Corazón de niña

La capa de Supermán y La sangre caliente

Esta vez la cuentista nos obsequia tres relatos por el precio de uno. El de una niña débil y muy inteligente, “poquita de carácter”; el de un niño que, enfurecido con sus hermanos, atraviesa un cristal envuelto en una capa de superhéroe, y el de un padre al que le encantaban las apuestas.

«De pequeña les creía a los adultos cuando decían que debía ser una niña buena…»

Corazón de niña

Tal vez las condiciones de mi nacimiento, la juventud de mis padres, su inexperiencia, los conflictos que desde ese tiempo tenían y la lucha por la supervivencia fueran el contexto en el que mi llegada al mundo difícilmente significara para ellos un motivo de alegría.

Pero ninguna de estas razones importan en el corazón de una niña que, como todos los recién nacidos, espera ser recibida con amor. De manera que un signo de tristeza pesaba sobre mi existencia.

Los primeros meses fueron puro llanto. Mi madre se desesperaba porque no podía consolarme. La habían obligado mi padre y mi abuela a alimentar a su segunda bebé solamente con leche materna. El resultado fue que era yo una criatura débil, incapaz de sostener el cuerpo erguido. A los seis meses debían colocar una serie de almohadas alrededor mío para tratar de reforzar mi postura sentada. Como si fuera una hilacha, mi cuerpo se iba de un lado para otro, sin fuerza.

Medio año de llantos y debilidad tuvo que pasar para que mi madre por fin decidiera darme leche de fórmula y terminar con la hambruna a la que me tenían sometida en aras de una buena salud.

¡Santo remedio!
Entonces empecé a subir de peso y mi desarrollo pareció normalizarse.

Digo pareció, porque en realidad mi motricidad fue muy pobre. Aprendí a caminar lenta y temerosamente, no me animaba a correr y a jugar con los otros niños cuando iba a la escuela. Los miedos me dominaban en todas las actividades en las que me involucraba. Esto continuó prácticamente toda mi infancia, adolescencia y vida adulta. Supongo que los daños emocionales que comenzaron desde antes de nacer no solamente se centraron en la desnutrición, sino en muchas otras carencias que derivaron en un sentimiento de profunda inseguridad y desvalorización.

Estar pegada a mi madre era lo único que me hacía sentirme protegida.
Lo recuerdo con toda claridad.

Cuando mi mamá me llevaba a dormir la siesta me acariciaba la cabeza para hacerme conciliar el sueño. ¡No había estrategia más potente que ésta, yo caía en brazos de Morfeo al instante! Pero tenía una preocupación siempre latente. No quería despertar y no encontrarla junto a mí. Le pedí muchas veces que se quedara porque el sentimiento de abandono al despertar, era inmenso. Me lo prometió una y otra vez… nunca se quedó.

Mi necesidad de apego resultó ser un fastidio muy grande para ella. Reaccionaba con enojo y me mandaba lejos. A veces totalmente exasperada me decía: “¡Vete lejos de mi vista, ya me tienes harta!, con lo cual yo más lloraba y más molesta me volvía.

Un día se le ocurrió la brillante idea de endosarle a Laura, un año mayor que yo, mi acompañamiento.
Entonces la dejé en paz.

Mi hermana, en cambio, era la criatura más vital, alegre y juguetona que he conocido, con una simpatía y un carácter liviano que la hacían ganarse el cariño y la aceptación de toda la familia y también la de los demás niños en la escuela.

En ocasiones llegué a tener la genial ocurrencia de pedir permiso para ir al baño y en lugar de eso me iba al salón de mi hermana. Ella gustosa me recibía, me hacía un lugar en su banca, me decía “Véngase, mijita” y me daba un cuaderno y un lápiz para poner atención a la clase. Allí me quedaba tranquila, totalmente absorta en lo que la maestra explicaba, hasta que mi maestra de kinder llegaba…

Yo, todo lo contrario, exactamente los mismos adjetivos, pero lo opuesto: débil, triste, miedosa, enojona, como decía mi querida suegra Conchita, no refiriéndose a mí, por supuesto, “con sangre de pinacate”.

A pocos niños les caía bien. Me convertí en la sombra de Laura. Fue mi protectora en la escuela. Mientras ella se iba a jugar con las demás niñas en el recreo yo me sentaba en una esquina del patio a verlas, sin atreverme a participar porque sentía que en cualquier momento me atropellaría el camión de su vitalidad y ya no tendría remedio.

