¿Cómo deben ser los libros para niños?

Doble moral y censura en la edición de literatura infantil

La industria editorial infantil se está erigiendo en un juez tiránico y poco preparado porque no aceptan publicar historias bien estructuradas ni inteligentes; porque la inteligencia está prohibida, no está de moda ni es políticamente correcta.

Los elefantes y las elefantas hacen pipí y popó.

Quizá algunos de mis lectores sepan que además de escribir poesía, novela y artículos periodísticos también he incursionado en el mundo de la literatura infantil y juvenil, o LIJ, como algunos la llaman hoy en día.

Comencé a hacerlo cuando unos amigos me dijeron que significaba una buena entrada de ingresos por regalías, ya que el desarrollo y la proyección de la LIJ se auguraba en aumento. Además, por supuesto, porque escribir para niños resultaba una actividad muy satisfactoria. Quizá muchos de mis amigos que escriben para los pequeños no estarán de acuerdo conmigo y con las ideas que planteo aquí, pero sólo quiero compartir lo que han sido mis experiencias, y quizás algunos se identifiquen con ellas.

Efectivamente, el crecimiento de las ventas en literatura infantil ha crecido exponencialmente, sobre todo en comparación con la literatura para adultos, principalmente desde finales de los años noventa, con el éxito inusitado de la saga de J. K. Rowling, Harry Potter; existe una especie de boom en el mercado editorial para pequeños. Por esa razón empecé a escribir historias para niños sin tener realmente ninguna guía de qué haría ni a dónde quería llegar y, por supuesto, sin tener la más peregrina idea de qué querían las editoriales.

Cuando empecé a escribir no tenía idea de la extensión que se esperaba de una historia, los temas o la forma de tratarlos. Envié mi primera novela a varias editoriales y me dijeron que estaban buscando historias lúdicas”. Me costó un poco de trabajo entender de qué se trataba eso hasta que empecé a fijarme en los títulos de los libros, que eran algo así como “El hipopótamo volador” y el elefante que hacía popó. Hay un libro que es una traducción de un autor extranjero del que no recuerdo su nombre pero, literalmente, describe cuánta popó hacía el elefante, la cual va creciendo en las ilustraciones y aumentando página tras página, sin el menor diálogo o historia. Se tenía la idea de que a los niños les encantaba lo escatológico y había que hablar de pedos, mocos y caca.

Yo tenía un hijo pequeño en ese entonces al que no le gustaban esas historias, y sobra decir que a mí tampoco. En realidad batallaba mucho tratando de encontrar historias que fueran estructuradas, inteligentes y que dijeran algo más que caca y pedos. Empecé a comprar a los clásicos: cuentos de Kipling, Verne, Salgari y otros, y sentí que debía escribir algo yo, finalmente soy escritora, ¿o no? Pero, oh, ingenuidad, no estaba preparada para enfrentarme al difícil mundo de las editoriales infantiles.

Esas entidades son las meras chipocludas para saber y decir qué se publica, qué no se publica y por qué. Y debo confesar que nunca he sido la más ducha para sacar la antena y entender qué es lo que quieren las editoriales infantiles. Lo que sí es evidente, y lo he ido entendiendo con el tiempo, es que buscan lo mismo que las demás editoriales, las grandes, las de todo tipo de publicaciones: vender y obtener abultadas ganancias. Y según mi experiencia —aunque haya, por supuesto, diferentes criterios según cada una y su línea— se guían un poco por modas, por ideas prefijadas o por ideologías preestablecidas.

A mis historias les ponían muchos peros: que las historias eran complicadas, que tenían “mucha información”, que a los niños no les iba a gustar, que no era creíble que los personajes tuvieran esa edad, que las historias de aventuras estaban out, que ahora está de moda el fantasy, en fin.

A la fecha he escrito cinco novelas infantiles y juveniles, de las cuales dos se han publicado en México, una en Colombia y la otra se publicará el próximo año también en aquel país; la otra permanece inédita. La verdad es que he pensado muy seriamente en dejar de escribir para niños porque conseguir su publicación ha sido más complicado para mí y más azaroso que mis novelas para adultos. Al menos en mi caso, escribir una novela infantil o juvenil implica casi tanto trabajo como escribir otro tipo de novela, pues trato de hacerlo con toda seriedad ya que respeto mucho al público infantil. Quizá no sea tan larga, quizá la exigencia del lenguaje sea menor, pero no lo es el pensar la historia, escribirla, investigar, estructurarla, entramarla y cuidar el menor de los detalles. Y esto podrá constatarlo Alberto Chimal, quien fue mi maestro en unas clases magistrales de literatura infantil. Cualquier historia, independientemente de a cuál público está dirigido, conlleva el mismo trabajo y cuidado.

Una historia de ese tipo puede llevar más de un año para terminarla y, para colmo, en algunas editoriales —ahora sé que no todas, pero en muchas sí— ni siquiera nos pagan el 10% de regalías, sino que dividen ese porcentaje entre el ilustrador y el escritor, siendo que de manera uniforme debería pagarse al escritor ese mínimo porcentaje por cualquier producto salido de su mano, además de que ese porcentaje algunas lo hacen sobre el precio neto y no el de venta…

A mis historias les ponían muchos peros: que las historias eran complicadas, que tenían “mucha información”, que a los niños no les iba a gustar, que no era creíble que los personajes tuvieran esa edad, que las historias de aventuras estaban out, que ahora está de moda el fantasy…

