¿Por qué el paso del tiempo le da status a las cosas que en su momento fueron despreciadas? Y más importante, ¿por qué la comedia es tan despreciada en el momento en que se hace y elevada a los olimpos cuando ha pasado mucho tiempo?
Consulte usted a cualquier crítico de cine con ínfulas intelectuales y vea qué piensa sobre —digamos— las películas de Jim Carrey. Es seguro que las despache con frases del tipo: “Jim Carrey hace otra película sostenida en un guión predecible escrito para el lucimiento de su protagonista, quien se dedica a hacer chistes escatológicos y a regalarnos su desgastado repertorio de morisquetas que tanto hemos visto en sus anteriores películas”. Luego, busque lo que ese mismo crítico piensa sobre las películas de —digamos— Cantinflas. Es seguro que las ensalce más o menos así: “El cine de Cantinflas es el reflejo de una larga tradición en la comedia, donde el chiste se usa para realizar un aguda crítica social que, lamentablemente, se mantiene vigente hoy en día”. Ahora suplante usted el nombre de Jim Carrey por el de cualquier otro representante de la comedia en el cine contemporáneo (Ben Stiller, Jack Black, Adam Sandler) y el de Cantinflas por el de cualquier otro representante de la comedia clásica (Ramón Valdez, Charles Chaplin, Buster Keaton) y el resultado será el mismo.
Siempre me ha fascinado eso. ¿Por qué el paso del tiempo le da status a las cosas que en su momento fueron despreciadas? Y más importante, ¿por qué la comedia es tan despreciada en el momento en que se hace y elevada a los olimpos cuando ha pasado mucho tiempo?
La primera razón pudiera ser el complejo de culpa que nos da la risa, sobre todo cuando viene ligada al arte. Hay un cierto pensamiento según el cual el arte no debe ser gracioso ni entretenido. Se trata, obviamente, de ignorancia. Porque el cine nació como documental con Salida de los obreros de la fábrica y La llegada del tren (1895, hermanos Lumière), pero casi de inmediato, cuando los hermanos Lumière quisieron contar su primera historia y hacer algo más que filmar lo que veían, realizaron El regador regado, la primera película de ficción de la historia y también la primera comedia. Luego vino Méliès y el cine se convirtió en fantasía, en magia e imaginación para un público que nada tenía de intelectual. Por el contrario, los primeros espectadores del cine fueron personas incultas que iban a ferias y circos, al igual que los espectadores de las obras de Shakeapeare no fueron los miembros de la realeza (quienes ordenaban funciones privadas de sus obras), sino personas salidas de las tabernas, obreros y campesinos.
La segunda, una vieja tendencia en los canonizadores del arte: atacar aquello que no se comprende para luego, cuando todos lo han comprendido, endiosarlo y drenar culpas convirtiéndose en sus cultores. Y no en cultores cualquiera, sino en unos cultores arrogantes y sectarios. Así fue como el jazz pasó de las calles de Nueva Orleans a los salones de gente “entendida”, que miran con la naricita levantada a todo aquel que no presuma su amplio conocimiento del género. Es la gente que no puede acercarse a algo si no tiene la etiqueta “clásico” pegada en alguna parte. Es algo parecido al pensamiento converso, y como saben, los conversos son gente muy fastidiosa.
La tercera, un cierto espíritu de la época que confunde seriedad con amargura, arte con impostura, pose con personalidad, cita con conocimiento, compromiso social con abusar del dolor ajeno para fingir una conciencia que no se tiene. Es el gatoporliebrismo, que afecta a aquellos que ven cine de crítica social en una vaina horrible como Crash (2004, Paul Haggis) y no en una maravilla como Fun with Dick and Jane (2005, Dean Parisot).
Y la cuarta, tal vez una consecuencia de la primera: el paso del tiempo nos libera de nuestros complejos pero al mismo tiempo nos hace justificarlos. Me explico: hay una edad en la que se asume sin rubor lo que uno hacía a escondidas, ya a los treinta años a la gente no le avergüenza confesar que en su adolescencia escuchaban a Franco de Vita y no a Radiohead cuando estaban tristes. Esa confesión debería ser un acto de liberación, un sinceramiento con nosotros mismos, con las risas de nuestro pasado y nuestros recuerdos; sin embargo, casi siempre solemos justificar la confesión con un nuevo complejo, algo como “Sí, me gustaba, pero es que hay que admitir que Franco de Vita es tremendo compositor, no como los baladista de ahora que son una mierda”.
Es probable que dentro de unos treinta años las comedias de Ben Stiller se conviertan en clásicos. La gente levantará la naricita para decirnos que Zoolander y Tropic Thunder son dos sátiras absolutamente geniales de la moda y el cine, y dirán que las comedias actuales (de la actualidad de ellos) son una mierda. Y seguramente a Stiller les dan el Oscar honorífico, ya que es poco probable que lo ganen de aquí a allá. A mí me parece importante disfrutar de sus películas ahorita, aunque a uno lo miren feo por eso. ®
H
Tu postura e idea principal queda muy clara desde el primer párrafo, para que lo demas? No entiendo por que tanta fijación.
Héctor
De acuerdo con el autor, existen comedias que detrás de todo su estilo escatológico, vulgar, guarro y demás, tienen ciertos guiños a criticar formas de vida, de pensar y demás cosas. Debo confesar que me declaro una persona que ve cine tanto comercial como del llamado de arte, y disfruto ambos. Y hablando de comedias, disfruto el cine de Judd Apatow (de quien en otro número ya se habló aquí), de Ben Stiller, el odiado y amado Will Ferrel, Seth Rogen, JAck Black y demás cómicos de la nueva y vieja escuela (por vieja me refiero a la década de los 90).