Entramos juntas al kinder, ella de cinco y yo de cuatro años. Pude estar tranquila, sin llorar, porque la tenía cerca.

Al terminar el primer año la maestra decidió que yo todavía era pequeña para pasar a primero de primaria y solamente ella pasó de año. Esto fue devastador para mí. Todos los días me dediqué a llorar. En ocasiones llegué a tener la genial ocurrencia de pedir permiso para ir al baño y en lugar de eso me iba al salón de mi hermana. Ella gustosa me recibía, me hacía un lugar en su banca, me decía “Véngase, mijita” y me daba un cuaderno y un lápiz para poner atención a la clase. Allí me quedaba tranquila, totalmente absorta en lo que la maestra explicaba, hasta que mi maestra de kinder llegaba, después de notar que yo no regresaba y empezaba a buscarme por toda la escuela. Yo estallaba en llanto cuando de nuevo me obligaban a regresar a mi salón.

¡Esto pasó tantas veces que las vencí por cansancio!
Decidieron dejarme en primero de primaria, agregando además que, de las dos, la chiquita era la que más fácilmente aprendía todo.

Mi capacidad de aprendizaje fue una luz que me cobijó durante toda la infancia y la adolescencia. De hecho toda la vida, sin embargo, en esos años tuvo un papel muy importante, porque lo único bueno que se decía de mí era que era inteligente. Eso me daba valor para seguir adelante y fui una niña muy cumplida y responsable en todas mis tareas.

Pero no todo estaba resuelto, la voluntad de Laura de seguir dándome su protección tenía un precio. Debía yo estar a su servicio y cumplir todos los caprichos que tuviera. Muchos de ellos los cumplí con gusto, como hacerle las tareas un día sí y otro también, porque ella pasaba sus tardes jugando hasta que se metiera el sol y entraba a la casa con los cachetes rojos como un tomate y totalmente mojada en sudor de pies a cabeza, muy cansada para ponerse a hacer los deberes escolares. Yo ya había hecho mi tarea y la suya, nada más por sentir la angustia de que ella apareciera al día siguiente en el salón de clases sin sus trabajos cumplidos.

Además esto me ganaba el derecho de que por la noche me siguiera protegiendo y entonces dormía conmigo en la misma cama, cosa que me permitía ahuyentar los fantasmas para poder dormir.

A veces ella también se enojaba conmigo, como mi mamá. Cuando me resistía a hacer demasiados mandados se burlaba de mí, me decía que era una tonta y que estaba flaca y fea. Yo reaccionaba enojada y nos agarrábamos a golpes. Se podría decir que ella era un tractor y yo un mosquito, de manera que la ganadora siempre era ella. Pero no se iba en blanco, le ponía unos buenos rasguños que le sacaban sangre en los brazos o las piernas, o donde cayera.

En la escuela nadie podía burlarse de mí, porque ella se enfurecía y los golpeaba. La única que tenía derecho a masacrarme era ella.

Cuando le recuerdo estas cosas, ahora que somos adultas, se ríe festejando de nuevo sus acciones de niña, porque fue feliz y nunca le importó realmente lo que yo sentía.
Estudiamos juntas toda la primaria, la secundaria y la preparatoria.

Al cabo de un tiempo empecé a tener amigas, unas pocas, muy cercanas, que realmente se ganaron mi confianza y mi cariño. Fueron mis confidentes, les conté todo lo que sucedía en mi casa y muchas veces nos mostramos una a la otra los moretones en los brazos, por los pellizcos y los golpes de recibíamos de nuestra mamá o la hermana mayor. Digo esto porque específicamente una de ellas tenía también una hermana mayor que era la hija predilecta de los padres. Crecí sintiendo que me agarraba con todas las fuerzas a la orilla del precipicio por donde caminaba.

De pequeña les creía a los adultos cuando decían que debía ser una niña buena. “Te vas a quedar sentada y calladita, con los brazos cruzados, para que te ganes la medalla del buen comportamiento”, me decían en la escuela. Yo hubiera hecho lo que me dijeran con tal de que me quisieran. La bondad de mi corazón se mezclaba y confundía con el anhelo de ganarme su cariño y creía que si obedecía lo iba a conseguir. Una y otra vez observé que no era así. Ser obediente y callada era la fórmula perfecta para que me ignoraran. Laura era berrinchuda y demandante y siempre conseguía lo que quería. Con los años me di cuenta de que me habían engañado. Lo único que querían era que no los molestara. No me gané su amor, sino su indiferencia y en ocasiones su desprecio porque me consideraban “poquita de carácter”.

