Rezaban por mí, acudían a mí los pastores de los tabernáculos caídos, una de las enfermeras del hospital prometió llevarme a Disneylandia, y nunca nos vimos de nuevo; ese tipo de engaños, de estrategias perspicaces eran el modus operandi de los adultos en el hospital y, visto en perspectiva, de la especie humana.
Todos los grandes monstruos de la historia nos han robado el corazón de alguna manera: los sentimientos incomprendidos de Frankenstein, la tristeza de la inmortalidad de Drácula, el amor imposible de King Kong, el decidido autoaislamiento del Yeti, incluso la estúpida y pedófila sonrisa del payaso McDonald’s. En Cuaderno para matar escorpiones Christian Núñez (México, 1981) reúne arácnidos, fetos, caracoles, oficinistas, suicidas y, peor aún, publicistas. Uno de los monstruos más audaces del bestiario —el niño enfermo— tiene cáncer pero no se muere, sobrevive para convertirse en publicista, ¡qué destino! Núñez también sospecha que ninguno de estos outsiders ha conseguido lograr su misión: integrarse a un ámbito social donde los seres humanos resultan incluso más terroríficos que las bestias reptantes y de aguijones envenenados. —Luis M. Hermoza
Un abrazo, ella dice
Una carta en un sobre amarillo
Una cabeza de búfalo
Y un acordeón.
Breathing Exercises [24.05.2009]
Cuando no haya inspiración, repite con otras palabras los mismos sonidos que hacías de pequeño en el vientre de tu madre. El mismo titilar de las estrellas, el mismo viaje automovilístico, los mismos nueve meses. Nunca olvides que para vivir, para morir, las palabras de los niños tienen que ser cacofónicas y discordantes.
Running Wild [24.05.2009]
Una mujer y un niño compraron cinco caracoles y los pusieron a correr en cuenta regresiva, y ninguno fue capaz de volver ileso a la tienda de mascotas.
Drawing Circles [15.10.2009]
El hombre camina rumbo a las ruedas de los autos. El hombre dice que las ruedas de los autos no van bien, no vienen bien, no están girando. Las ruedas de los autos no giran, dice el hombre. Camina rápidamente al supermercado para devolverle al mundo un montón de revistas viejas. El hombre fuma arriba de la montaña de los difuntos cantores. Se refugia debajo de la montaña de los difuntos cantores. Prepara una sola canción, una sola gran canción antes de la última lluvia, y la entona en los supermercados, a la salida de los supermercados, en los estacionamientos de los supermercados, a la izquierda de los vehículos de los supermercados, a la derecha y persiguiendo a los automovilistas, a los choferes que llegan uno por uno a ordenar las bolsas en las cajuelas de los coches. Entona la canción del mal. Y les entrega a los choferes un cuento, estira la mano y ellos depositan en su lata las mismas tristes limosnas. Y el hombre les cuenta una historia para recordarles frente al televisor, en la ducha fría, en los momentos de placer conyugal, en las inspecciones a los hijos que duermen abrazados el uno contra el otro, para recordarles lo mismo. El hombre cuenta la misma historia, fuma el cigarro de siempre, los conductores lo esperan a la salida del estacionamiento, le ofrecen una cerveza junto a los tanques, en las gasolineras de autoservicio, en las entradas de los hoteles, y el hombre se aflige oyendo la música que transmite la vieja estación del universo. Toma un respiro y reza un ave maría. Y la luz del universo es azul a la hora del ave maría del hombre. Dios, dice el hombre. Dios, Dios, Dios, Dios, dice el hombre, y camina hacia los cementerios. Busca las cocheras particulares, reza bajo las llantas, busca la torre de la iglesia, la más alta de las torres, la única torre más alta de las torres, y se avienta. Busca el mar, las estrellas de mar, a los autistas que atrapan estrellas de mar y, desconsolado, nada hasta la orilla opuesta, se corta las manos en la orilla del cuento, es el diluvio, dice, el diluvio, y una ambulancia lo traslada al inicio de la narración.
