en un muelle, se presenta a la sesión con un trozo de ancla o un salvavidas cubierto de salitre. Bajo la tutela de Francine, que reproduce en ambiente controlado el chillido de la madera húmeda en el caucho o en el hierro oxidado, se disloca el hecho traumático y valiosos hilos brotan de ahí, útiles para que la paciente coteje su percepción, sujeta a murmurantes, vivos barandales. La hija de un minero, huérfana tras el trágico derrumbe de los túneles donde laboraba su padre, hallará consuelo, tal vez, si se reconcilia con el redoble natural de la tierra, la intención ciega de los minerales, la paz intrínseca de un terruño que, en leve secrecía, se desmorona bajo su pie de niña.

Ajena al devenir de las consultas y al margen de todo aspecto clínico, Cécile se siente privilegiada. Le viene guango el nexo vivencial que un sonido puede tener con la paciente, siempre que se le permita hurgar en las posibilidades plásticas y acústicas del objeto que lo produce, su carga evocativa y sonora. Se integró, pues, a los estudiantes que observaron el ejercicio. Un oído al timbre de las alicaídas voces, otro al cuaderno de hoja pautada que iba poblándose de anotaciones en tinta azul, al ritmo de un sereno y categórico talento.

A veces, la psicóloga y la artista debaten.

Francine defiende el interés crítico que su profesión aporta al tejido social. Los terapeutas en psicoacústica se ocupan en comprender (y ayudar a comprender) cómo vive un individuo a partir de cierto sonido.

Cécile replica que sí, que quizá. Pero que su oficio creativo viste y materializa el contexto del individuo, su experiencia sensorial, el capital simbólico con que se aproxima al sonido.

—Tú y tus ruidos —se mofa Francine.

—“No hay ruidos, todo son sonidos” —apunta Cécile, citando a Brian Eno.

Cécile cree en ello impávidamente, con una salvedad: si un sonido vale la pena para ser reproducido y grabado, ha de articularse según cierto código estético.

No cree en el estridentismo.

Ni en su hijo bastardo, el percepcionismo.

Tampoco cree en las tesis que hacen de Francine una celebridad a ambos lados del Atlántico. Le fascinan, en cambio, los casos que uno puede encontrar en la Terapia de Follaje, y las aportaciones, siempre reveladoras, que la psicoacústica inyecta en otros campos del conocimiento. Una de éstas, de especial impacto para Cécile, se la detalló Francine meses atrás, en el ardiente vestíbulo de una madraza, en Samarcanda, Uzbekistán.

Fue durante la gira Colleen 2003 – Ruta de la Seda.

Ese día Cécile tocó el clavicordio y la espineta en el patio de un colegio: la respuesta de los niños fue enriquecedora, de lo más cálida. Por la tarde se les ofreció una caravana por la ciudad, a lomo de dromedario. Mientras el guía empalagaba de folclor a un grupo de maestros y funcionarios de la Embajada, ellas se rezagaron, sumidas en una larga discusión, y bajaron del dromedario para lanzarse a las hamacas del vestíbulo. El par de dromedarios aguardó en el rayo del sol, con gesto franciscano.

Francine y Cécile empezaron por exaltar la generosidad del dromedario, el caballo y otras bestias de carga en el devenir de las culturas saharianas y árabes. Hasta caer, por vaporosos atajos, a una efusiva querella sobre la relación del hombre con los animales. Entonces, Francine compartió, de verdad emocionada, una hipótesis de la psicoacústica que venía al caso y que dejó a Cécile bailando en una pata.

Tenía que ver con aspectos generales de la Etología, y en particular con la conducta de los pingüinos barbijos. Ante el fracaso de los ornitólogos y los evolucionistas —explicó Francine— por explicar qué mueve a estas pequeñas aves a arremeter desde temprana edad en el rompiente de las olas, pese a que su alimento no se encuentra allí y a que el treinta por ciento sufre severos golpes, lesiones y fracturas, apareció Hermógenes Wcislo, teórico del comportamiento animal y la psicoacústica, para dar luz al fenómeno. Wcislo afirmaba que, lejos de intimidar a los pingüinos con el vigoroso estruendo del agua que truena en los riscos, el coctel acústico permea en su memoria como una especie de certeza gremial, de recurso social en condiciones adversas. A Cécile le hizo mucho sentido. Se preguntó, subida al tren de ideas, si aquello era análogo al escándalo de los tornos en los talleres mecánicos de París, que lejos de dispersar a las avispas, las convoca, las agrupa.

