Decía Mariana Enríquez en una entrevista que caché en YouTube algo así como que le encantaría escribir para televisión, pero que ella escribía cuento porque la tele es muy difícil. Yo digo que eso es porque ellos son unos montoneros, no una pluma solita.
El ambiente está saturado de patrañas, pero ¿acaso el mundillo humano está dando un giro inesperado en busca de la conciencia universal? Mis dudas apuestan más por lo primero y sin remedio: tengo menos fe que los seguidores de gurús o que la activista del cambio climático más famosa del orbe, con su mala cara ante la cámara y otras alienaciones, pero determinada a bajarle en masa al consumo sin escrúpulos. De todas formas, por si Greta no lo ha considerado, mencionaré además la marea de basura cibernética y mediática que nos desayunamos sin resistencia y nos merendamos casi con alegría.
Así te desenfrenes dándole clic a todo lo que te pase enfrente y te prometa la gloria en tus ratos de ansia —que te rondan básicamente todo el día—, o si te limitas a hablar con alguien sobre cualquier tema, tu teléfono espía toma nota puntual de tus aflicciones y te bombardea con los adds más fríos y calculados para consolar tus penas, trascendentales o materiales, da igual, vienen en la misma vaina de la angustia. Y a todo esto, ¿por qué no mejor echarle un fon a Saul Goodman? Experto en advertising más que en litigio, maestro del verbo persuasorio: It’s All Good, Man! Tú, tranqui.
Me fijo en la forma y me voy al hondo pozo de los “contenidos”, como les llaman ahora sus creadores y negociantes y mercadólogos, pero paso nada más sobrevolando la anécdota, o storytelling, como han renombrado también los oficiantes de las ventas, que se empeñan en el hilo negro, destejido y vuelto a tejer desde los tiempos de Penélope.
No me había explicado a mí misma qué me dio la serie para dejarme embaucar con su labia, yo, que tanto taco me he dado en la vida diciendo que jamás he sido el target idóneo de ningún publicista televisivo, porque me tardo unas cinco emisiones más o menos para darme cuenta de qué roña vende cada anuncio. Me fijo en la forma y me voy al hondo pozo de los “contenidos”, como les llaman ahora sus creadores y negociantes y mercadólogos, pero paso nada más sobrevolando la anécdota, o storytelling, como han renombrado también los oficiantes de las ventas, que se empeñan en el hilo negro, destejido y vuelto a tejer desde los tiempos de Penélope. Entonces yo le doy scroll y scroll a la verborrea —fragmentada en párrafos de una sola línea que consideran la impaciencia de los no lectores y de los nativos digitales, junkies de las historias, consumidores empedernidos de los datos, de los tips, pero no tanto de la entrelínea ni de las formas, menos del punto y coma— para llegar rapidito hasta los bullets que enlistan las ventajas del producto o que te resumen las claves de cualquier chisme. Pero yo deslizo a un lado y paso sin ver el botón de compra, adiós.
Si bien mi repelús me salva de algunas cosas, con otras me sigo de largo, como la precuela de Breaking Bad. Con tamañas credenciales, no podía negarme, y debo decir que, en cada choro de bar, de la calle o de la corte, Saul Goodman tiende la trampa haciendo storytelling con todas las de la ley del mercadeo en línea de hoy: todo un embudo de ventas pero corregido y aumentado por el encanto: “atraer” con el anzuelo de la identificación con el otro; “interactuar” aportando “contenidos de valor” (sensacionalistas o sentimentales o camaraderiles); luego viene la “conversión”, con la ayuda de su compinche Kim Wexler, que se descubre a sí misma en su elemento y engatuza a los incautos, echando cuentos para llevar a cabo la “reafirmación” con “campañas personalizadas” en formato de amena charla; nada más les habría faltado la “fidelización” para cerrar la venta mandando a cada rato newsletters por correo electrónico a sus víctimas.
Pero la serie se sitúa unos cuantos lustros antes del apogeo de los funnels de marketing en línea, y además, Kim tenía el decoro de guardarse el saborcito del embuste para su mera satisfacción, acomodaba en el marco del espejo el cheque como un trofeo inofensivo de su lado bribón —porque no lo iba a cobrar—, luego se lavaba los dientes y se iba a dormir con la conciencia tranquila y el souvenir de un vistoso corcho de tequila, de miles de dólares, en el cajón de su despacho de abogada pro. Juntos eran marca diablo: elocuentes, sinuosos, dulces, apostaban con paciencia a la ingenuidad.
Los artífices de Jimmy ‘Saul’ McGill perfilan el personaje dejando tan evidentes las hilachas de su trazo, adrede, que no hay cómo resistirse. Así me expliqué la devota persistencia que tuve para atender sus entregas, episodio a episodio: lo vi tal cual lo veían sus colegas (a diferencia de buena parte de sus clientes): a Saul se le notan todas las costuras, se le asomaría el fondo de la falda si la vistiera. Pero no para mal. Es de una evidencia tan bien sembrada que te la crees.