Athletic [15.10.2009]
Este hombre corría porque no podía ver sus ojos. Corría miles de kilómetros y no encontraba la forma de volver a ponérselos. Y sus ojos se fueron alejando. Este hombre empezó a salirse del mundo. Se le fue de las manos la realidad. No reconocía límites. Hablaba solo. Y su voz eran varias voces. Y su boca eran varias bocas. Y su lengua eran millones de lenguas. Una noche bajó a la ciudad y rentó un departamento. Se compró una cajetilla de cigarros, y fumó, y aplastó los cigarros, y habló por teléfono averiguando si su madre vivía. La llamó; le dijeron que estaba a punto de parirlo. Entonces, despertó. Auxilio, decían los ojos de este hombre que había perdido el camino de regreso. Auxilio, decían los ojos. Y el hombre lloraba cogido de una manta sobre la cual millones de insectos habían eyaculado previamente. Y la habitación estaba repleta de insectos, el hombre lloraba encima de los insectos, y nadie le recitaba un poema. Pidió un taxi. Esa noche lo trasladaron hasta una tumba, leyó un pasaje de la Biblia y la Biblia lo sujetó de la ropa y le dijo: Cálmate. Y el hombre la escuchó. Los pájaros tiritaban sobre las copas de los árboles, los pájaros crujían y el hombre tenía miedo. Ese miedo le hizo huir. Pasaron veinte años. El mundo se pobló de nuevos atletas, demasiado jóvenes, demasiado inteligentes y demasiado bellos para estar solos. Sin embargo estaban solos. Y el hombre decidió escribir su vacua historia, el cuento de su tren caído en desgracia, y se puso los tenis, y volvió a comenzar.
Lost Suitcases [05.06.2012]
El ambiente de la oficina era más bien saludable y a nadie podía serle demasiado molesto. La mesa tampoco era demasiado grande ni estaba saturada de cosas. Nada era demasiado. En ocasiones de fulminante aburrimiento, si no había muchos pendientes, fumaba con un amigo en el patio. El amigo solía comprar cigarros y los compartía con él. Platicaban quince minutos. En verano las nubes altas, pavorosamente limpias, eran taladradas por pequeñas aves negras. Si volaban más allá se perdían, mientras el sol iba repartiéndose por el mundo. Diariamente leía el periódico en su computadora, cuyo procesador vomitaba la misma crisis. Y se conectaba a las redes sociales, pese a no tener demasiados amigos. Era un tipo normal. Cuando entraba al baño casi nunca usaba el inodoro. Prefería orinar en el lavabo. A menos que cagara. Cuando tenía dolor de estómago prefería reportarse y hacerlo en casa. Lo había hecho en ciertas ocasiones, cagar, en su casa, en su inodoro, para que nadie oyera sus pedos. A veces ponía música. Pequeños placeres. También eso era un atenuante. No sabía exactamente contra qué o contra quiénes. La música, la mierda, el trabajo. Con sus padres mantenía una relación de respeto y distancia. Con sus antiguas novias únicamente de distancia. Consigo mismo no mantenía ninguna relación.
Demoraba en conciliar el sueño. En su juventud pensaba en la muerte. Ahora pensaba en el vacío. Un dormitorio vacío. Una casa vacía. Un corazón vacío. Soñaba con cientos de agujeros imposibles de llenar con tierra. Que sus padres lo abrazaban y le decían: feliz cumpleaños. Que su perrita, en traje sastre de rombos, se despedía para ir al trabajo y jamás la volvía a ver. Soñaba que debía contabilizar muchos cuadrados negros, parecidos a los cubos de Rubik, memorísticamente. Y se confundía. Y se confundía. Y se confundía. Soñaba que su primo, muerto hace varios años en un accidente automovilístico, le hablaba de la lluvia en una camioneta. Y que la madre de su primo le obsequiaba sus pantalones de mezclilla, sus calcetines, pero sin llorar. Desquitaba el insomnio escribiendo. Encendía la computadora, se masturbaba. El psicólogo le dijo que él era un huérfano, una pequeña herida de la que nadie se hizo cargo. Fumaba sin afligirse, sin la sensación de que sus músculos le degollarían de algún modo en una conspiración universal. Sus venas con las maletas preparadas y los ojitos vacilantes. Un día le confesaron que se habían enamorado de él. Recibió una carta, luego otra, diez cartas idénticas. De pronto se interrumpieron. Se olvidó del asunto y siguió con su vida. Tenía las cosas bajo control. Aquella tarde se convirtió en pájaro.