El sentimiento de que no merecía el cariño de nadie estaba en diferentes intensidades, siempre como telón de fondo acompañando todas mis actividades.

Afortunadamente muchas veces se llegó a desvanecer tanto que parecía no existir, y en esos momentos disfruté la vida. En los niños eso es un fenómeno que he observado muchas veces, pueden haber vivido algo realmente terrible, pero al día siguiente recuperan su alegría como si no hubiera pasado nada. Así jugué, corrí y brinqué la cuerda en el patio de mi casa. Me maravillaron los regalos de Navidad, me saltó el corazón de gusto cada vez que me compraron zapatos nuevos, aprecié cada uno de los juguetes que tuve. Me encantaron las figuras de muñecas de papel que recortaba de un libro en el que venían varios juegos de ropa. Sus prendas de vestir estaban dibujadas con pestañas que cuidadosamente perfilaba para poder ponerlas encima del cuerpo de la nena, la cual definitivamente era bonita y toda su ropa le quedaba genial.

Me gustaron los columpios y los resbaladeros, que no fueran muy altos, porque el miedo a las alturas volvía a aparecer repentinamente.

Otra fuente de alegría era cantar con mi hermana Laura mientras mi papá tocaba el piano. Mi voz era entonada, aunque no  potente, pero cuidaba de no subir el volumen para que no se me saliera todo el gallinero en desbandada.

Cuando nadie me veía escuchaba música en el tocadiscos de la sala y me ponía a bailar. Era el máximo momento de felicidad que disfrutaba siempre que nadie me viera, porque el miedo a la burla y a hacer el ridículo estaba incrustado en mi cuerpo.

Me hubiera gustado tener el poder de volverme invisible a voluntad, para desaparecer en los momentos de terror y regresar cuando hubiera pasado el peligro, por ejemplo a la hora de la cena cuando mi mamá preparaba esos ricos hot–cakes  para darnos gusto.

La capa de Supermán

Mi madre comenzaba sus labores matutinas levantando niños. Llegaba a nuestras habitaciones y nos movía los pies dándonos un pequeño masaje por encima de las cobijas. Era su máximo gesto de cariño todas las mañanas.

Acto seguido, nos preparaba un licuado de plátano con leche, azúcar y un huevo, el cual ingeríamos como autómatas en nuestra carrera hacia el carro para salir a toda velocidad, porque ya íbamos tarde…

Mientras tanto, mi papá no movía un solo dedo, se quedaba dormido otro rato más. Cuando se levantaba ya estaba mi mamá de regreso para darle su desayuno, éste sí, en tiempo y forma, antes de irse a trabajar.

Después ella se dedicaba a preparar los lonches para enviarlos a las diferentes escuelas.

Los hacía como si fuera la línea de producción de una fábrica. Seis generosas tortas de jamón, tres para la escuela de las niñas y tres para la de los niños, con tomate, aguacate, lechuga, crema, mostaza y chile jalapeño y varios litros de jugo de naranja recién exprimido. Exactamente a la hora del recreo, las once de la mañana, llegaba nuestro delicioso lonche. ¡Éramos la envidia de todas las compañeras!

Nuestra casa siempre estaba limpia y ordenada, la ropa lavada y planchada, el jardín cortado, la alberca barrida con esas máquinas especiales que quitan el moho del fondo. En mi casa trabajaban una cocinera, una camarista y un mozo–jardinero. Al regresar de la escuela la comida estaba caliente, lista para ser servida en la mesa y siempre ayudábamos las niñas a disponer los cubiertos y  platos para sentarnos a comer con una hambre feroz y con la alegría de empezar a hablar de lo que nos había pasado en la escuela ese día.

Nachito, el primero de los varones, siempre se apoderaba del micrófono y nos contaba todas las aventuras que había tenido con su amigo predilecto del momento. Recuerdo específicamente lo fascinado que estuvo un tiempo con Manuelito de la Torre, quien no se le caía de la boca a ninguna hora. Los que éramos callados solamente comíamos, mi papá siempre estaba navegando en el espacio interestelar, completamente ausente de la algarabía que se producía a su alrededor.

A veces mi mamá llegaba a cansarse de Nachito y su perorata y le preguntaba: ¿Hijo, a cómo callas la hora? Él solamente se reía y seguía como aplanadora hable y hable…

Cuando había fresas con crema de postre, nos gustaba tanto que al final nos arrebatábamos unos a otros el platón para darle las últimas lamidas.

