Una manera muy estimulante de festejar el cumpleaños propio es regalarse un largo viaje al otro lado del mundo, más cuando se cumplen cincuenta años. Casi los mismos que tiene Europa de haber renacido después de guerras y dictaduras.
Los amantes del Ámstel
Esta es una tarde llena de nubes oscuras y grises. En esta tarde el destino lo marca un río, el río Ámstel y tres cansinas embarcaciones que andan rumbo al sureste. Hay árboles entre esos vericuetos. Muchos. Sus ramas apenas se mueven con la intermitencia de la lluvia que en esta ciudad a nadie sorprende. Debajo de un árbol dos amantes funden sus bocas y restriegan enérgicos el cuerpo. Me quedo con esta imagen para mí, es decir, no la fotografío y ando por las calles hasta donde me detengo frente a este aparador iconoclasta. Ah, el negro, y la muerte que seduce a la intensidad que cada quien pueda tener aquí y ahora. Interrumpen mis pensamientos los dos amantes del río que entran presurosos, hasta donde escuché comprarían una corona de espinas para él y unas medias negras con el símbolo del anarquismo para ella. Llueve. Camino unos pasos enfrente. Entro a refugiarme entre olor a marihuana y cerveza oscura. A lo lejos el río se mira espléndido y a lo cerca de pronto esté maniquí cobra vida, tiene el rostro travieso y creo que me está invitando a bailar con él esta noche lluviosa en Holanda
El primer lugar
Aquí surgieron los pioneros. No me refiero desde luego a los dos hombres que junto con su perro, hace más de setecientos años según dice la leyenda, fundaron Ámsterdam. Tampoco pienso en los mercaderes que por estos lares, a principios del siglo XIX, iniciaron la venta de baratijas. En realidad aludo al primer sitio que, hace casi 41 años, vendió mariguana para su consumo en el lugar luego de que ésta fuera despenalizada. Por eso vengo con Mary a rendirles tributo, porque ellos iniciaron algo que tarde o temprano sucederá en las sociedades desarrolladas, si es que apuestan a la civilidad, la inteligencia y la tolerancia. Aquí entra quien quiere y quien no, no, dijera perogrullo (los jóvenes holandeses según me dicen en este lugar, son quienes menos consumen mariguana en Europa). El lugar es apacible, en los momentos en que escribo esto se está escuchando jazz y las voces y las risas de cada quien que vive su experiencia como quiere y puede, con respeto y calma. Al despedirnos me dice Domingo —el chico hondureño que ahí me atendió— que sería fantástico que en nuestros países se despenalizara la mota; nuestro abrazo fuerte selló la coincidencia.
Con Rembrandt rumbo a Berlín
El tren avanza silencioso, constante como un reloj que marca el tiempo inexorable. Tic, tac, tic, tac. Son las siete de la noche con seis minutos y hemos atravesado la frontera de Alemania rumbo a Berlín, la tarde se mira espléndida en el horizonte donde se esparcen motas rojizas. Algunas personas están dormidas (Gabriela y Mateo escuchan música), otras leen y unas más están como extraviadas en la nada. Yo miro la fotografía de esta silla e imagino al artista sentado con el rostro triste ligeramente de lado, oyendo las risas de tres pescadores que llevan consigo arenques y lenguado pero, sobre todo, cerveza en todo el cuerpo; caminan por la orilla del río, levantando sus botellas y hablando de mujeres. El artista los mira y esboza una sonrisa. Está solo. Su primera esposa murió de tuberculosis y la segunda, mucho más joven que él, bien a bien no se sabe de qué. Sus primeras dos hijas murieron y lo mismo pasó con su hijo que apenas alcanzó a dejarle una nieta. El artista ya no escucha las lisonjas de la burguesía ni vende y compra arte, ni siquiera tiene consigo aquel mango de carey traído desde Estambul. A los sesenta y cinco años le pesan más los recuerdos que la edad, y eso es lo que hace ahí mismo frente a nosotros, recordar, con la cabeza ligeramente de lado mirando borrachos, el pintor más grande en la historia de Holanda, retratista, el mejor exponente del barroco y creo que uno de los más grandes representantes del arte religioso del siglo XVII de todo Europa. Estamos en su casa. Este hombre no está atormentado pero se encuentra solo y esa soledad incentiva los recuerdos y los recuerdos le subrayan que está solo; lo hacen como si fueran pinceladas que de pronto dibujan su cuerpo sentado para siempre en esta silla. Sí, frente a nosotros está Rembrandt hace más de trescientos años diciendo salud a esos pescadores y encargándoles lenguado y algo de cerveza. Tic, tac, tic, tac.
Ingrid, Klaus y Holger
Lo relevante en este relato no son Ingrid y Klaus, un joven matrimonio que vivió en el este de Alemania hace más de cuarenta años. Ni siquiera es relevante que en ese resquicio miraran casi a diario, entre los últimos días de julio de 1972, las expectativas de su propia libertad.
Tampoco es relevante decir que esa ranura de esperanza corresponde a la influencia francesa de Alemania Occidental, y que a unos metros a mano derecha estaba la supervisión impasible de una policía temible que se llamó Stasi; en ese cuerpo de seguridad la Unión Soviética cifraba la estabilidad política y social de la República Democrática Alemana.
Lo importante es que hace 43 años Klaus consiguió la visa de un día para atravesar el muro y que hoy lo haría, habiendo escondido en el vehículo que él manejaba a su esposa y su bebé de año y cinco meses llamado Holger.
Estaba por caer la noche y la nieve arreciaba, pero los ojos azules de Klaus se miran serenos frente al volante mientras Ingrid abraza a Holder que está dormido. El policía pide los papeles. Los mira meticuloso en tanto lanza miradas duras a Klaus y comienza a preguntar que para qué iría al otro lado de Berlín y cuántos familiares tenía en aquel multifamiliar donde vivía, a un lado de la avenida Karl Marx. Pero dejemos un instante a Klaus porque el bebé está despertando y tiene hambre y frío; llora. Primero quedo y ahora más fuerte. Tanto, que ya se alcanza a distinguir entre la caída de la nieve en el toldo del carro y los limpiadores del parabrisas. Entonces Ingrid lo abraza más fuerte y le cubre con un paño la cabeza hasta el cuello. Lo está arrullando con murmullos casi imperceptibles, tanto, que pronto llena de vaho las manitas de su hijo. El policía pregunta y lo vuelve a hacer, con la persistencia de los limpiaparabrisas, run, run, run… Holger ya casi no llora e Ingrid reza fundiendo el cuerpo con el suyo. De pronto el silencio deja notar los limpiaparabrisas y ahora el motor del vehículo que por fin atraviesa el Muro. ¡Lo han logrado, pudieron salir para siempre del infierno! ¡Ellos serían libres y Holger tendría todo lo que ellos no habían podido tener en la RDA!