Un hombre endemoniado
Afila sus tijeras sobre un monolito
Abandona la ciudad en dirección al norte
Se deja morir en un exilio inútil
Los ascetas
Dirán que fue un Dios.
Esfera [08.02.2014]
Allí estaban los dos, padre y madre, esperando que les avisaran si mi estado de salud mejoraría en las próximas horas, en ese hospital público al que tantas veces había ido desde que me diagnosticaron leucemia linfoblástica aguda y al que el resto de la familia solía llevarme regalos póstumos, que yo ingenuamente disfrutaba y eran la piedra angular de mi entretenimiento, rodeado de enfermos terminales de cáncer en el pabellón infantil, donde empecé a dibujar, años más tarde reflexionaría al respecto, ni siquiera a leer, puesto que mis parientes no eran más que pésimos lectores, y en un descuido parecían capaces de lanzarme al barranco si no oponía resistencia. Mi madre lloraba porque su primogénito estaba a punto de morir demasiado joven en esa cama de hospital público y mi padre continuaría su vocación de mujeriego, ninguno de los dos, sobra decirlo, tenía idea de los efectos secundarios de las quimioterapias y las radioterapias, y ninguno de los dos, cabe aclarar, había recibido instrucción psicológica para lidiar con un moribundo cuyo único interés consistía en dibujar una esfera perfecta en uno de los cuadernos que le habían obsequiado, una mónada maciza y redonda. Por qué se habían divorciado padre y madre jamás el niño lo supo a ciencia cierta, la leucemia creció dentro de mí salvajemente, destruyó mis campos interiores, mis vísceras, avanzó en mi organismo con la suficiente fuerza para echar abajo cualquier sistema de creencias posterior, de fe posterior, y ese sufrimiento abstracto de no comprender los efectos de las sustancias, de no comprender las consecuencias de los actos adultos, de no comprender la esencia de los regalos póstumos que iban y venían y se acumulaban en el catre de sábanas purísimas del hospital, me condujeron a la única opción de supervivencia, al único medio gracias al cual no enloquecí, una esfera de grafito para que el mundo siguiera girando y los glóbulos blancos trabajaran en paz, y mi médula ósea fuese otra vez un templo de salvación. Rezaban por mí, acudían a mí los pastores de los tabernáculos caídos, una de las enfermeras del hospital prometió, dentro del quirófano, llevarme a Disneylandia, y nunca nos vimos de nuevo, ese tipo de engaños, de estrategias perspicaces eran el modus operandi de los adultos en el hospital y, visto en perspectiva, de la especie humana, y por oposición la esfera de grafito, que poco a poco iba adquiriendo una connotación metafísica, fungía como exorcismo. Nunca sino en esas breves temporadas de internamiento comprendí que sólo a través de la esfera lograría expulsar mis demonios, en esos momentos de cansancio físico y moral, recién cumplidos los seis años, comprendí que la esfera era un comentario crítico sobre mi propia muerte, sobre la muerte de mis propios días de infancia, que iban cayendo uno a uno al barranco. Padre y madre se culpaban por haber destruido mi sistema inmunológico, mi pequeño jardín de sangre y linfa, mis acueductos vitales, pensaba, y esos pensamientos, que en adelante orientaron mi materia de escritura, rondaban el pabellón del hospital público en el que convalecía en 1986, actuaban como espejos dobles del fracaso de padre y madre como esposos, del niño como excrecencia del cáncer y de la vida como accidente confuso. No hay registro, de nada existe pues un registro más fiel que la memoria, y más traicionero, y más caprichoso, y más testarudo, y más vengativo, pensaba, con la tierra casi a punto de tapar mis fosas nasales, y la mirada del diablo al otro lado del cristal. Allí estaban los dos, inmóviles, padre y madre, viendo el fruto de su amor sostenido por hilos invisibles, y el diablo atrás, con su sonrisa de dientes simétricos. Creo en el diablo, pensaba, en los demonios y sus instrumentos de tortura, en las vilezas y el dolor inexplicable, en las hebras de pelo que voy a perder, en los amigos que voy a perder, en las burlas de mis