Mi mamá, después de tanta actividad, lo único que quería era descansar.
Las tardes eran solamente para ella.

Fue precisamente en una de esas ocasiones en las que todo estaba en calma cuando de pronto escuché el chillido de Alberto, el más pequeño de mis hermanos, que entonces tenía cuatro años de edad. Corrí a ver qué le había sucedido y resultó que Arturo, un año mayor que él, le había quitado un objeto con el que estaba jugando. Lo más curioso e intrigante para mí fue que el objeto me pareció totalmente insulso, no era un juguete o algo parecido. Se trataba de una pequeña base metálica redonda de unos diez centímetros de diámetro y dos de altura, que usaba mi mamá para insertar las flores de plástico en el fondo de un florero. No entiendo cómo llegó esto a  manos de Alberto y mucho menos por qué Arturo decidió que era una cosa interesante por la cual pelear. El asunto es que yo, la hermana grande de diez años, decidí hacer justicia. Le quité el objeto a Arturo y se lo di a Alberto. Desde lejos solamente escuchaba la voz de mi mamá gritando ¡Apacígüense! sin asomarse siquiera a donde nos encontrábamos, al fondo del pasillo.

Su única vestimenta eran unos calzoncillos blancos y una toalla que se había colocado en el cuello, para que al correr el viento la levantara e imaginar que era la capa de Supermán.

La reacción de ira de Arturo fue tan grande que me asusté y se me ocurrió cerrar la puerta corrediza de vidrio que separaba su recámara del pasillo.

Allí nos quedamos callados Alberto y yo, esperando a que se calmara para volver a abrir la puerta, cuando de repente escuché un grito de guerra y vi a Arturo cruzar el cristal de la puerta, blandiendo una espada de plástico en su mano izquierda, caer sobre el piso en medio de una lluvia de vidrios con una herida que atravesaba su brazo desde la muñeca hasta el codo. Su única vestimenta eran unos calzoncillos blancos y una toalla que se había colocado en el cuello, para que al correr el viento la levantara e imaginar que era la capa de Supermán.

Gritos y llantos y enorme pánico para mí. De inmediato lo tomé en brazos y corrí con él dejando chorros de sangre sobre el pasillo, mientras mi mamá se mantenía atrincherada en su cuarto. Se lo di, pero no lo tomó, buscó en uno de los cajones del clóset y sacó uno o varios pañuelos de mi papá para hacerle un torniquete en el brazo y detener la hemorragia. Salió volando con él a parar cualquier vehículo que pasara por el frente de la casa para que la llevara a la Cruz Roja. Sintió clarito que se podría morir, así que antes se detuvo en la mueblería. Sólo mi papá era capaz de afrontar una cosa así.

Yo me quedé hincada rezando todo el tiempo que tardaron en regresar, sintiendo la culpa más grande que he experimentado en mi vida. No solamente quería retroceder el tiempo al momento infeliz en que decidí salir en defensa de Alberto, sino al mismísimo instante de mi concepción, para borrarlo y no haber nacido nunca, eliminando así toda posibilidad de haber sido la responsable de una tragedia tan grande.

Afortunadamente mi hermano sobrevivió, el torniquete que le puso mi mamá funcionó y le pusieron tantas puntadas que a partir de entonces podía jugar a que era un pirata que había luchado en múltiples batallas.

A él nunca se le quitó lo fantasioso y lo audaz.

Yo hubiera querido decir que aprendí a no meter mi cuchara en donde no me llamaban, pero la verdad es que seguí siendo metiche, con un poco más de cuidado… De adulta me he dedicado profesionalmente a entrometerme en la vida de los demás a ver si a mis pacientes sí puedo ayudarlos, ya que en mí familia fue imposible hacerlo.

Con mis padres y mis hermanos se cumplió ese dicho tan sabio de que nadie es profeta en su tierra.

La sangre caliente

No había quién les ganara a mis padres en su afán por disfrutar la vida. Tenían energía para quererse, pelearse y más, mucho más… Todas las actividades culturales que llegaban a Durango eran motivo de gusto y curiosidad para ellos. Nos llevaban a las carpas del teatro de revista que se instalaba en un terreno baldío en la avenida 20 de Noviembre, a donde llegamos a ver al comediante Palillo y sus sátiras contra el gobierno en turno, así como a la sesión de ópera de La Traviata que llegó un día al auditorio de Durango.