Pero tampoco interesa relatar que aquellos jóvenes pudieron hacer lo que a doce millones de personas les estaba impedido. Sólo quiero decir que ahora mismo por ese lugar hay quien asegura haber escuchado los gritos de Ingrid y su llanto desconsolado cuando cayó en la cuenta de que asfixió a su hijo cuando intentó hacerlo callar. Su hijo, sí, a quienes ustedes ahora mismo podrían mirar en una búsqueda rápida de Google y quien años después de la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, se encuentra entre las víctimas de ese muro de la vergüenza, a quienes miramos los caminantes.
No exagero, el nombre de este niño se ha pronunciado mucho más veces que los días que hubiera vivido, pero esa inmortalidad no importa. Estoy seguro de que Ingrid y Klaus hubieran preferido que Holger fuera ahora un hombre anónimo entre millones de seres humanos que ahora mismo podemos mojarnos en la lluvia y, tal vez, escribir en su recuerdo.
El hombrecillo verde
Esta es la silueta de un hombrecillo de las calles que, verde o rojo, señala al peatón el tránsito entre los carros desde hace más de cincuenta años. Ampelmännchen es su nombre de pila desde 1961 cuando lo inventó el psicólogo Karl Peglau, quien, con este símbolo propuesto a las autoridades de la entonces República Democrática Alemana, quería atender también al 10 por ciento de la población que no distinguía bien los colores. Pero la singularidad respecto de la señalización más extendida por el mundo es el sombrerillo y el andar contento en verde así como los brazos extendidos para advertir el alto.
El primero se instaló en las calles de Alemania Oriental el 13 de febrero de 1961. Creo que hasta este momento un señor así en los semáforos apenas pasa por ser curioso, pero lo trivial comienza a desvanecerse cuando sabemos que el ícono es uno de los más recientes motivos para las manifestaciones públicas de la sociedad de ese país, que años atrás lo mismo se concentraron para vitorear a Hitler que para exigir mejoras en las condiciones de vida en 1951 que para aplaudir aquel memorable discurso de Gorbachov, en 1990, en el que advertía de los cambios inminentes.
Sucede que a principios de los noventa, cuando se iniciaba el proceso de reunificación Alemana, los Ampelmännchen estaban siendo retirados de los semáforos de esa parte del este de la región hasta que las personas comenzaron a protestar y lograron espectaculares manifestaciones porque ese hombrecito era uno de los emblemas queridos del viejo régimen y, a decir de su creador, simbolizaba el derecho a recordar las cosas buenas que también hubo durante la Guerra Fría, y es que ese señor salía en la televisión, en verde para aconsejar y en rojo para advertir a los niños, también estaba en las escuelas y era un auxiliar pedagógico en múltiples actividades. Ahora es casi un ídolo nacional que se halla en balones de fútbol, playeras o casacas, pantalones, llaveros, plumas y todo lo que ustedes pueden imaginar, hasta condones y bebidas alcohólicas.
El Ampelmännchen es uno de los cinco ingresos principales que arroja el turismo en esas tierras germanas, lo mismo en aquella zona donde los sueños del socialismo fueron una tortura para sus habitantes que en los lares británicos, franceses y estadounidenses que cubrieron la región federal. Tal vez la fuerza actual de este muñequito se deba a que es una expresión de nostalgia porque, según platican varios alemanes que vivieron en la RDA, por muy desconcertante que nos parezca ahora la población de alrededor de los cincuenta años tiene buenos recuerdos por aquellos tiempos en los que, a pesar de todo, tuvieron que ser felices y lo lograron, a pesar de todo.
Tengo un hombrecillo de esos en mis manos, e igual que como me sucede con muchos otros símbolos de las sociedades contemporáneas, me parece anodino y fútil, trascendente y a lo sumo frívolo. Pero comienzo a encontrarlo seductor cuando registro que los seres humanos, a veces, representamos momentos relevantes en esas baratijas de las formas y los colores, y entonces, irremediablemente, en medio de la policía y la opresión, miro a los niños, hace cincuenta años, atravesando las calles en bicicleta o golpeando a una pelota y riendo, deteniéndose de vez en cuando frente al aviso de una silueta que ahora mismo los acompaña entre la nostalgia y la desquiciante experiencia de haber sido feliz entre la barbarie. Los Ampelmännchen son un recuerdo presente de la infancia de millones que, al mirarlo, saben que nunca nadie les quitó ningún pedazo de vida y que eso, la vida, es su triunfo más preciado.
Mediodía en Praga
Estos lares concentran doce siglos de historia, desde sus primeros pobladores celtas hasta ahora donde hombres y mujeres que tratan de adaptarse al libre mercado y, tal vez, sobre todo, a los turistas. En los últimos tiempos ha sido una tierra aplastada por dos guerras mundiales, la ocupación nazi, el socialismo y la intervención soviética además del convulso proceso de liberación, la llamada Revolución de Terciopelo. En ese contexto puede comprenderse la importancia de las palabras creativas, el humor y la música. Así puede valorarse la literatura de un hombre que recurrió a la broma irónica, al desfogue sexual incluso como un sendero para el reconocimiento de las propias flaquezas y que se adentró siempre entre los vericuetos de la música clásica y el jazz. Es un hombre que, como Praga en diferentes momentos, ha querido ser silenciado, por eso incluso lo expulsaron de su tierra aunque quienes lo hicieron no contaron con que este hombre llevaría su tierra consigo y trascendería universal. Estoy en la plaza vieja a un lado del reloj astronómico; es curioso pero sus doce campanadas del mediodía me remiten al tiempo detenido, entre las bayonetas soviéticas, el llanto multitudinario y el brioso piafar de los caballos. Es la Primavera de Praga, los tanques rusos cercenando el destino de los checos hace casi cincuenta años y el hombre escribe incansable para que esto no caiga en el olvido, pero no como una misión o una causa militante, sino como alguien que lucha así para que no le arrebaten ni un pedazo de vida. No lo entiendo pero lo hace entre las paredes milenarias y el entrecruce del río Morava, con nostalgia y gusto por la vida, o sea con alegría y hasta con humor. Por eso creo que el escritor no sólo ha llevado su tierra en la vida sino que la fuerza de sus palabras, su armonía y sus requiebres los esparció por todo el mundo. Vaya paradoja, cada uno de sus lectores lo lleva otra vez a Praga cada que visitan la ciudad, por eso es irremediable, aunque expulsado, vivirá siempre aquí para siempre, al haber rescatado la vida, Milan Kundera
Lennon en Praga
Lunes 8 de diciembre de 1980 por la noche en Nueva York frente al edificio Dakota, a un lado del Central Park: John Lennon recibe cinco balazos y muere minutos después. Millones de personas en todo el mundo están indignadas y muy lastimadas. En Malá Strana, Bohemia, un joven pinta en un muro cierta frase alusiva a “Imagine” y las autoridades de Praga la borran de inmediato; eso sirve como un acicate y al día siguiente en el muro aparecen más frases. Vuelven a ser borradas. Surgen más frases. Se borran. El muro aparece tapizado de frases alusivas a la paz mundial, los Beatles y Lennon. La policía coloca cámaras y la advertencia es clara: quien pinte otra vez será preso. No exagero al decir que estas expresiones sociales fueron definitivas para el inicio de la Revolución de Terciopelo poco más de ocho años después. Ahora en ese lugar de la República Checa cada quien pinta lo que quiere y como quiere. Es la democracia. Así como se lee: apoyo a Trump, el amor en Praga y hasta la promesa de una guerrilla como alguien que da el amor. Mientras varias personas escriben, ahora mismo un joven canta que imaginemos un mundo mejor. Me emociono, apuro una Krusovice casi hasta el fondo y enseguida anoto: John Lennon nunca visitó Praga.