A la sombra del infinito mosaico lapislázuli que las guarecía, Francine añadió que lo de Wcislo no era especulación. Según evidencia experimental —gracias a complejas matrices e ingeniosos algoritmos, leídos con sentido común— nadar a velocidades vertiginosas en el torbellino favorece la adaptación en estos pingüinos, como en ninguna otra de las aves australes. Afinan el oído, bastante débil en pingüinos de otras latitudes. Administran el pánico. Se disputan jerarquías sexuales, en una prueba extrema de locomoción a espacios reducidos. En definitiva —según Wcislo, validado por Francine— la zambullida en el rompiente de las olas altera los códigos sociales de los pingüinos barbijos y les aporta un ápice de estoicismo que caldea su carácter ante amenazas de orden inferior, como vivir entre págalos y focas leopardo.

Ajena al devenir de las consultas y al margen de todo aspecto clínico, Cécile se siente privilegiada. Le viene guango el nexo vivencial que un sonido puede tener con la paciente, siempre que se le permita hurgar en las posibilidades plásticas y acústicas del objeto que lo produce, su carga evocativa y sonora. Se integró, pues, a los estudiantes que observaron el ejercicio.

Poseída por el hallazgo que contenían sus palabras, Francine pretendía enfatizar lo que un acto inocuo llega a pesar en la supervivencia de determinado grupo, llámese pingüinos barbijos, actores parisienses, banqueros turcos, párvulos de Uzbekistán. Pero Cécile no se trepó a los silogismos de Francine. ¿Remoción jerárquica? ¿Distrés respiratorio? ¿Miembros fantasma? Nada de eso: el relato proveyó a Cécile Schott de una resonante y vasta paleta que empezó a barajar para su próximo álbum. El furibundo canto del agua. El colérico choque de elementos. El quicio de las cascadas. La rabia ecuánime de los acantilados… Cuando salieron del vestíbulo y volvieron al lomo de los dromedarios, al laberíntico sinfín de las calzadas calientes, Francine cayó en cuenta de que su amiga solo escuchaba lo que le venía en gana y satirizaba el resto. Francine se ofendió, se lo dijo, y dejaron de hablarse un par de días.

Francine y Cécile se podían encarcelar; lapidarse a mordidas. Luego se les veía abrazadas, redimidas. Se ignoraban como reptiles. Enseguida se procuraban, viajaban juntas. Distintas en lo formal, magnetizadas en lo cardinal.

Francine vuelve al balcón.

Dedica un minuto en observarla: le maravilla que Cécile vacíe, con silbidos espurios, una medalla de bronce. Que despelleje la savia cantante de un cartucho de tóner y el fardo chispeante de un puño de canicas. Que haga lo propio con lengüetas de caña, con un garfio y un curricán. Que avive cumbres de sonido en la urbe yuxtapuesta de dos raquetas. Cécile hace gemir a un lápiz, rumiar a un queso, piar a un espárrago. Acierta el talante ceremonioso de una chapa, despierta a un zipper. Promulga voces en la suela de un chapín. Revela la dignidad de un cinto.

Los objetos vibran, roncan, hipan, farfullan y tintinean a merced de Cécile con religiosa abdicación. Ella los soba, los estruja, los sondea. Quiso Cécile recuperar el libro ilustrado de Yves Tanguy que prestó a una cajera del banco, bañarse en una tina, desplegar el Selected Ambient Works II, de Aphex Twin. Cécile frota y palpa. Engarza un objeto a la concavidad de otro, y magulla éste. Oprime la flacidez de uno; perturba otro.

No se da abasto.

Lija, aprisiona, aísla, estremece, toca, arroja, colisiona. Se vale de caricias, de ciscos, de golpes súbitos. Envites de voluble caída, obscenos empellones, guamazos de áspero calibre, besos de móvil intención.

Tras cada maniobra, los objetos viven.