A la ópera asistimos solamente una vez, gracias a dios, porque los afanes por la refinación y la cultura no eran exactamente lo suyo, y en esa ocasión me tocó a  mí la suerte de acompañarlos a la función después de haber hecho una rifa a ver quién de los hijos era el privilegiado para asistir a la mentada ópera.

Por caprichos del destino me tocó el boleto premiado y lo recuerdo como el martirio más penoso que he tenido en mi vida.

Tenía aproximadamente trece años de edad. Me puse el vestido más elegante que encontré, porque el evento iba a ser de gala. La verdad, no tenía ninguna prenda que cumpliera con los requisitos, pero mi mamá me aconsejó usar ese vestido azul marino con mangas amarillas que combinaba con unos zapatos cuyo tono yema de huevo atacaba la retina. Era toda una modernidad para mí usar zapatos de color, y en esta ocasión los tenía porque había sido madrina de boda de una de mis primas y el atuendo había sido un vestido de tafeta amarilla y zapatos del mismo color.

Ataviada con mis mejores galas me subí al carro, creyéndome la más feliz, porque era absolutamente insólito que me tocara ser la acompañante de mis padres en un evento de importancia como éste.

El auditorio del pueblo era un galerón techado, con gradas y una pista central enorme que servía de lugar de reunión para graduaciones, fiestas privadas y públicas organizadas por el gobierno, eventos artísticos diversos como algún show de Taurus do Brasil, el famoso hipnotizador, o eventos de patinaje en hielo.

En esta ocasión se colocaron sillas en el patio central y un escenario hecho de madera fue el sitio para los artistas.

Estaba a reventar, con la crema y nata de la sociedad duranguense, luciendo sus joyas, vestidos largos y pieles de mink. Nos sentamos en esas bancas de madera duras y frías. Para mi desgracia, justo en la fila de enfrente, voy viendo a la señora Elisa Álamos, mi maestra de Historia universal, toda enjoyada y encopetada.

Digo para mi desgracia porque a mitad del concierto, aterida de frío y con cólico menstrual, lo que más hubiera querido hacer era salir huyendo de ese espantoso suplicio. Mucho canto y nada de ópera. Pero era imposible que nuestra graciosa huida fuera a pasar inadvertida para mi maestra, quien no iba a perder la oportunidad de ventilar frente a todo el salón de clases, a la semana siguiente, mi falta de cultura y refinamiento, así como la de mis padres, si nos salíamos antes.

Como muchas veces me sucedió posteriormente en algún concierto de música clásica, nunca sabía cuándo aplaudir y tenía que esperar a que se escucharan los aplausos para imitar a la persona que, con conocimiento de la obra, entendía y diferenciaba las pausas de los puntos finales. Nos quedamos hasta el último, y pretendiendo que me había gustado, aplaudí como loca, aunque mi felicidad se debía a que era hora de salir y podría ir al carro a tratar de revertir el estado de parálisis en el que me encontraba, sin saber qué era peor, el cólico o el congelamiento.

Nuestra referencia cultural eran los programas de televisión que en todo el país se transmitían por cadena nacional. Siempre en Domingo era un programa que, como su nombre lo indica, pasaban todos los domingos en el canal dos, el llamado Canal de las Estrellas, y duraba todo el día. Allí veíamos a los artistas populares de la época, cantantes como Pedro Vargas, Agustín Lara, Javier Solís. Nunca se presentó un cuarteto de música clásica, y mucho menos ópera, de manera que no sabíamos a ciencia cierta de qué se trataba. Será que el trauma fue brutal, el caso es que mi gusto por la ópera nunca creció.

Siempre en Domingo era un programa que, como su nombre lo indica, pasaban todos los domingos en el canal dos, el llamado Canal de las Estrellas, y duraba todo el día. Allí veíamos a los artistas populares de la época, cantantes como Pedro Vargas, Agustín Lara, Javier Solís. Nunca se presentó un cuarteto de música clásica, y mucho menos ópera…

Durante varios años nos llevaron a pasar las vacaciones de verano a la capital del país. Dos largos meses de puro paseo, comidas en restaurantes, noches de teatro con todo tipo de obras, desde cómicas hasta románticas o clásicas.

Mi papá provenía de un pequeño pueblo ubicado en la sierra de Durango, muy lejano de la capital del estado. Creció allí hasta cumplir doce años, momento en que se mudaron a vivir a Durango, después de la muerte de mi abuela. Su hambre por conocer el mundo era inmensa, le gustaba todo lo nuevo y cuando progresó económicamente no perdió oportunidad de disfrutar todos los placeres que estuvieran a su alcance.