La vida en grises
Hay quienes representan la vida en blanco y negro y quienes lo hacen en multicolores, entre una gama inconmensurable que existe para mirar y, sobre todo, vivir la vida. A mí me gustan las tonalidades grises, esas que comprenden claros y oscuros, nubarrones y límpidos cielos blancos, y entre esos, los matices; esas tonalidades recrean atmósferas difuminadas donde lo que predomina es instantáneo, fugaz, evanescente y simultáneamente imperecedero y perdurable. Como cuando alguien comienza a sentir nostalgia porque momentos como éste ya son pasado o como cuando al mirar estos momentos que son pasado de pronto aparecen estáticos, como una sonrisa imborrable a través del tiempo.
El corazón de Europa
Aquí se halla la memoria de más de mil años, entre la bruma del cielo y el murmullo del agua. Los gladiadores moldavos, los agricultores bohemios y los guerreros bárbaros. El constructor de fortalezas y puentes, el bienamado rey Carlos, pero también la estulticia y el derroche de otros monarcas como Rodolfo y Wenceslao; los austriacos que aquí conquistaron y luego huyeron de la resistencia, los barcos del comercio de las primeras cervezas del mundo, los escritos de Kafka, los bramidos de las trompetas y el estallido de la guerra, los dientes apretados contra los soldados nazis, el grito ahogado frente a la bota soviética y sus tanques, las letras de Kundera, la separación de dos países, la Revolución de Terciopelo, la persistencia de la memoria en la literatura y en la música clásica, con Dvorák que exalta el nacionalismo. Ah, el corazón de Europa. Es extraño, mientras pienso en esto veo que todo el cielo está en el río Moldava.
El sol sobre el Danubio
Budapest es una ciudad milenaria, austera y podría decirse que también silenciosa. Ah, y sobria: el art nouveau y el gótico tienen su espacio aquí sin las florituras de sus épocas tardías. La ciudad es como un testigo silente poblado por fantasmas que habitaron aquí desde hace poco más de tres mil años, celtas, romanos, hunos y eslavos, entre otros, hasta el implacable cristianismo con todo y la Guerra de los Treinta Años. Aquí se situó un gran reino hasta finales de la Primera Guerra Mundial cuando Hungría se desprendió del imperio austriaco y la paradoja es deliciosa: setenta y un años después Hungría reabre sus fronteras a Austria y con eso acelera la caída del bloque comunista en 1989 (desde mi punto de vista ese es uno de los momentos más sublimes entre la truculenta historia de ambos países). Hungría es una nación que sufrió la invasión alemana, aunque fuera con el beneplácito de su gobierno que simpatizó con Hitler y luego padeció la opresión soviética a punta de bayonetas y rodar de tanques disparando, entre el inicio de la Segunda Guerra Mundial y el reparto del mundo entre las naciones poderosas, es decir, ésta es la parte de Europa de Oriente que también miró sus sueños desguazados con el socialismo y que ahora desde la democracia encara sus desafíos como nación desarrollada y en el concierto del mercado internacional. La experiencia es tan clara como este cielo de verano: el absolutismo no es la ruta en cualquiera de sus vertientes.
Los rayos del sol atraviesan el Danubio y el viento persistente refresca mi rostro, como un asiduo cuchicheo de amantes incontrolables. Mientras escribo esto tres pequeñas golondrinas vuelan a contracorriente y, entonces, parecen como suspendidas en el aire, igual que Budapest se halla como suspendida en el tiempo.
El Parlamento húngaro
Frente al Parlamento húngaro, durante el cambio de guardia. En sesión solemne que festeja a la diversidad como la única atmósfera posible para la convivencia entre la pluralidad: la convicción democrática nunca busca avasallar a quienes piensan distinto
La Orden del Dragón
Hace alrededor de seiscientos años llegó aquí un hombre procedente de Transilvania para mostrar su respeto al rey húngaro. De voz en voz hasta nuestros días se cuenta que ese hombre era un príncipe pero, sobre todo, un guerrero inmisericorde con los invasores otomanos. Entró por la orilla este del Danubio —ahí donde cien años después fue construido el bastión de los Pescadores—, pasó por la iglesia de Matías erigida en el siglo XIII —el recinto es el que reproduzco aquí, naturalmente, reconstruido en la etapa final del gótico— y se internó por la cuenca de los Cárpatos montado en un brioso corcel; a lo lejos se miraba ondear una enorme capa negra con la que recordaba a su padre que integró la orden del Dragón. La gente más pobre de Budapest, los llamados olah, que erigen sus casas desde las cuevas que forman las rocas calizas, me comentan —según el intérprete que me acompaña— que la visita de este hombre alegró a todas las brujas muertas en el siglo XIV y que celebraron sus primeros cien años como no vivas con el extraño aquelarre donde extraían la sangre por el cuello de los jóvenes de Buda mientras cabalgaban desnudas. Lo cierto es que Vlad Tepes era un guerrero sanguinario que empalaba, vale decir, atravesaba a sus enemigos más testarudos; el príncipe hijo de la orden del Dragón, o sea Dracul, mojaba su pan con la sangre de éstos y así lo degustaba, por ello no es difícil comprender que en la lengua nativa de Valaquia la palabra Drácula signifique diablo. En 1897 el escritor irlandés Bram Stoker sintetizó en este hombre diferentes historias de vampiros existentes en Europa oriental: Drácula es un ser fantástico que puede desintegrarse en luz y niebla, e incluso en ratas, al amparo de la noche. Entre esas variaciones disfruto la versión de Francis Ford Coppola porque el despiadado Vlad concentra la concupiscencia demoniaca y desde ahí define un sendero erótico y amoroso desde el que Drácula y Wilhelmina Harker elaboran su propia construcción sexual cuando el escritor había construido a Mina como una mujer casta y pura (por eso es lamentable que la cinta hubiera suprimido varios desnudos de Mina, aunque la orgía entre el joven abogado y las brujas sea memorable en más de un sentido). Me despido de los olah, dos señores y una joven de piel muy blanca con unos ojos azules como cristales de Swarovsky y minutos después atravieso por el puente de los leones. Ahí el intérprete toma su propio camino y yo enfilo a descansar. La noche es oscura y fresca, no hay estrellas ni bruma ni luna. Sólo se oye el murmullo del río, y siento como si Vlad estuviera ahora mismo frente a mí. Está frente a mí. Es él y está sonriendo. Mide como dos metros de altura, tiene una túnica negra bordeada con yelmos dorados, parece un cuervo blanco que mueve sus manos como si estuviera a punto de volar, sus cabellos negros ondean como golondrinas suspendidas en el aire. Su sonrisa se ha vuelto carcajadas, está feliz, creo que me pide silencio; sí, pide que escuche el aullido de los lobos, y ahora lo hago, coincido con Drácula y los vientos que soplan desde Transilvania (a lo lejos se miran los Cárpatos silentes, los árboles extrañamente estáticos): esos aullidos son como música para nuestros oídos.