Las dos novelas infantiles que he publicado en México son El perfume de la faraona y El ajedrez de Natsuki. Después de muchos contratiempos salieron y la primera, que es una historia de aventuras que se desarrolla en Francia y en Egipto, lleva ya cuatro reimpresiones; la segunda también tiene éxito de ventas y está en un programa de bibliotecas en Guadalajara. La otra, publicada en Colombia y que trata de una aventura sobre las identidades de Shakespeare, también ha sido un éxito de ventas allá. En México me dijeron sobre ésta, en una editorial de la que no diré el nombre, que no es una historia adecuada para niños. ¡Es una historia para adultos! ¡Me sugirieron que la metiera como novela de adultos! En Colombia los niños la adoran y hasta la fecha no he sabido de ninguno que se queje de ninguna dificultad intelectual; no considero que los niños mexicanos sean menos inteligentes que los niños colombianos. En otras editoriales me han dicho que tiene demasiada información. A lo que yo pregunto: ¿Cuánta es mucha información? ¿Quién dicta qué leen los niños y con qué autoridad? ¿Por qué demeritan la inteligencia de los niños? Cuando salió La faraona fue catalogada para niños de doce años para arriba, y ahora los niños de ocho la leen con facilidad.

Las editoras —y las llamo así porque hasta la fecha no me he encontrado ni un solo editor— se han convertido en una especie de nuevas censoras de la literatura. Me parece terrible que muchas veces —no puedo generalizar— son muchachas jóvenes, mal pagadas y con nula preparación literaria. Les dan línea —las historias deben ser lúdicas y, supongo, para estúpidos. Una y otra vez mis lectores me han sorprendido, pasando por encima de prejuicios de educación y de clase.

Hace poco viajé a Guanajuato, a comunidades en Dolores Hidalgo y Tierra Blanca. Lugares en donde habían leído mi libro a instancias de un programa estatal y la colaboración de la editorial El Naranjo. Pensaba que un libro como El perfume de la faraona, que se desarrolla en tierras lejanas, no les llamaría la atención. Déjenme decirles que estaban fascinados. Anhelan viajar, ver el mundo, saber de todo, y estaban ávidos por tener una novela que continuara las aventuras de los personajes.

Los niños que leyeron El Ajedrez de Natsuki estaban emocionados con el caso de Jacinta, una niña que tiene problemas de violencia en su hogar. Y hasta la maestra habló conmigo, conmovida por haber aprendido que los maestros pueden apoyar en otras áreas que no sean únicamente escolares.

Qué mejor regalo para la escritora que recibir esos testimonios, pero las editoriales no están de acuerdo. Me acaban de rechazar una historia donde la protagonista es una especie de Tarzán femenina que viaja a la selva de Borneo para estudiar a una tribu y a su entorno de animales endémicos, como el orangután rojo, para tratar de civilizarlos y se enfrenta con el hecho de que la que aprende es ella; entre otras cosas, aprende a respetar el medio ambiente. La razón: era una obra prescriptiva. Lo que quieran decir con eso es aún para mí un misterio.

Estas modernas pequeñas censoras deciden qué leen nuestros niños sin que podamos hacer absolutamente nada. Y, entre paréntesis, me entero de que alguna de las que han negado mis manuscritos es la esposa del dueño de la editorial y que no tiene absolutamente ninguna preparación literaria.

Finalmente, digo que hay una doble moral en esta industria, que parece muy de avanzada cuando acepta publicar libros con temas polémicos como la homosexualidad, la transexualidad o la llamada sexualidad fluida, sólo porque están de moda y parecen políticamente correctos.

El término de sexualidad fluida, para quien no lo conozca, me lo explicó una amiga escritora de libros infantiles que vive en Inglaterra y que se encuentra en los textos que se están leyendo en las escuelas; significa que los niños deben tener la libertad de fluir entre una identidad sexual y otra, dependiendo del humor. Ella misma —ya para ejemplificar que la censura del sector editorial no es exclusiva de nuestro país— también me contó que uno de sus libros fue rechazado porque contenía la palabra “Dios”, pues no la consideraban políticamente correcta porque podía implicar una afiliación religiosa particular, en este caso, cristiana, aunque ella les aseguró que se refería a un concepto genérico, ya fuera cristiano, budista, musulmán o judío. No, le sugirieron que la cambiara por “Ser Supremo” o “fairy”.

Cuando era niña no existía esa catalogación de libros infantiles y libros para adultos. A nuestras manos llegaban libros de autores de la literatura universal como Charles Dickens, con Oliver Twist, Grandes expectativas, y Emilio Salgari, poemas de Rabindranah Tagore, El Conde de Montecristo, Los tres mosqueteros, El jorobado de Nuestra Señora, Frankenstein o el moderno Prometeo y nadie nos decía que no podíamos leerlos, que eran muy difíciles, que tenían demasiada información o que eran de doce años para arriba. Y, sin embargo, fue así como muchos de nosotros nos enamoramos de las letras, de la fuerza y la profundidad de la literatura.

En conclusión, la industria editorial infantil se está erigiendo en un juez tiránico y poco preparado porque no aceptan publicar historias bien estructuradas ni inteligentes; porque la inteligencia está prohibida, no está de moda ni es políticamente correcta y, definitivamente, no forma parte de lo que quieren que lean los niños de nuestro país. La verdad, no sabemos siquiera de lo que se están perdiendo nuestros hijos; hay un proceso no sólo de banalización sino de estandarización en cajones preconcebidos: si no es lúdico no entra. Si no es fantasy no interesa. Si no es light no pasa. Como si la gran literatura alguna vez pudiera considerarse que encaja bajo una etiqueta en particular. Nos están privando de literatura para niños. Lo demás no sé cómo clasificarlo.

¿Dónde, me pregunto, quedaron los editores inteligentes? ®

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Publicado en: Libros y autores

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