Él y mi madre eran cinéfilos empedernidos, y les gustaba el baile y la música. Cuando visitábamos alguna ciudad por primera vez compraba los periódicos locales y se dedicaba a recorrer las carteleras de teatro y cine, y también visitaba todos los barrios, incluso los no tan turísticos.

En la Ciudad de México nos impresionó la elegancia del Hipódromo con sus jardines y lago artificial lleno de flamingos. Mi padre se dio vuelo haciendo sus apuestas. Parecíamos personajes de películas británicas, gritando porras al caballo que mi papá había elegido para ser el ganador. Muchas veces lo fue, porque él tenía un tino impresionante.

Conocimos también el Frontón México, a donde fuimos a ver los partidos de jai–alai. Pero, definitivamente, el Teatro Blanquita se convirtió en su favorito, porque se presentaban las vedettes más famosas del momento, como Olga Breeskin tocando el violín, Lyn May y Tongolele haciendo sus bailes eróticos, a los que el público respondía con una larga rechifla de puro placer.

Al final, con esa alma de vago que una vez me dijo que tenía, lo que más le gustó fue la Feria de Aguascalientes, con las peleas de gallos en las que apostaba y, por supuesto, los juegos de cartas en los que se volvió experto.

Mi mamá lo acompañaba a todas partes, a veces porque también se divertía, pero siempre estaba en su corazón el temor a que le fuera infiel, así que si de plano ella no podía ir, nos tocaba acompañarlo.

Muchas veces nos invitó a la Feria de San Marcos y regresó a Durango derramando alegría porque había ganado cientos de miles de pesos. Paulatinamente la ley de probabilidades, que fue aprendiendo al ver los patrones de surgimiento de las cartas, llegó a ser el único tema de conversación que le apasionaba.

Una noche, estando yo de vacaciones en mi tierra natal, mi papá nos invitó a mi mamá y a mí a acompañarlo a un brinco. Así le decían a las casas en las que se juntaban los jugadores para apostar. Iban brincando de una casa a otra para no ser atrapados por la policía, porque esas actividades eran ilegales. Entiendo que la gente era libre de jugar cartas,  pero no apostar fuertes sumas de dinero y menos cobrar un porcentaje por las apuestas.

Llegamos a una casa vieja del centro antiguo de la ciudad, de ésas que tienen una puerta y dos ventanales frente a la banqueta. Con sigilo mi papá llamó y, después de un rato, seguramente tras cerciorarse de que no había peligro, nos dejaron entrar.

Estaban ya los organizadores que nos recibieron con gusto y el semblante de mi papá se tornó feliz de inmediato. Se sentaron alrededor de una pequeña mesa cuadrada y empezaron a calentar motores, mientras mi mamá y yo encontramos unas sillas en esa casa vacía y un tanto oscura y fría.

Todo iba tranquilo en las primeras partidas cuando súbitamente se escucharon unos fuertes toquidos en la puerta que casi la tumban y al grito de ¡Policía! ¡Abran la puerta!, se hizo el corredero de gente. Algunos trataron de guardar las cartas y levantar la mesa, pero mi papá se metió a las habitaciones del fondo y nos llevó a mi mamá y a mí a un patio interior en donde había encontrado una escalera para subirnos a la azotea.

Íbamos a media escalera cuando escuchamos las voces del mariachi cantando a todo volumen:

Traigo la sangre caliente
No me la puedo apagar
Anda contenta la gente
Saben que voy a ganar…

Era Badillo, que entró rompiendo plaza después de haberles pegado el susto de su vida a todos, pero no tanto a mi papá, experto escapista de azoteas.

Le celebraron su gracia con risas de alivio y el alma les volvió al cuerpo, dándoles nuevos bríos para seguir la parranda completa.

¡Esa noche Badillo los desplumó a todos!
Será porque traía la sangre caliente y a los otros se les enfrió del susto.

El caso es que al final mi papá regresó perturbado a la casa, sin querer decir exactamente cuánto había perdido, ensimismado en sus pensamientos que relacionaban la sangre caliente de Badillo con los atributos femeninos de mi mamá, los cuales, según él, a todos los hombres volvían locos.

Se consoló haciendo planes para volver la noche siguiente a desquitarse de esa mala racha. ®

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Publicado en: Narrativa

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