Los baños de Budapest
En el principio fueron los celtas que llegaron a este lugar en el año uno antes de Cristo, y luego fueron los romanos; los húngaros arribaron más tarde, en el siglo X, y desde entonces fortalecieron sus raíces culturales con un denuedo que ni la invasión turca pudo disolver —en todo caso la enriqueció—, más aún, en los siglos XIV y XV éste fue uno de los pocos territorios de Europa del Este que abrazó al Renacimiento; el reino de Hungría fue uno de los más prósperos de aquellos años hasta su derrota ante los otomanos a mediados del siglo XV. Su raigambre cultural es tan poderosa que, por ejemplo, los baños en aguas termales han trascendido desde los primeros días del reino húngaro hasta la actualidad —soportaron dos guerras mundiales al recibir los bombardeos más cruentos quizá sólo después de Berlín, en 1945. Son reconfortantes esos baños y toda una tradición, hablo de hace más de quinientos años, cuando los magiares comprendieron que la naturaleza les compensó de otra forma por la ausencia de litorales al asignarle el afluente más prodigioso de aguas termales del mundo: ochenta manantiales geotérmicos e infinidad de pozas en el territorio. Este dato es sorprendente: en este territorio brotan más de setenta millones de litros diarios de agua termal, por eso Budapest fue declarada la ciudad de los balnearios en 1934. En esta fotografía se observa uno de los balnearios de mayor tradición en el país —y entre los más grandes del planeta—, fundado hace poco más de cien años, llamado Széchenyi. Su estilo neogótico se afianza en los intersticios de sus salas de aguas termales, con más o menos sales y azufre y, sobre todo, con diferentes temperaturas que van desde los 40 grados hasta los 17. Hay doce piscinas de diferentes tamaños rectangulares y hexagonales y en las paredes de mosaico blanco regaderas, bancas para colocar toallas y, desde luego, baños sauna. En las fosas más calientes veo personas meditando, dormidas, recibiendo masajes o jugando ajedrez; en las más frías juegan jóvenes de distintas nacionalidades, abundan eslavos y japoneses. El instinto me hace andar en círculos, entre el sauna, la pileta más caliente, una cerveza y el regocijo a la vista de ver tantas mujeres hermosas, pero en serio bellas: húngaras, croatas, checas y eslavas —además de la mexicana que ya me desguazó el corazón.
Desde una tarde en Budapest
En un país chiquito legiones de enanos celebran que haya medios de comunicación que no cubran las Olimpíadas porque no les gusta su información anodina y, luego, esa óptica intolerante recibe un merecido soplamocos con una cobertura alternativa que pone a Canal 22 ofreciendo cosas tan serias como una vidente o a alguien dando tips para conquistar brasileñas. En ese mismo país chiquito las mujeres del voleibol se encuentran en la cúspide de la fama porque tienen muy buenas nalgas, y las tienen, sin duda, pero muchos usuarios que las festejan parecen micos en zoológico agradeciendo algún premio a su buen comportamiento animal y los medios, claro, aprovechándose de ello; la cultura del deporte es lo de menos: por eso no extraña a nadie el nuevo fracaso de la delegación olímpica mexicana. En el otro extremo está aquella mujer que vive del estruendo y que desde su obesa existencia crítica a quien cuida el cuerpo, como si el desinterés por la salud y la estética fueran valores éticos o periodísticos, según la señora Sanjuana Martínez. Parte de ese México chiquito calla cuando un líder político que se ostenta de izquierda acusa a otro porque sus planteamientos son antibíblicos, también silencia cuando se confunden acuerdos políticos con incentivos para acallar protestas como en el caso de la CNTE. Expresiones pequeñas como esas tienen al país varado. Por eso yo, hoy para tomar respiro en el diario trajín, me quedo con un atardecer en Budapest y los abrazo desde acá a todos ustedes
Iglesias de Praga
Desde Praga registro buenas noticias: dado que cada vez hay menos creyentes en dios, y en particular menos católicos, las iglesias se están ocupando para otras actividades: hay bibliotecas, salas de concierto, escuelas de baile e incluso una discoteca. Aún hay millones de personas que prefieren la fe y los prejuicios en vez del conocimiento razonado de las cosas y los sucesos, como en México, donde la Iglesia católica condena los enlaces homosexuales con la simpatía de amplios sectores conservadores, incluida una revista como Proceso, de la prensa militante. Pero estoy seguro de que los afanes civilizatorios del hombre terminarán por convertir a estos recintos entre los vestigios más representativos de nuestro ser primitivo y fósiles de una era en que alguna vez el hombre condenó la ciencia y a quienes pensaron y actuaron distinto de los designios celestiales.