Sin embargo, las poderosas habilidades de convencimiento de Jimmy no eran lo único que me obligaba a tardarme el triple viendo uno u otro capítulo. Por cierto, no era la primera vez que demoraba a propósito una imagen en movimiento: recuerdo que en los tiempos de Beta y VHS descubrí el rewind cuando veía Relaciones peligrosas y me regresé y me detuve mil veces a registrar con fotografías mentales las caras de cuidadísimo disimulo de Glenn Close y John Malkovich. Para mi desgracia, la llegada del celular me permitiría además, en ciertas noches de juerga unipersonal en la comodidad de mi habitación, un registro con foto digital de tomas memorables, que eran todas en el caso de Better Call Saul. Seguramente, los rasgos obsesivos de mi comportamiento se intensificaron en los últimos años, porque aun cuando todos los encuadres de la serie madre —BrBa— hayan sido un deleite, en ese entonces no llegué a usar el celular, por suerte, o seguiría viéndola todavía, agarrándome a la cola del vestido de la cultura pop, haciendo coleadas con mis fotos de la pantalla —a quién se le ocurre—, fotos que acumulo en carpetas de mi computadora, como si no hubiera material de alta definición disponible en internet. Más basura que ocupa espacio en mis dispositivos, y un gasto de tiempo. Sucede que así es el solaz de las cosas innecesarias, como ver la tele.
Me gustaban los fotogramas con todo y subtítulos. Estorbaban a la imagen, pero no había modo en que los letreritos no complementaran el asunto. Porque cada encuadre era todo un asunto, pero no hay programa de televisión sin palabras, y en estas dos series la palabra es decisiva: para definir la composición entera que resulte del guion, para afinar el carácter de los personajes, para convencer con charlatanerías y hasta para asentar las situaciones con las palabras no dichas. Porque las palabras no resultan suficientes, obvio. O al revés, aniquilan: “Me di cuenta de que me estaba divirtiendo”, dijo Kim Wexler en un colapso de pudor después de la tragedia y, para dimitir, se tapó la boca.
No bastan, pero en ocasiones incluso llegan a sonar bien si las escoges un poco más allá de la reacción espontánea, como las letras de ciertas canciones. Mientras oía una de Journey con la que se despierta Saul de su cruda amorosa porque lo han dejado, y además por motivos éticos…
I was alone I never knew What good love could do Ooh, then we touched Then we sang About the lovin’ things Ooh, all night, all night Oh, every night So, hold tight, hold tight Ooh, baby, hold tight Oh, she said, Any way you want it That’s the way you need it Any way you want it
… me detuve a sacar unas veinte fotos de esa secuencia en que el pobre leguleyo se despereza junto a una pro de la noche, que lo ayuda a pasar el trago amargo en su lujosa cama con diseño de tigre (una extravagancia de sus tranzas abogansteriles con el narco amateur, y este exceso como bola de nieve por la falta de contención que a veces da el amor, y otras veces quita).
Me pregunté, por una extraña e inevitable asociación, ¿por qué se habría puesto de moda en las cuartas de forros de las publicaciones mexicanas de los últimos años enfatizar el valor de que un libro de literatura no tenga pretensiones literarias?, por fortuna y como un halago, como un sinónimo de frescura que deja por tierra al lenguaje afectado de la Augusta Vía Literata. La vía no tiene que ser augusta para ser literata, de acuerdo, mucha melcocha aturde, pero tampoco tendría por qué prescindir de toda aspiración armónica, o ya sería otra cosa, supongo. En todo caso, la afectación se da besos con prácticamente cualquier cosa que se diga entre personas, ser persona no es natural. La forma y el fondo se dan la mano hasta en el verso más bucólico, o eso creo haber entendido alguna vez, de otro modo no me detendría tanto tiempo en los momentos más logrados o complicados de un libro, alguno que desafíe. Tal vez por eso acaban algunas ociosas siendo editoras, es decir, por leer detenidamente, por clavarse en la textura, pues. Si no, cómo.
Me queda claro que Better Call Saul no pasaría una prueba de frescura comunicativa sin pretensiones, porque sus lenguajes sí que son afectados, el fotográfico, el verbal, el caracterológico, el semiótico y demás. Y lo son a toda honra. Así que me dormí en los laureles de la satisfacción viendo la serie y me permití regodearme en las escenas, porque cada una —con subtítulos, con las conversaciones silentes a la hora del tabaco, los reflejos de las siluetas en las vidrieras o los brillos de sol del desierto, el ritual de amasijo para los roles de canela, las cerradas expresiones de los actores en contrapicado, las pausas enigmáticas y cualquier otra referencia conocida por los fans—, cada maldito fotograma es una composición, un atributo de arbolitos semánticos, brócolis visuales o arriates de dientes de león, como si eso fuera posible con palabras.