compañeros y el acoso de los profesores, en la inutilidad de los esfuerzos humanos, en las desgracias que consumen irremediablemente nuestros propósitos, y creo en la esfera, les dije, ése es mi testamento. Matamos lo que más queremos y lo que más queremos intenta escaparse a la muerte que tendrá entre nuestras manos, y no encuentra forma de huir. Matamos además los recuerdos de quienes nos abandonan a nuestra suerte, por más que intentemos aferrarnos a ellos, por más que ellos hayan sido en un momento dado una motivación para la supervivencia. Destruimos y recordamos que la destrucción es buena siempre que nos permita dejar atrás el impacto de situaciones complicadas, traumáticas, y recurrimos al arte creyendo que atenuaremos nuestros más profundos miedos, frustraciones y carencias afectivas. Y lo que termina ocurriendo es que de ninguna manera logramos sentir otra cosa que no sea nuestro propio dolor, proyectamos lo que previamente habíamos destruido, elegimos precisamente las representaciones del dolor ajeno como un reflejo del propio, para vernos a nosotros mismos, y continuar la carnicería. Doce años de tratamiento en la clínica se convirtieron, gracias a los efectos secundarios de los fármacos, en intentos de suicidio, depresiones e impasses agnósticos, se transformaron en añoranza y depresión, pornografía y depresión, promiscuidad y depresión, fuera de la esfera no había posibilidad alguna de pertenecer a algo, ni la habría, posteriormente, los puntos finales habían sido puestos en mi espina dorsal, atiborrarlos de palabras era inútil, mi verdadero talento eran un lápiz y una cama sobre el abismo, en suspensión imposible, y quedarme a observar, encerrado, la lluvia a su debido tiempo, frente a los vidrios y las cornisas ad infinitum.
Preacher [08.02.2014]
A las siete de la noche salía de la agencia de publicidad y conectaba los audífonos para escuchar Virus de Björk en el camino, la versión en concierto del Roseland Ballroom de Nueva York, repitiéndola veinte veces al menos, si era necesario, tan sólo para llegar a casa y sentarme sin camisa frente al monitor a ver videos budistas sobre relaciones saludables y emociones delirantes mientras fumaba veinticuatro cigarros en dos horas, estudiando la posibilidad de abandonar no sólo la agencia y sus perpetuos simulacros de felicidad, sino el sitio donde vivía, la ciudad donde vivía y donde me estaba muriendo de asco, y el colchón en el que mi novia, cuando dormíamos juntos, se imaginaba a su anterior pareja, con quien, según me había dicho, sostuvo una relación sadomasoquista. El psicólogo me había diagnosticado una neurosis benigna y, a cambio, yo le describía cómo mi relación se iba deteriorando desde el momento que inició, se había degradado casi desde el momento en que la conocí, le dije, irremediablemente, y un par de semanas después ella me llamó borracha para contarme a gritos que había roto el cristal de un automóvil a media esquina de la casa donde vivía temporalmente, y la encontré en el suelo, histérica, e hicimos el amor entre ropa sucia. No había mucho de lo cual pudiera sentirme orgulloso en esa relación, le dije al psicólogo, ni lo habría después, aunque por momentos me parecía que ella era la única fuente de cariño que podía tener a mi alcance, y eso, en el fondo, era patético, le dije, planeaba incluso casarme dos semanas después de haberla visto, y llegué a la conclusión, por supuesto errada, de que podría hacerme cargo de su vida. Pese a que deseaba irme de aquella ciudad y desarrollar mi escritura en otras latitudes, en la agencia de publicidad no me pagaban lo suficiente, era explotado pero no me pagaban lo suficiente, extraña forma de demostrar que podíamos ser felices, y cada lunes fingíamos que los problemas no existían, delante de los dueños, en esa gran fábrica de apariencias que es la publicidad me había enrolado, y no había modo de huir, me había afantasmado, sin opciones. El amigo con quien rentaba una casa era un compañero de trabajo al que habían despedido, y si yo desobedecía las reglas impuestas por los dueños hacia un ejército de