La casa se construye, se funda, se protege: alberga la fe, sustenta la dignidad y la honra de una vida, del proyecto de una vida. Ella anuda y enlaza generaciones e historias. La casa se piensa y se sueña, a veces se contradice; un día se establece.
1. La casa
La casa es el lugar donde se encuentra y nutre la raíz terrenal y espiritual del hombre, de la familia, de un grupo de amigos. Es el sitio preciso del que se parte y al que se vuelve; el centro de gravedad, la verdadera medida de las cosas. Es la obligada referencia para todos los hechos de la vida de sus moradores: el alma de sus recuerdos, la cuna de sus sueños, el cimiento de sus esperanzas, la apuesta que cruzamos con el tiempo: una casa se hace para durar. La casa se construye, se funda, se protege: alberga la fe, sustenta la dignidad y la honra de una vida, del proyecto de una vida. Ella anuda y enlaza generaciones e historias. La casa se piensa y se sueña, a veces se contradice; un día se establece. Y se pone a ver pasar las estaciones que, como una acuarela, van tatuándose imperceptiblemente en sus muros. El clima y el talante del lugar dan a la casa su carácter y naturaleza; el continuado trato con quienes la construyen y habitan le otorga su alma. Y así, el alma de una casa reside, reina en ella; va con el tiempo afirmándose, definiendo su dominio, rigiendo suavemente la inexorable liturgia de las horas que corren.
2. Esta casa
Se busca construir una casa que sepa serlo, fundar un lugar que dulcemente ligue, a través de la sutil trama de las costumbres y de las fiestas, de los recuerdos y los acontecimientos, a una familia, a unos amigos. Esta casa ha de ser ancla y corazón. En ella han de reunirse las cosas nuevas y las heredadas, las construidas y las cultivadas. Con los años han de acumularse los libros y los objetos, los cuadros, los pequeños recuerdos intranscendentes, los muebles de los abuelos, los viejos útiles de la escuela, las fotografías, las músicas de las estaciones pasadas. Cada año irá agregando otras voces, nuevas cosechas de frutos y memorias, de amigos y encuentros. Hay que hacer una casa que sirva para quedarse, para refugiarse, para irse a hacer las cosas de la vida. Para regresar. Que desde ahí se renueve y vivifique lo que vivir entraña. Se quiere fundar una casa para despedirse y para llegar, para recibir los golpes de la vida y resistir los vendavales del tiempo; casa en donde se herede y se reciba, se recuerde y se sueñe. Una casa que navega, una casa que crece.
3. Imaginar la casa
I. Se ingresa, como en un ritual siempre repetido y siempre nuevo, por un gran portón enclavado en la cara externa de la casa: un torreón y un muro, detrás del cual la vida de la ciudad se transforma y transmuta en una isla, una península que logre salvarse de la vulgaridad y la voracidad de esta ciudad nuestra. A través de la puerta se accede abruptamente al primer jardín: una apacible pradera bordeada de árboles, un pequeño llano asoleado que sorprende y reconforta al visitante. Al frente, un camino se pierde tras el muro cubierto de enredaderas y, bajo una arboleda lejana, se alcanza a distinguir —a divisar— la casa: torres y chimeneas, alguna cortina que el viento mueve, el reflejo del sol en una ventana alta. Es todo.
No es una construcción demasiado extensa; sin embargo se presiente la vastedad de sus significados, la multiplicidad de sus humores y destinos. La parte dispuesta para las labores domésticas se desarrolla compacta y ordenada, con dignidad y decoro: sólo la cocina tiene un particular relieve espacial.
II. El visitante avanza. Lo recibe y lo envuelve una pérgola en el suave claroscuro de sus sombras y así, dulcemente, lo conduce al pórtico que destaca sobre un muro sombrío. Una vieja inscripción latina lo corona. La pérgola es larga y, en su parte media, deja adivinar una salida que intriga a quien la mira: una puerta que parece llevar a un laberinto. El visitante avanza. La casa ya no se ve.
III. Transpuesto el pórtico de la inscripción aparece, súbitamente, el jardín de la ceiba. Y sólo eso: una serena ceiba que se mece al viento, y el leve juego del sol sobre el muro. Adelante, las copas de los naranjos asoman con sus frutos de oro. Tras la ceiba una pequeña puerta deja entrever el paso a otro jardín secreto. La dirección está, sin embargo, clara: aparecen tras otro pórtico los naranjos, las limas. Aquí el camino remata en una fuente: una estela esbelta, de color vivísimo, frente a la cual resplandece un surtidor. El visitante gira y, sobre su derecha, descubre un tercer pórtico coronado por una campana. La casa se avecina.