De la mesa emanan siseos, crujidos, vicios y eufonías que Cécile conjuga, exprime, afilia y atesora. Algunos fecundarán en la hoja pautada, parlantes como pájaros, en fiesta de claves y corcheas.

4

El Decano del Scripps College ordenó acondicionar el búngalo de la generosa Reserva Puddingstone. Era la primera ocasión en el sur de California que iba a documentarse una sesión de Terapia de Follaje. Esto despertó una expectativa inusual en el Consejo Técnico de la facultad, y los recursos no se hicieron esperar. Se habilitaron dos estancias con mobiliario sencillo y moderno, ideales para que Francine entrevistara a mujeres de 21 a 59 años. En cada estancia había un cristal adyacente, tras el que se ubicó una sala de observación para que los estudiantes tomaran notas y aprovecharan el expertise de la famosa terapeuta.

¿De dónde salió el puñal que Cécile sostiene en sus manos? Una sucesión de campaneos acompaña esta visión. El humor de Francine cambia violentamente. Ahora que recuerda, una de las pacientes (¿Helen V?, ¿Lizza B?, ¿Margaret R?) mencionó un intento de suicidio con una especie de daga, pero cuando Francine le preguntó si lo traía consigo ella respondió que no.

Dos requisitos demandó Francine para aceptar el viaje. Que se le proveyera una locación natural (el búngalo era magnífico, en verdad soñado) y que su amiga, la compositora Cécile Schott, pudiera unirse a los observadores. En la víspera añadió una petición final, también aceptada. Que se permitiera a las pacientes traer a la sesión objetos relacionados físicamente con el caso. El Decano quiso persuadir a Francine hasta donde pudo, pero la francesa no cedió. El Decano compuso entonces una advertencia razonable: “Se pide a los participantes seleccionar cosas pequeñas y manejables, que no comprometan la seguridad del sujeto ni del personal del colegio. No armas, no estupefacientes, no animales, no objetos punzocortantes, sin excepción”. Rubricaron el contrato.

“¿Entonces, qué diablos…?”

En el marco de la puerta Francine se estremece.

¿De dónde salió el puñal que Cécile sostiene en sus manos? Una sucesión de campaneos acompaña esta visión. El humor de Francine cambia violentamente. Ahora que recuerda, una de las pacientes (¿Helen V?, ¿Lizza B?, ¿Margaret R?) mencionó un intento de suicidio con una especie de daga, pero cuando Francine le preguntó si lo traía consigo ella respondió que no. De lo contrario, la propia Francine o alguna de las supervisoras del Scripps la habrían sacado de ahí.

Francine se aproxima a Cécile, hasta quedar a un metro.

Afina la visión, y se tranquiliza.

En efecto, es un arma blanca. Pero no pertenece a las pacientes. Es el kiliç otomano que Cécile compró el año pasado en un mercado de Antakya, al sur de Turquía.

—Oh… Me asustaste, Emmy.

—Lo supuse. Mira, ¿te recuerdas? No me canso de verlo. Es hermoso.

Francine suele llamarle Emmy cuando viajan juntas. Un guiño devoto e íntimo que acrisola aspiraciones, cosas dichas, experiencias nebulosas. Era una referencia tácita al amor de Katchoo hacia Emma en Strangers in Paradise, el cómic de Terry Moore que tanto les gusta y cuyos reveses han seguido durante años.

—Muy bonito, ¡ey, espera! No lo subas tanto —apunta Francine, sentándose al lado de Cécile que cubre el kiliç con un mantel—. Mejor lo guardamos.

Cécile asiente y deposita el kiliç en el estuche de la flauta, con devoción autista. Le duele tener que guardarlo: antes de perderse de vista, el kiliç espejea su formidable estatura, que Francine analiza con el interés de un fabricante. El doblez de la hoja le recuerda accidentado perímetro de Croacia que se vio obligada a memorizar durante la gira. El mango se quiebra al norte, según el río Drava. El único diente asoma por debajo, al suroeste, como la ciudad de Lika.

—Si fueras mi paciente, traerías el cuchillo, ¿verdad?

—No es un cuchillo, Santy —la corrige Cécile.

Cécile la nombra Santy cuando viajan juntas. Un guiño bravío a “You are in a bad way” de Saint Etienne, el himno generacional que, según ambas, captura como ningún otro el Sí afectivo, la amistad en horas bajas, el amor cabezudo.