diseñadores y redactores jóvenes que reemplazaban su escaso nivel de creatividad, toda vez que la agencia era el fenómeno asombroso de la región, también me despedirían. Yo fumaba en el patio, a veces, o me encerraba en la habitación de las ideas, así designaban el sitio en el que desarrollábamos las campañas, a leer Masa y poder de Canetti, o iba a la tienda a comprar un té helado y me acostaba en el parque a mirar los árboles, debido a que el dinero no era suficiente para un almuerzo completo, y en esos instantes la versión de Virus de Björk en el Roseland Ballroom de Nueva York lograba evadirme del extraño momento que estaba atravesando. Mi equilibrio interior, en esa época, se había roto, en mi intento de hacer las cosas bien las había hecho mal, pensaba, y admitirlo me deprimía muchísimo, le dije al psicólogo, de ahí que por las noches no lograse conciliar el sueño, me quedara observando el cabello de mi novia y sus piernas, y me acercara de pronto a besarla, y al día siguiente le dejase un sándwich en la cocina. Irme de aquella ciudad, abandonar a esa chica, saber que no regresaría pronto delineaba un panorama turbio, y no hacerlo, anclarme a una empresa miope, a una relación que se desmoronaba apenas dar un paso, a un círculo social de poetas en el lodo y escritores vulgares, me perseguiría durante años, qué me esperaba allí sino engendrar tres hijos en una casa de clase media, en el agujero de la vida provinciana, seguir jugando a ser un escritor menor en una huerta diminuta, en un establo, y recibir algún premio local intrascendente, me esperaba allí lo intrascendente, le dije al psicólogo, y ella, en tanto sus sueños de sadomasoquismo estaban en España, cuya crisis era cada día mayor, necesitaba irse, ponerse la soga al cuello, le esperaba, se dirigía hacia su propia catástrofe sin darse cuenta. Pero yo también estaba en crisis, refugiado en su vagina desde la muerte de mi abuela y la enfermedad de un amigo, a quien operaron de un tumor en el cerebro, le abrieron el cráneo a ese amigo mío catalán de quien dejé de tener noticias, precisamente en Barcelona, en tanto ella soñaba con su brillante futuro sadomasoquista, le decía al psicólogo, a él le abrieron el cráneo, y cuando volví a encontrármelo, porque no había ninguna posibilidad de salir adelante me entregó una carta de recomendación, gracias a la cual encontraría empleo una semana después, ya lejos. Salía de la agencia de publicidad a las siete de la noche, conectaba los audífonos y caminaba cinco kilómetros, y así me despedía imaginariamente de mi abuela muerta, de mis animales muertos, de mis enemigos muertos en la imaginación, de mis amores muertos en la imaginación, y de mis desdichas muertas, con la versión de Virus de Björk en el Roseland Ballroom de Nueva York, a salvo de la podredumbre que dominaba el ambiente, última acción que podría recuperar a la distancia, le dije al psicólogo antes de cerrar la puerta, rumbo al aeropuerto y, desde arriba, despedirme.
Marceline [27.01.2015]
Todo ha sido tan difícil como colocar piedras en el desierto. Venir al mundo es difícil, abandonarlo, y estar en tránsito. Saberse en ese tránsito, pasando por el mundo, y sabiendo enseguida que debemos dejarlo atrás. Y las horas, y los días, y los abrazos, y el deseo de apagar cien velas. Y los llantos, y las lluvias, y los coitos, y las resurrecciones. Atravesamos el campo de batalla completamente desnudos, como si la casa de los huérfanos se hubiera incendiado y ningún sacerdote hubiese traído una camioneta para evitar nuestra desgracia. Pero nuestra desgracia es más que física o metafísica, más que absurda o fenomenológica, infinitamente mayor e inconmensurable. No hay palabras. Tampoco hay ausencia de palabras. Sin embargo, la sensación de abismo entre las estrellas, de gusano que repta suavemente por las tumbas, persiste y nos abofetea como en una especie de drama televisivo al que asisten compañeros muertos para reírse y llorar, simultáneamente.
A la luz de nada
Siempre nada vuelve al mismo sitio
Siempre nada se oculta en el diluvio
Siempre nada
Siempre. ®