Aquellos últimos días del año parecían que el universo se alineaba para mí. Nada más lejano de lo que ocurrió. Habría de comprender que a veces lo más desagradable tiene de preámbulo una capa de satisfacción que no es sino una carnada, una trampa.
Un amigo que vive en la Ciudad de México, en un barrio lindo y gentrificado, me dijo que vendría a nuestra ciudad de origen a pasar las festividades de fin de año con sus padres. Así que ofrecía su departamento para una breve estadía del 23 de diciembre al primero de enero, lo que me daba la libertad de leer, escribir y andar por la ciudad para alimentar esa afición que tengo por las caminatas y la observación. Nada más. Una especie de residencia artística exprés.
No había dinero de por medio, lo único que me pedía a cambio era cuidar de una variedad de plantas a las que les tiene un cariño equiparable al de un padre a sus hijos. Compartió las instrucciones de regado, el anuncio de que habría de bañarme con agua helada porque el gas se había terminado, las mañas que suelen tener las chapas para abrirse, otras cuantas instrucciones y que le acompañara a la papelería Lumen antes de marcharse para que me mostrara dónde se encontraba el mercado del barrio y un expendio de café.
Viajé a la capital con las memorias de Héctor Abad Faciolince que compré unas semanas antes en la Feria del Libro de Guadalajara, mi cuaderno, algo de ropa y varias ideas de escritura.
Desde la ventana del fondo se veían otros departamentos, un anuncio espectacular y aviones que surcan el cielo preparándose para el aterrizaje en el aeropuerto al norte de la ciudad.
El departamento se encuentra en un viejo edificio en la Roma Sur, a unos metros del viaducto Presidente Miguel Alemán. Carece de elevador y subir los tres pisos a escalón alto me pareció que tenía su encanto. El eco de cada paso sonaba melodioso y la pieza en conjunto fue producto de la mala condición física. Recuperé el aire a base de suspiros hondos y, en lugar de ver aquello como un fastidio, pensé que le vendría bien a mi cuerpo.
El espacio podía ser mío: yo habría tenido sus libros, un comedor rectangular de madera con un dispositivo para adaptarse y poder jugar ping pong, varias botellas de alcohol en una esquina, una guitarra, un par de sillones y una televisión. Todo menos, ya he dicho, las plantas que refrescaban el interior y una bandera del Atlético de Madrid, no porque no sea un equipo de mi agrado, sino porque el fútbol en general no lo es. Desde la ventana del fondo se veían otros departamentos, un anuncio espectacular y aviones que surcan el cielo preparándose para el aterrizaje en el aeropuerto al norte de la ciudad.
La habitación que habitaría los siguientes días tenía una cama individual con colchón nuevo —así lo anunció mi amigo— y un pequeño escritorio con una silla de madera parecida a la que Glenn Gould usaba para sus conciertos. En cuanto vi el rincón de escritura lo relacioné con el espacio en el que Jonathan Franzen realizaba sus rituales literarios: una habitación cuasi–franciscana sólo que con luz e internet.
Dormí el 23 de diciembre con la ilusión de los días venideros. Por la mañana dejé la cama temprano para darme una ducha de agua helada y que la luz natural me descubriera entre el libro en turno y con la pluma tatuando el papel. La cosa avanzaba bien. Después de un rato salí al mercado a comprar un jugo de naranja, algo de despensa y café al expendio. Desayuné una torta de tamal y volví. Dormité un poco sentado en el sillón. Miraba por la ventana imaginando lo vasto de allá afuera y regresaba a intermitencias a seguir trabajando. Decreté el cierre de la jornada a eso de la una o dos de la tarde y salí con la intención de caminar desde allí hasta el centro de la ciudad.
Esa individualidad reveló mi condición de soledad a la que tendría que enfrentarme por el resto del día, uno en el cual los atavismos dictan que hay que pasarlo con los seres queridos. Yo no estaría con mi hija ni con mis padres, estaría solo en un lugar que de pronto me pareció abrumador.