IV. Una construcción alta y maciza bordea el pequeño bosque que recibió al visitante. La parte inferior se destina a guardar los vehículos. Arriba, algunas discretas ventanas revelan las habitaciones de servicio. Un muro de piedra, rematado por un pórtico de color magenta conduce al zaguán doméstico; frente a él se extiende un patio alargado al que dan ritmo y sombra los arrayanes jóvenes. Ya está aquí, al final, la puerta de la casa; un viejo fresno vigoroso parece custodiarla, sus ramas se reflejan en la tranquilidad de un estanque. En la torre el reloj de sol marca, impasible, las cinco en punto de la tarde.
V. Franqueando ya el umbral, descubre el visitante un claro corredor que lo conduce, con el mesurado paso de sus arcos, al vestíbulo fresco e invitante. Al otro extremo, lo intrincado de una reja permite vislumbrar luces y sombras de un jardín apartado: la alberca refleja ahí los altos muros que la circundan y un pequeño pabellón que, a su lado, ofrece sombra y frescura. Nace en su interior una fuente que cruza, centellando, el patio, y que alimenta la alberca con sus aguas. Al fondo, otro cancel revela discretamente el suave centro de un claro de bosque y más atrás —el visitante no lo sabe ya de cierto— se mueve el follaje de, quizás, la misma ceiba.
VI. Alrededor, en el centro de todo esto la casa se organiza y discurre. Sus partes se distribuyen con un cierto misterio; cada una busca su propio carácter, su virtud principal. No es una construcción demasiado extensa; sin embargo se presiente la vastedad de sus significados, la multiplicidad de sus humores y destinos. La parte dispuesta para las labores domésticas se desarrolla compacta y ordenada, con dignidad y decoro: sólo la cocina tiene un particular relieve espacial. Contiguo a ésta, un pequeño jardín herbolario. Las habitaciones ofrecen diversos talantes y proporciones, de acuerdo con los de sus ocupantes: algunas son como miradores que anidan entre las copas de los árboles; otras se alargan y acurrucan buscando, a veces, el sol de la mañana, a veces el sur. El verdadero centro y corazón del conjunto todo es el gran salón biblioteca. Es el lugar en donde se está, se lee, se escribe, se conversa, se oye música. Ahí se acumulan libros y discos, fotografías queridas, objetos de arte. De nobles proporciones y con ambientes distintos, la biblioteca es un espacio cambiante y adaptable, abierto hacia el gran jardín del sur y comunicado, al mismo tiempo, con el jardín de la alberca a través de un patio sosegado. Contiguo al salón se disponen el comedor y la gran terraza, donde dejar pasar las calurosas tardes tapatías.
VII. Así, la casa va ofreciéndose al asombro de quien la visita. Medio sumergida bajo la arboleda tupida, se extiende y despereza buscando el sur, la mágica luz meridional de nuestros cielos. Hacia allá se dilatan de nuevo, desde la casa, los jardines. Ahí se compone una intrincada teoría de elementos arquitectónicos y naturales que se conjuntan para hacer de su recorrido, cada vez, algo memorable. Hay lugares magnéticos, extraños: un laberinto formado por setos apretados que, en su difícil centro, guardan una fuente cristalina con peces rojos, iridiscentes; pabellones edificados con delicadas estructuras de hierro cubiertas de enredaderas; fuentes distantes producen murmullos distintos, según se acerque o se aparte el visitante; un pequeño acueducto aéreo que, cruzando un prado, se pierde en una espesura lejana. Aquí y allá las bancas y los paseos invitan a gozar de nuevas vistas. Una ermita anida en un recoveco insospechado. Contra un vigoroso laurel de la India se recorta, en la distancia, un esbelto palomar: repentinamente —como a una llamada secreta— una multitud de palomas levanta el vuelo, destacando la brevedad de sus siluetas contra la fronda oscura en un monótono aleteo. Alguna glorieta guarda en su centro una escultura bellísima, enigmática, como un obelisco antiguo. Un pequeño lago, magnificado hábilmente por un truco de perspectiva, cobija entre sus aguas una isla cubierta de agapandos. Una jaula con pájaros raros y espléndidos depara sus maravillas en un tranquilo rincón. Al caer la tarde se vuelve a reconocer el torreón de ingreso, que nos enseña ahora una presencia distinta, inesperada. Se ha dado la vuelta. Todo empieza de nuevo.
* * *
¿Qué es, en última instancia haber estado en esta casa? Un recuerdo complejo y al mismo tiempo extrañamente nítido permanece en la mente del visitante; un conjunto de sensaciones, olores y sonidos queda flotando en su memoria. La huella que deja el haber estado en un lugar donde la vida se decanta, se asienta, se celebra y fructifica. Es el regreso a las moradas secretas e irrecuperables de la infancia, a las estancias del sueño y la memoria. Y sin embargo, la casa está ahí: la habita la vida, en ella germina y ahí se guarda. Como en un espléndido, nuevo y a la vez antiguo tabernáculo. ®
Texto para un anteproyecto arquitectónico. Taller Hartung, Fernández y Palomar, Guadalajara, diciembre de 1987.