Francine sale al intemperie con un poco de bronca.

El agua devuelve furtivos matices que trasladan a Francine, en súbita asociación, al sempiterno detalle de los platos damasquinados que tanto admiró en el mercado de Antakya y no se atrevió a comprar.

5

Francine desvanece la tensión muscular en el reclinable. Casi escucha las estrellas.

Helen V, Betts D, Elizabeth M, Joan W, entre otras.

La última fue Katch H.

© Jan Svankmajer

Francine recordó el ánimo atomizado de la chica al despedirse de ella y abandonar el búngalo. La acompañó hasta su auto. Al entregarle la dura prescripción médica, que incluía un pase para el Centro de Psiquiatría, tuvo que abrazarla. Fue una pena verla partir: Katch H acudió a la entrevista sin un alma que la reconfortara. Surcó el estacionamiento hasta el lacónico Corolla doble plaza, a paso autómata, rascándose el cuello.

Ketch H, 36, educadora, campeona de canotaje, aprendiz de tango, bloguera. Víctima de pesadillas recurrentes, no identificaba el origen de tamaña desolación, por lo que acude a toda clase de sortilegios, sesiones de purificación, gargarismos, terapias, sin perder la fe. Soñaba con un bosque de cepillos que ululan antífonas a coro: bocas oscuras, sanguinolentas. La propia Ketch H creía que podía deberse a la pulcritud exacerbada de su familia, y Francine no la contradijo. Soñaba con un elevador de cartón, forrado por líneas de excremento que iban y venían conforme éste accedía a determinado nivel, en edificios de cera. Esto lo atribuyó al rol tutelar de su formación, a la tendencia a inmiscuirse en la vida de los demás; pedagoga al fin. Soñaba también con una ciudad ambigua y movediza donde ella aparecía en un salón e interrumpía una fiesta, con un globo desinflado en la mano. Los asistentes a la fiesta se decepcionaban al verla y Katch H recorría el salón, escuchando el nombre de su mascota, ecos de dulce oscilación.

Nada que Francine hubiera escuchado antes, pero tampoco era para alarmarse.

Tras la tercera pesadilla —dicha con palabras sensatas, bien sembradas— Francine supuso que Ketch H había terminado, y montada en el cascarón impersonal del oficio, se dispuso a despedirla, esperando que la paciente diera cerrojazo al relato.

Francine se equivocó.

Soltó la tensión de la jornada, dispuesta a descansar en cuanto Ketch H abandonara el búngalo. Más aún, no pudo evitar decirse que lo que Ketch H necesitaba era, además de vacaciones y cápsulas de Centrum, una garrafal asamblea de sexo al aire libre.

Estuvo a punto de reír: se restregó la nariz, carraspeó, sonrió.

Por mero protocolo, dejó en claro a Ketch H que los sueños son sueños. “¿Eso crees? ¿De verdad es eso lo que crees?”, se preguntaba ahora, en el reclinable, acechada por un terco mosquito. Recomendó a Ketch H leer el Daozang y le compartió una receta para el té con almíbar de mandarina, como “tips de amiga” para paliar el insomnio. El día fue largo, muy largo. Francine quería terminar.

De pronto, Ketch H encorvó cinco grados la espina dorsal.

Al interior de la Cámara, Cécile dejó de respirar unos segundos. Las pupilas cristalizadas de Ketch H asemejaban capullos en eclosión. “Espera, Santee, ¿no te das cuenta?”, pensó Cécile, inquieta por la distracción de su amiga. Ketch H cambió sus facciones con una severa contusión, un batacazo incorpóreo. Francine entrevió el pavor pendular que atenazaba a su paciente y se dio cuenta de que la soltó antes de lo previsto, dejándola indefensa. “¿Ketch?” Intentó asirla de nuevo, ofrecerle un sostén, sacarla del esputo que la atormentaba. “¿Quieres hablar, quieres decirme algo?” Desde el resquicio ocular de aquella formación rocosa, emanó una ciega pizca de sal en busca del Polo, y fue tragada por la alfombra.

Ketch H abrió su bolso.

Sacó de éste una muñeca sucia, mostrándola brutalmente.

Y narró a la terapeuta su condena, con santa franqueza.