Tren a Transilvania
El tren inicia su marcha al caer la tarde en Budapest. Es un viejo coloso de la era comunista, de finales de los cuarenta del siglo pasado: sobrio y austero, lleva con dignidad las zonas oxidadas que no son pocas y que lo tiñen de azúl pálido y ocre. El camarote en el que nos encontramos mide más o menos dos metros cuadrados con una litera de tres camas; yo estoy en la de abajo recargando la cabeza en una almohada de trapo y en Carta al padre, de Kafka, mientras escribo frente a la pantalla del teléfono móvil. Gabriela lee y Mateo escucha música. Poco a poco, al paso de hora y media van quedándose dormidos como la mayoría de los andantes que ya apagaron las luces. El tren es perseverante en su andar pausado, de vez en cuando emite silbidos secos, profundos. A las diez menos veinte de la noche ya estamos lejos de la ciudad y aún faltan seis horas para estar dentro de los montes más profundos de Rumania. La noche es inmensa. El tren anda cada vez más solo con sus ruidos de viejo, en la ladera izquierda hay menos casas y más sembradíos, al este la luna en tres cuartos tiene ligeras tonalidades rojizas. Hace calor pero los vientos intermitentes lo atenúan. A las doce menos cinco de la noche comienzan a dibujarse sombras en el horizonte que se asemejan a las rocas calizas de las cuevas, carecen de formas pero aún así podría decirse que muestran relieves y siluetas similares al estilo gótico; esas sombras son tan intensas que la noche parece más clara y la noche es tan oscura que no hay estrellas. Ni una sola. Es el mismo cielo que hace mil ochocientos años vio la primera tribu que pobló aquella región en la ladera del Danubio, al otro lado de los Alpes, es decir, esas sombras son como los árboles que vieron los dacios y que, desde entonces, en su honor llevan su nombre. La luna está roja y el sonido del tren es más persistente cuando a lo lejos, en esta noche calurosa iluminada por las montañas, se observan los Cárpatos, misteriosos y arrogantes. En este preciso momento el tren emite un largo silbido, suena como un lamento, prosigue su marcha cansina y nada más. Esta es la segunda cordillera más extensa después de los Alpes y abarca las fronteras de Austria, República Checa, Hungría, Polonia y Serbia, además de Rumania, que es donde concentra la mayor cantidad de bosques inexplorados y que equivale al 65 por ciento del total, 250 mil hectáreas donde habitan osos pardos y lobos, entre otras especies. Ignoro si alguna de aquellas sombras milenarias es una de las cimas más altas pero en esta región rumana de seguro está la segunda más imponente de los bosques con 2 mil 500 metros, además de que en estos lugares se ubica su máxima anchura. Creo que a esas inconmensurables dimensiones se debe que al mirar el perfil de la cordillera pareciera como si las ramas de los árboles le estuvieran desgarrando su propia oscuridad a la noche, y tengo la sensación de que el aullido de los lobos lo está festejando. El tren continúa el camino luego de una interrupción de la policía más o menos prolongada, que revisa nuestros pasaportes y, con mirada fulminante creo que en perfecto rumano, pregunta si nosotros somos nosotros y si vamos a donde vamos y por cuántos días —nuestras respuestas fueron en un español que se limitó a decir Sí o No más un atrevido Qué amable. Pero el tren es más serio aún que estos señores e indiferente a los avatares de los viajeros prosigue rumbo al destino. La noche ha refrescado, el viento ahora es impetuoso y cada vez se miran mejor, vale decir, más oscuras, las puntas góticas de las montañas. En los bordes se extiende un delgado cinturón de niebla. Gaby y Mateo duermen profundamente, son las dos de la mañana, y el tren se interna resignado pero firme en la negritud de los bosques; sus sonidos son más nítidos y vigorosos, parece una bestia que, una vez más, combate entre los intersticios de los montes con la inmensidad de la naturaleza, aquí se encuentra más del treinta por ciento de las plantas y la cuarta parte de las aguas termales europeas. La pendiente se hace más pronunciada, las ramas golpean ligeramente los ventanales, la niebla es cada vez mayor y hace más frío. Se escucha el esfuerzo de la máquina, sus silbidos guerreros, y ahora parece que también nos estamos moviendo sinuosamente, como si estuviéramos en un sismo oscilante de seis grados, cuesta arriba. Ya estamos internados entre los árboles que tienen sus ramas como si fueran garras y, así, parece que no sólo éstos devoran la noche sino a este viejo coloso comunista. Son los Cárpatos meridionales, y no hay una foto para Facebook más que las imágenes que intento dibujar con estas letras. Tengo la sensación de que si el tren tuviera vida está luchando por su vida ahora mismo y por eso no se detiene ni un instante, e incluso creo que sus ritmos que suenan vigorosos ahora son para no dejarse intimidar por este ignoto adversario y sus bandadas de murciélagos pequeños. La luna ya está completamente roja, únicamente miro el tronco de los árboles, abajo la niebla, y el aullido de los lobos me hace voltear a todos lados. Volvemos a subir trabajosamente y luego a bajar, el tren se asemeja a un barco a la deriva pero su máquina no cesa. Son las cinco menos siete minutos de la mañana y estamos en una cima bien pronunciada, me cobijo lo mejor que puedo y salgo a uno de los pasillos del tren, enciendo un cigarro y miro a un hombre a mi lado izquierdo que le sonríe al horizonte; volteo la mirada para conocer lo que le llama la atención pero sólo veo más niebla en las laderas de las montañas y las coníferas iluminadas por la luna. No hay más ruido que los arrestos del tren y el soplido del viento hasta que este hombre levanta la mano derecha y con el dedo índice apunta al motivo que ilumina su rostro, enseguida pronuncia con voz metálica y queda mientras abre más los ojos: Transilvania.