Para cuando registré esto que acabo de decir en la app de notas de mi celular luego de ponerle stop al programa, ya me había hecho efecto una gomita de mota que un día mi sobrina olvidó en mi casa, y se nota en eso de los “brócolis visuales”, creo, me volé la barda del entusiasmo, pero me impresiona que cada cambio de toma de Breaking Bad y de Better Call Saul sea un diseño casi casi en plastilina motion, que tenga un grado de minucia y dificultad mayor que muchos otros programas. Así pasa con los enunciados y la cadencia de un texto literario que se construye con atención al lenguaje: es un sintagma de muchos intentos de combinar paradigmas, fondo y belleza.
Cuando registré esto que acabo de decir en la app de notas de mi celular luego de ponerle stop al programa, ya me había hecho efecto una gomita de mota que un día mi sobrina olvidó en mi casa, y se nota en eso de los “brócolis visuales”, creo, me volé la barda del entusiasmo, pero me impresiona que cada cambio de toma de Breaking Bad y de Better Call Saul sea un diseño casi casi en plastilina motion.
No sería viable para todo escritor solitario podar sus arbolitos y arriates así ad infinitum. Algunos sólo cuentan la historia, el dato, porque hasta ahí quieren que llegue su experiencia, o su audacia, se dan cuenta de que tardarían eternidades pretendiendo literaturas compuestas más allá del storytelling. Pero en estado de sitio de productos por adquirir y desechar, mientras nos persigue la inmediatez y nos cerca la polución, lo que salve de la ignominia acaso sea la belleza y la virtud y su lengua de fuego, como sea que se las arregle para entenderlas cada quién; desde Arreola, digamos, que “amaba el lenguaje por sobre todas las cosas y veneraba a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu” (De memoria y olvido), hasta Saul Goodman y su don lenguaraz, que incluso tuvo una dote de consideración por los demás y se mereció sentirse apapachado por sus fans ficcionales, a bordo del camión con un rumbo que pudo burlar de no haber habido virtud.
Quienes hacen cine o tele se pueden dar el gusto de modelar el espacio en la pantalla como prefieran, si quieren. Decía Mariana Enríquez en una entrevista que caché en YouTube algo así como que le encantaría escribir para televisión, pero que ella escribía cuento porque la tele es muy difícil. Yo digo que eso es porque ellos son unos montoneros, no una pluma solita.
Al final de cuentas, y de puro coraje, me despaché de golpe y porrazo más de diez mil newsletters de anunciantes que habían venido contaminando mi mail con el paso de años (por invitación de mis propios clics, igual que los bobos invitan a pasar a su casa a los vampiros), y los mandé al basurero digital con todo y sus historias de terror. Eran historias ladinas para lucrar con la obsesión por la abundancia material y espiritual. Pero en contra de mi desdén por los anuncios y las vacantes de trabajo en marketing o copy (¿quién carajo quiere ser creativo de Banorte?), me vi obligada a rescatar algunos ejemplos notables, de todo tipo, que decidí abrir por fin y, como me hicieron reír de tan bien logrados y ocurrentes —debo reconocerlo—, los guardé en una nueva carpeta de mi colección chatarra para los antropólogos del 5000 (lo siento, Greta, pongo mi gotita de verdor y esperanza en que los habitantes de este siglo deshonroso seamos no de utilidad pero sí una veta de rarezas y caprichos que despierten la curiosidad de civilizaciones más etéreas por venir, sueño con alcanzar la inmortalidad en sus carcajadas).
Los caprichos proferidos hábilmente en cada ocurrencia de Saul Goodman, sus escurridizos diamantes, sus últimos recursos de escape y sus ansias sin propósito acabaron, como los newsletters de mi correo, en el preciso tacho de basura, la más clara representación de la inmundicia del consumo y la falacia del dinero rápido. Me apenaba el hueco de sentido en el personaje tras aquellos flashbacks para saber qué cambiaría si pudiera retroceder en el tiempo. En sus intercambios finales con Walter White, Mike Ehrmantraut y Chuck —todos con mayor dosis de integridad— les hizo torcer los ojos: “Desde siempre fuiste así, ¿no?”, “¿Eso es todo, dinero?”, “Siempre acabamos teniendo esta misma conversación”. Saul encarnaba la estafa compulsiva, el maletín de doble fondo, lo refería cada capítulo a pesar de que siempre hubo una carga de incógnita. Aun con toda su banalidad, dejó de huir: “Soy McGill, Jimmy. Quería que Kim oyera esto…”. Un redomado embustero que abogó por sí mismo y, más tarde que temprano, por la belleza, la virtud ejemplar y la zarza ardiente. Quién lo iba a decir. ®