Francine la escuchó desde un lecho sórdido; quería releer a Jung, volcarse al Taoísmo, besar a Neil Gaiman. Cécile concibió una alteración para las versiones en vivo de “In the train with no lights” y “Ritournelle”.

Tras la tercera pesadilla —dicha con palabras sensatas, bien sembradas— Francine supuso que Ketch H había terminado, y montada en el cascarón impersonal del oficio, se dispuso a despedirla, esperando que la paciente diera cerrojazo al relato.

Ketch H, que no tenía hijos, se sueña como una madre perseguida por la ley, en una ciudad remota y masticada, de ambiente abrasador. Era una secuencia funesta. Se le acusa de mutilar a su única hija. Ella no está segura de haberlo hecho, pero tampoco se atreve a negarlo. Se le procesa en el congelador de una carnicería, bajo un canal del que penden centenares de liebres desnudas que lamentan indecibles tormentos. Tras un ruidajo, una de ellas lee el veredicto. Ketch H evita la prisión, mas no en el quirófano. Según explicó Ketch H a Francine con claridad digital, el sueño suele terminar a esa altura. Excepto en las noches de ovulación, en que se aplica la sentencia.

Las liebres la someten a una violenta cirugía, insertándole el brazo de su hija al pecho como evidencia pública del crimen.

Al describir el brazo —ajeno, peregrino— Ketch H levantó la cabeza, la ladeó, incómoda. Sostenía la muñeca sucia ante Francine, con muecas chocantes. A raíz de ello, le era imposible utilizar mascadas, bufandas y blusas con cuello. Le afligía un halo de terror; de confusión y asco. El brazo remiso de su hija incorpórea le daba febriles pellizcos, renuentes muestras de cariño, caricias de desprecio, aturdidos dedazos, mudas bofetadas. Katch H se empeñaba en rutinas que lejos de sosegarla la ceñían al mismo, incesante y lacrimoso infierno.

Cuando Francine y Cécile quedaron solas, el silencio las separó. El fantasma de Katch H anegó el búngalo: querían desprenderse de su efecto, querían desinfectar.

Francine eligió el balcón, la noche californiana, el jugo de manzana.

Cécile se encerró en el sanitario por media hora. Las pesadillas de Ketch H permeaban su sentido de la convivencia, del tiempo, de la música misma. Se lavó la cara repetidas veces; una vez entera, fue a la sala y comenzó a reunir los objetos sonoros en la mesa.

6

Esa noche, ya en la cama, Cécile recordó el pleito que tuvieron poco después de conocerse, en el Collège Marcel Roby. Tenían trece años. Francine la había invitado a su casa. Discutieron ante el padre de ésta por un incidente con el alimento para gatos. Privar al gato de una lata que Francine vació en el río para convertirla en estuche de cosméticos no era un crimen. Pero, por motivos que se diluyeron con el tiempo y ahora no lograba evocar, Cécile se trasladó hasta la oficina del padre de Francine (era el prefecto de la escuela) para delatarla. El lío creció, se complicó y acabó mal para Francine; su padre le prohibió salir durante varias semanas y con ello se perdió un quimérico Baile Dorado al que asistieron todas sus amigas. Esa misma tarde, Francine se las ingenió para que se vieran en el Salón de Música, donde la enfrentó, le escupió y la derribó. Cuerpo a cuerpo, la grácil anatomía de Cécile siempre fue una desventaja. Francine le ató ambas manos, la amordazó con una calceta y la cargó como pudo.

Enumerando alevosos motivos, Francine metió a su amiga en la caja de resonancia de un piano Fazioli. La actividad escolar se concentraba en otra ala del edificio, así que la pequeña Cécile Schott imploró ayuda y lloró de fragilidad e impotencia durante cinco horas.

Cécile trató de dormir; no lo consiguió. El trance autoritario de su amiga, la oscuridad impuesta en aquel boscaje quebradizo de espigas de fieltro, macillos de piano y travesaños de marfil aún calabaceaban en su interior.

Giró veintiséis veces en la cama.

A medianoche se enderezó con un ahogo ardiente. Quería afinar su guitarra clásica, llorar a cielo abierto, escuchar a Van Morrison. ®

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Publicado en: Agosto 2011, Narrativa

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