La Rumania del comunismo
Rumania es una nación lastimada por distintas causas, prácticamente desde su origen hace alrededor de dos siglos. Son muchas las cicatrices que tiene Bucarest, algunas punzantes todavía, perpetradas por el pensamiento y el actuar totalitario de un hombre que ostentó el poder más de veinte años desde 1967 hasta 1989. El nombre de Nicolae Ceausescu está vivo en la memoria de los rumanos, primero, como un gran farsante —durante los primeros años de su gobierno sacó al país del Pacto de Varsovia y condenó la intervención soviética en Praga en 1968— y luego como un ser implacable: se proclamó como El Conductor e incluso mandó hacerse un cetro, y en esas condiciones suprimió las libertades, todo, con el pretexto de construir una sociedad igualitaria; construir, literalmente, por eso desde 1972 derribó edificios, barrios y sinagogas de Bucarest, con la pretensión de erigir multifamiliares idénticos en estructura y dimensiones, además de darle un sentido arquitectónico al proyecto socialista; sobresale el neoclásico y la imitación del andamiaje soviético de la era de Stalin. El edificio color crema que está a lado derecho fue —y sigue siendo ahora— el Ministerio de Policía del viejo régimen —sólo capta una tercera parte de sus dimensiones—; en el edificio barroco color ocre desempeñó sus actividades la terrible franja de seguridad de la dictadura que intentó vigilar todos los movimientos de los pobladores rumanos y fue durísima con quienes, a su juicio, no mostraban amor por la patria, lo que significaba en ese entonces obedecer como un perro fiel los designios de El Conductor; cualquier otra forma de ver las cosas implicaba estar con el bloque soviético o el polo norteamericano. Pero decenas de miles de personas se rebelaron y lograron una concentración multitudinaria el 17 de diciembre de 1989, lo cual fue demasiado para el régimen: Nicolae Ceausescu ordenó al ejército disparar y murieron decenas de personas, el número exacto es imposible determinarlo pero aquí se habla hasta de trescientas. Esto provocó que las movilizaciones se extendieran en otras ciudades, sobre todo en Bucarest. En esta ciudad sucedió el último discurso del dictador en la plaza central: el 21 de diciembre de 1989 prometió aumentar los salarios pero los pobladores lo abuchearon. Las fuerzas armadas se declararon en rebeldía y apresaron a Ceausescu, de 71 años de edad, y a su esposa Elena Petresco, también septuagenaria. Hubo un juicio en su contra que tuvo una gran relevancia mediática y el 25 de diciembre de 1989 fueron fusilados los dos; cayeron muertos por las balas que ellos emplearon tanto. La señora Petresco también fue un personaje terrible. Los cargos: genocidio, daño a la economía nacional, enriquecimiento inexplicable y uso de las fuerzas armadas contra civiles inocentes. En varios medios de comunicación está el registro de una llamada telefónica que habría hecho Ceausescu al jefe del Ejército para ordenar que continuara la represión, a lo que éste le contestó algo así como: “Señor presidente, acá afuera hay una revolución. Usted está solo. ¡Buena suerte!” Aun muertos los líderes de la tiranía, las manifestaciones en Bucarest no cesaron, querían ver los cadáveres por televisión porque no creían que todo eso hubiera terminado. Los rumanos fueron complacidos. 27 años más tarde, caminar por Bucarest es impresionante, su estructura urbana permanece como testigo de esa atroz dictadura.
Vlad Tepes y la tormenta
Hay bosques con historias, reales e inventadas o una mezcla de éstas, a las que llamamos leyendas. Los Cárpatos meridionales, por ejemplo, comprenden fascinantes hechos medievales, grandes épicas en la disputa por los territorios y los reinos que ostentan fantásticas riquezas —relieves de marfil, maderas blancas, de roble y nogal además de piedras preciosas— y, sobre todo, ostentan dominio sobre el otro lo mismo para infundir creencias religiosas que para obtener tributo o el pago de aranceles, por eso aquí también se encuentran los rastros de guerreros formidables o de las grandes ejecuciones medievales que se perpetraron con imaginación sanguinaria; las invasiones de los tártaros, el incendio de las ciudades y las iglesias, las disputas entre ortodoxos y católicos, la crueldad con los luteranos en el nombre de Cristo. Estos montes son testigos silentes del ferviente deseo de Elizabeth por permanecer siempre joven embadurnando en su cuerpo la sangre de sus víctimas, en el siglo XV; de los amores extraviados de María Alexandra Victoria que, amando a su sobrino, debió casarse con Fernando para ser reina en los albores del siglo pasado y por razones que sólo conoce el destino convertirse en poeta. Mientras escribo todo esto cae la tarde y el cielo tiene un gris similar al pelaje del lobo europeo; llueve aquí, profusamente, y la bruma se extiende paulatinamente, espesa, por toda esta ladera; ahora arrecia: es una tormenta con relámpagos. Estoy en la ladera de un castillo, en la orilla con Transilvania y un trueno estremece al cielo y cae otro más, y otro. Llueve como en el diluvio y la niebla ya cubre el horizonte. Este castillo se construyó en el 1211 para cuidar la frontera con Valaquia, en el principio fue de madera, casi puro roble y algo de pino, pero luego se construyó con rocas… Juro que nunca había visto llover tan fuerte en mi vida, ahora mismo parece como si el agua estuviera absorbiendo a los árboles o el cielo se nos viniera encima, en la cima de estas tierras a dos mil metros de altura. Mientras ocurre esto anoto que en este castillo mandaron reyes desde 1230 hasta 1600. A principios del siglo XV vivió Vlad Dracul, un hombre despreciable que para obtener los favores de los turcos regaló a dos hijos que vivieron en una cárcel en la región de Hungría, entre ellos Vlad. El pueblo enterró vivo a Dracul, harto de sus fechorías y nunca imaginó que Vlad regresaría para vengar a su padre: prácticamente arrasó con todos y a muchos de ellos los empaló, por lo que sufrían dos o tres días antes de morir desangrados. Más tarde empaló a un pueblo entero para atemorizar a los turcos. Se cuenta por acá que una vez algún gitano robó comida y que, en castigo, Vlad Tepes lo cocinó vivo y lo ofreció en pedacitos como comida a la familia del ladrón. Vlad fue un ser despiadado que murió en alguna refriega con los turcos, cuando le cortaron la cabeza y el brazo derecho. Lo demás es harto conocido: Vlad y Elizabeth fueron fuentes de inspiración para que Bram Stocker escribiera una de las novelas más conocidas de la literatura universal. También lo fue este castillo en donde ahora mismo estoy, resguardado de la lluvia. Aquí en Rumania muchos creen en los vampiros, dicen que son como seres etéreos, desolados, que vagan por los pueblos, secando sus tierras. Drácula es una leyenda de esas que también guardan los Cárpatos, pero lo que sí es cierto de toda verdad es que alguna vez, hace más de quinientos años, Vlad Tepes caminó por esta colina y miró esta regia fortaleza y tal vez, sólo tal vez, caía una tormenta formidable y la niebla cubría todo el bosque.
La 3 de 3 en Estambul
Que los seguidores de Andrés Manuel López Obrador le hubieran pedido precisiones a su declaración tres de tres no es cosa menor, y no sólo porque con eso muestran vocación democrática sino porque obligan al líder a explicar todos sus ingresos, todos, además de sus gastos fiscales, por eso creo que hoy es un buen día para la democracia mexicana ya que, más allá de filias o fobias, los políticos de cualquier signo deben ser transparentes, y los ciudadanos no son solovinos de nadie como no lo es tampoco la prensa alternativa que presionó al tabasqueño con sus cuestionamientos… Las turbulencias del vuelo a Estambul me advierten abruptamente que estaba dormido y soñaba, y es que éste es un habitual día de verano, lluvioso y nublado antes de que a mediodía salga el sol, y los vientos arriba andan soliviantados. Creo que el avión se va a desbaratar de un momento a otro pero la tranquilidad de las demás personas provocan que, por respeto a mí mismo, haga como que estoy leyendo las noticias en turco y con aire intelectual. Enseguida me asomo por la ventanilla y creo que lo hago con la misma naturalidad con la que ahora en México todos somos expertos en gimnasia. Antes de que el avión nos vuelva a sacudir alcanzo a mirar el inmenso Mármara y los puertos boyantes de estas arenas de Constantinopla y ya no lo puedo hacer porque suceden otra vez las turbulencias. Llovizna y al horizonte se asoma el sol. No parece que hace varias semanas hubiera aquí un intento de golpe de Estado, la salida del aeropuerto es de lo más natural y, en todo caso, llama la atención el enorme nacionalismo que hay en esta ciudad, hay banderas por todos lados, sobre todo en las grandes avenidas, ondean de tal forma que algún usuario de las redes sociales mexicanas, me refiero a uno perteneciente a las legiones de tontos, pudiera asegurar —porque ellos todo lo saben— que los turcos son tan iletrados que ostentan su bandera al revés. Como sea, se percibe tranquilidad: las interrupciones cotidianas de los rezos musulmanes y en la radio y la televisión las arengas de Erdogan que invitan al pueblo turco a celebrar los primeros dos años de su gobierno. Así es como, al caer la tarde, Gabriela, Mateo y yo caminamos a Santa Sofía hasta registrar la foto para Facebook frente a la Mezquita Azul. Sí, esto es Estambul, un territorio con una enorme riqueza cultural; ahora es como un avión que se sacude por las turbulencias entre el cielo grisáceo y la lluvia. No obstante la gente está tranquila, como si viviera en el menos peor de los mundos posibles. O eso creo.