Paso a paso recorrí los casi cinco kilómetros de distancia, descubriendo las calles de una ciudad a ratos medio vacía y que de pronto en el centro histórico explotó en montones de gente. Apenas si se podía caminar. Claro, la fecha dejaba claro que habría reuniones en restaurantes, bares o misiones de compras de última hora. Esa multitud habría de provocar mi caída de manera lenta y dolorosa. Noté que la gran mayoría iba en grupos: parejas, familias, amigos —asumo—; solitarios como yo apenas unos cuantos: trabajadores corriendo a sus casas después de una jornada de trabajo, indigentes pidiendo limosna, policías procurando el orden, vendedores ambulantes, otros tantos sin quehacer identificado. Esa individualidad reveló mi condición de soledad a la que tendría que enfrentarme por el resto del día, uno en el cual los atavismos dictan que hay que pasarlo con los seres queridos. Yo no estaría con mi hija ni con mis padres, estaría solo en un lugar que de pronto me pareció abrumador.
Comí en el Sanborns de los Azulejos la comida más triste de mi vida, observando las sonrisas y escuchando la mezcla de conversaciones de los demás. Al terminar salí y entré a ver una exposición de esculturas de Salvador Dalí detrás de la Torre Latinoamericana. Me aferraba a la cordura, no podía dejar que el desasosiego se apoderara de mí. Fallé. Huí de vuelta caminando la misma distancia, sólo desviándome un poco para hacer una parada en la librería El Péndulo de la Zona Rosa, donde, al fin, después de meses buscando los diarios de Stefan Zweig, los conseguí a un precio ridículamente caro. En lugar de usar la tarjeta de crédito como en las películas para trazar una línea de cocaína, la pasé por la terminal causando el mismo efecto: una euforia que me permitió llegar al departamento con los últimos niveles de cordura.
Sabía que no sobreviviría a la noche, la ansiedad se apoderaba de todo mi cuerpo. Temblaba, lloraba, sentía empequeñecerme y la necesidad de que alguien estuviera a mi lado. La Nochebuena llegaba y en un intento desesperado marqué para tratar de cambiar un boleto que en la soberbia compré anticipadamente para el final de los planes. Era una estupidez, por supuesto que ningún autobús saldría esa noche, los choferes, las azafatas, los técnicos… ellos tenían el mismo derecho que cualquier otro a una pausa en sus deberes hacia los otros. No lo dijo así la ayuda técnica, sólo que al día siguiente podía volver en la primera corrida. Acepté y el cambio no sirvió de placebo, así que saqué un calmante que cargaba en la mochila como quien lleva una inyección de adrenalina: para casos de emergencia. Aquella lo era. Lo bebí y rogué que surtiera efecto inmediatamente. Desesperado, sin sentir nada, salí de nuevo hacia Lumen, donde un día antes, en compañía de mi amigo, vi unas plumas fuente que despertaron mi deseo en ese momento controlado. Las pocas cuadras que me separaban las sentí eternas, apenas si contenía las ganas de gritar, de pedirle a alguien que me salvara de un fuego existente sólo en mi cabeza. Tartamudeando, pedí una Lammy negra y un émbolo, también una tinta Kaweco Sunrise Orange. Otro shot capitalista para calmar la crisis.
La noche fue infinita. Vi una película hasta quedarme dormido. Apenas desperté tomé mis cosas y partí no sin antes regar al menos una vez las plantas de mi amigo, al quien sin mucho detalle informé de la suspensión de mis planes.
Compré una torta de tamal para que mi estómago se mantuviera ocupado las seis horas de trayecto en el cual la mayoría del tiempo dormí, leí algunas páginas de las memorias de Faciolince y estrené con unos cuantos trazos la pluma fuente. Del proyecto de escritura: nada, tal vez ahora, años después, sean estas palabras una deuda saldada. ®