Estambul
14 de agosto, Estambul, Turquía. El pronóstico del tiempo resultó certero para este domingo: el azul cielo enmarca al mediodía los 26 grados previstos, sin nube alguna. En cambio, el pronóstico político falló y qué bueno: entre la sociedad había crecido el rumor —y el temor— de que el día de hoy algunos otros sectores del Ejército intentarían otra asonada contra Erdogan, y los motivos son conocidos: creciente autoritarismo, nacionalismo concentrado en la imagen del presidente y jefe de Estado, su diálogo con el grupo armado kurdo —al que se opuso Gülen— y la depauperización creciente del nivel de vida de los sectores medios, entre los 80 millones turcos, y algo más: la inminente decisión de establecer la pena de muerte para quienes perpetraron la asonada militar del 22 de julio pasado.
En este momento, cuando son las 12 del día, camino por la zona de los templos y los museos de Estambul —el barrio se llama Sultanahmet—, justamente en donde ocurrió el atentado suicida donde murieron ocho turistas alemanes y un peruano el pasado 12 de enero: hay 23 policías en la zona y no sé cuántos otros vestidos de civil. En el aeropuerto internacional de Aratürk también se reporta todo sereno, a diferencia de lo acontecido ahí hace muy poco, cuando otro atentado suicida cobró la vida de 42 personas e hirió a más de 215. En lo que va del año han ocurrido siete atentados y, al menos en lo que alcanzo a ver, hay pocos turistas. Pero esta vez, insisto, hay calma.
En Ayasofya Camii, o sea la Mezquita de Santa Sofía, entran y salen fieles de Mahoma —con burka o sin ella las mujeres, y turbante o sin él los hombres, que por lo regular son procedentes de Asia—. Por allá en el Mercado de las Especias y la plaza cerca del puerto el calor arrecia y abundan jugos de granada y naranja, además de unos gritos como de La Lagunilla pero en turco, ofreciendo elotes, castañas y pescado. Los barcos zarpan con al menos doscientas personas y veo al menos cinco barcos, con destino al Bósforo y de vuelta; el Mármara está tan tranquilo como la atmósfera política; a bordo de El Constantino tomamos el té, negro, de manzana o granada y lo menos tranquilo lo generan las gaviotas que se acercan a los viajeros con la misma persistencia de los moscos, o de los gatos y los perros que abundan en estos lares —con su orejita sellada porque están atendidos por el área de salud municipal.
Aquí y allá, todo está en calma, o eso parece. Para entrar al mercado egipcio hay un mínimo control policíaco igual que cuando se abordan los tranvías; cerca de la Mezquita Azul dos policías le piden a una mujer turca su carnet de identidad como quien da las buenas tardes y enseguida beben agua mineral. En la isla de Galatasaray las cosas se hallan tranquilas igual que en la discoteca La Reina, que está en el estrecho europeo del Bósforo, y que en todo caso lo más que podría soliviantar al buen ánimo es el costo de la entrada, que es de unos 40 euros. En el Hipódromo, que es la construcción más vieja, vestigio del imperio romano, todo en orden, incluso me entusiasmo al ver una construcción que se llama Kuzguncuk porque ahí coexisten estructuras judías, cristianas y musulmanas. Alá tiene 99 nombres, según el islam, y esto lo apunto como cuando quise ser el niño adelantado de la clase, para luego preguntar por qué no cien, ya entrado en gastos; como sea, le rezan con fervor a cada llamado del muecín, o líder de la mezquita, que se oye con unas bocinas grandes por todas las calles.
Es un domingo tranquilo, incluso podría decirse que festivo: en algunos sitios los turcos lanzan porras —o eso intuyo— como descendientes de los guerreros de Constantinopla en favor de su equipo de básquetbol contra las brasileñas —no sabemos cuál sea la razón, pero Gabriela, Mateo y quien esto escribe, lanzamos uno que otro viva al país de la estrella y la luna menguante.
Tengo la sensación de que aquí las personas están acostumbradas a vivir con la posibilidad de que, en algún momento cualquiera, salgan otra vez los tanques a las calles, salten hechos pedazos cuerpos humanos como hace cuatro días en otras regiones del país, donde se registraron dos explosiones que dejaron más de 45 muertos, o simplemente su jefe todopoderoso cambie la paz que está construyendo con Putin y lance otro ataque contra los separatistas kurdos más testarudos; en todo caso hará lo que a él le convenga para afianzar su poder y ahora está muy contento: la participación multitudinaria de los turcos el domingo pasado fue una gran demostración de su poder: en unos días celebrará sus primeros dos años en los cargos y buscará reelegirse, ya veremos si cierra la frontera con Siria a petición rusa o si se incrementan los 81 mil funcionarios despedidos por la intentona golpista. Es el menos peor de los males, y en las redes sociales turcas parece que se comprende eso, y aunque no, tienen la férrea vigilancia de la policía. Aquí en Estambul, donde habitan 15 millones de habitantes, el 90 por ciento cree en Alá y ha depositado en él buena parte de su destino. Hoy, el cielo azul marca todavía, a las siete de la noche, los 26 grados. Ah, y las gaviotas graznan en el puerto con una persistencia como la que tienen los gatos para exigir comida al lado y a veces encima de las mesas de los restaurantes.
Una reflexión cubana
Hace 57 años Fidel Castro tenía treinta y tres años y ya era un inmortal. Pero no porque la Revolución Cubana implicara el primer eslabón perdido del llamado imperialismo yanqui y, entonces, fuera una opción alternativa para la convivencia humana. No. Fidel Castro ya era un inmortal pero no por eso ni porque libró alrededor de 650 atentados o porque cumpliera ya los noventa años. El mítico comandante ya era un inmortal porque detuvo el tiempo de la isla desde que encabezó al victorioso Ejército Rebelde aquel primero de enero de 1959. Su presencia está viva en el mundo aislado de los cubanos y en la amenaza que pende sobre ellos para expresarlo, en su miseria atroz y su cada vez más dramático consuelo en los adelantos de su medicina, porque en el país no hay medicinas, o en la educación, porque tampoco hay trabajo.
Por cierto que Fidel Castro también detuvo el tiempo de algunas legiones en el mundo que, como en México, lo felicitaron por su cumpleaños, sí, a él, al nonagenario dictador que defraudó los sueños socialistas, al hombre que vive en al menos tres mansiones como los reyes o los sultanes de otras regiones y periodos históricos. “Fidel Castro, felicidades, Comandante”, profieren ridículos —como si además el anciano los leyera—, ajenos no sólo al entendimiento de la democracia sino al sufrimiento de millones de personas en Cuba.
Esos simpatizantes trasnochados de la historia se basan en el supuesto ideal que aplasta el derecho de las personas a pensar y actuar distinto a la causa que se les señale, en el nombre de la patria y siempre contra un enemigo formidable, por lo que el pueblo debe resistir, patria o muerte. Sí, me digo a mí mismo mientras paseo por el Gran Bazar de Estambul, buena parte de los dictadores o potenciales dictadores coinciden en exacerbar el nacionalismo, y son inmortales porque la estupidez humana los sigue como moscos atraídos por un foco.
Santa Sofía
Hace poco más de mil 700 años se construyó el templo que miro desde la terraza del hotel donde ahora mismo desayuno. A las cinco menos diez ya se siente el calor húmedo y algunas, intermitentes, ráfagas de viento un poco más frío que el refresco y que se sienten como besitos en la espalda.
En el principio ésta fue la catedral ortodoxa bizantina más relevante de Constantinopla, luego una mezquita y ahora es un museo —más o menos durante sesenta años, en el siglo XIII, además fue un templo católico. Su nombre es la Santa Sabiduría, o Santa Sofía, y sus cuatro almenares —si tomamos la raíz castellana— o minaretes —si acudimos a la genética idiomática francesa— están entre lo más hermoso de las mezquitas en este pedazo de mundo y sus creencias. Minar significa faro y cuando se construyeron ayudaban a darle luz a los caminantes, y ya luego sirvieron para que desde las alturas el gritador o muecín convocara cinco veces al día a la oración.
La mezquita de Santa Sofía o Ayasofya Camii, como se le conoce aquí, a pesar de que ya no es una mezquita (lo fue en 1453 cuando los otomanos dominaron el territorio), no sólo es una referencia obligada para los turistas sino quizá la referencia más relevante para los turcos de este lado de la ciudad vieja. Desde 1935 es un museo y ahí mismo, en sus paredes, se encuentra el registro de su historia milenaria. Cuando termino de escribir esto las nubes están esparcidas y en el cielo revolotean y graznan al menos quince gaviotas; en este instante el muecín llama por segunda vez en el día a la oración y a mí me resulta como el señor de los tamales oaxaqueños que hace la vendimia en las calles de varios estados del país, nada más que en idioma turco y con un ligero temblor de voz que alarga las vocales. El azul del horizonte se mira espléndido, apuro mi té de manzana y así me despido de Estambul, una ciudad entre las más hermosas del mundo junto a Londres, París e incluso Praga. Aún no despega el avión y ya siento nostalgia por estas tierras de Constantinopla.
Amsterdam para turistas
Casi todas las grandes ciudades del mundo tienen zonas maquilladas, paletas de pintura con las que a veces confundimos la obra. Son algo así como aparadores construidos con la intención de atraer al turista, por eso no puede decirse que el viajero conoce el sitio donde está si sólo transita por esos vericuetos. Es como si alguien dijera que conoce la vida de Van Gogh con sólo mirar —y además sin conocer— “La noche estrellada”.
Aquí en Amsterdam tengo más claros esos cinturones turísticos erigidos para el despliegue de la vida apacible —cultural en lo posible porque mientras más sea de fácil consumo, mejor para el consumo— y la mercancía al alcance de cualquier bolsillo. Por eso, este pedazo de ciudad me resulta “hechizo”, construido para el turista, donde quienes menos viven son los holandeses y donde los menos auténticos son —somos— precisamente los turistas. No exagero, por ejemplo, aquí se encuentra el mayor consumo de marihuana de Europa y los jóvenes de esta, la también llamada Nueva Venecia, son quienes menos fuman la yerba en el continente.
De cualquier modo, y aun dentro de estos montajes, hay signos de autenticidad que, varios de ellos, permiten conocer —y en mi caso incluso aspirar a que suceda algo similar en mi país— los alcances de la tolerancia, por ejemplo la que se desprende de la convivencia cotidiana que sucede entre los creyentes que concurren en la muy católica basílica de San Nicolás y los andantes que buscan fumar la mejor marihuana posible o pretenden con fervor religioso el mejor sexo posible entre una oferta confeccionada con vitrinas para heterosexuales o gays. A mí me divierte escuchar los llamados a misa mientras miro deambular como fanáticos religiosos a esas otras personas tan seculares como la vida misma; si pudiera captar una fotografía de esto la titularía “Un mundo posible a la doble moral”.
Aquí comenzó este viaje con mi familia, el 27 de julio pasado, y aquí concluye también. Estamos a unas horas de abordar el avión y llegar a México a las cuatro de la mañana. Les agradezco mucho a quienes acompañaron estas estampas viajeras, que fueron escritas para hacerlos a ustedes junto conmigo en el festejo de mis cincuenta años, que aquí también termina.
Les digo gracias a las siete y media de la noche mirando en el cielo un azul cielo espléndido, nítido, intenso, sin un solo algodón que lo contraste. El calor aquí en el verano es casi sofocante y la brisa del río Ámstel conjunta continuos abrazos tan frescos, similares a los que les he mandado y he recibido desde esta esfera digital y dejan entre nosotros algo muy parecido a lo que sentimos al mirar “Los girasols” de Van Gogh. Por eso es que los abrazo otra vez. Y les agradezco también con una de las imágenes con las que más me identifico de este viaje: un viejo y oxidado tren de Budapest, que transita diario con el mejor esfuerzo posible y que lleva en la hojalata como todos nosotros en la piel y en los recuerdos, el paso del tiempo, y un aviso continuo de que ese tren ya pronto dejará de marchar, aunque mientras eso suceda, emite silbidos alegres, impetuosos, todavía llenos de vida. ®