Cuando el rock quería cambiar el mundo

Diario de un espectador, XI

No solamente eso: el rock que quería cambiar el mundo. También la altura de Napoleón, las bandas de post rock, la gradual desaparición del gis, Pérez Reverte y un poema de Borges.

Mercury, Knopfler, Geldof, Live Aid, 1985.

Atmosféricas yucatecas. Es noche cerrada y la selva hierve de signos y premoniciones. Una vida más intensa que la diurna transcurre bajo los domos de los grandes árboles, al ras de los exuberantes arbustos, en los estanques oscuros y misteriosos. Algo se habla del concierto, entrecortado y certero, que van componiendo árboles y plantas, animales furtivos o esplendentes. Gritos insólitos de pájaros nunca vistos como breves solos de cuerdas, grillos de una potencia sonora insospechada que efectúan increíbles sostenutos, coros de ranas que componen un dislocado y preciso conjunto de metales. Las percusiones corren a cargo de incógnitos insectos que puntúan la velada con exactos ostinatos. El inquietante siseo de las serpientes es un ominoso aviso: nadie invade sin grave riesgo sus dominios. El resonar de las ranas al sumergirse en masa en los estanques anuncia, quizá, la presencia de las sierpes aviesas. Los arcos del corredor, iluminado muy tenuemente, siguen contemplando el espectáculo, oyendo muy atentos las señales de la foresta salvaje: lo han hecho ya por dos siglos, cumplen ahora otra velada. Arde el tequila y la conversación se profundiza.

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El otro Napoleón. El águila de Córcega, el incendiario —y civilizador— de Europa. Un trueno que recorrió el mundo. Alguna vez, uno de sus mariscales, al ver que el chaparrito emperador batallaba para bajar su sombrero de una percha, le dijo: “Permítame, señor, yo soy más grande” (“Je suis plus grand”). Napoleón, impertérrito, respondió: “No mariscal, usted será más alto, pero no más grande”. Esta anécdota, oída hace muchos años de un señor que ya no está, se recuerda ahora con el arribo de un vestigio más: una efigie en porcelana —posiblemente de Limoges— del corso que logró en fulgurantes cien días reconquistar Europa. A la figura la custodian dos melancólicos soldados imperiales de la misma escala, probablemente de Capodimonte. Uno de ellos enarbola una bandera. La enseña ostenta, por un lado, los colores de los franceses, iluminados por la mano de dueño de la pieza. Pero, por el otro lado de la bandera, seguramente con toda deliberación, dado el talante preciso del dibujante, luce una espléndida y muy verde fronda. Irónica síntesis: la guerra o la paz, las batallas y la sangre y el fuego o la quieta armonía, la bondad de la naturaleza. Tolstoi en un gesto. Estos renglones se escriben, quizá en memoria y homenaje de un napoleónida de excepción: Álvaro Mutis. Y de otros.

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Los sultanes del swing. Desde 1982 esta canción vino a implantarse como uno de los más entrañables rasgos sónicos de todos estos años. El nombre de la banda es interesante: Dire Straits: una vieja expresión inglesa que viene siendo, más o menos, lo que viene queriendo decir “estar en broncas”, “extremas estrecheces”, “navegación apurada”, “casi cargándonos la chingada” y otras variantes. El caso es que era justo el promedio de los años ochenta y Bob Geldof, el líder de las Boomtown Rats, decidió organizar, junto con sus amigos, unos conciertos cuya recaudación se destinara a combatir la angustiosa hambruna que consuetudinariamente azota a diversos países de África. El esfuerzo llevó el nombre de Live Aid. En el concierto principal numerosos artistas se acomidieron a tocar en Wembley sin cobrar, para contribuir a la causa. Quizá fue la participación de Dire Straits la cumbre de la noche. Once minutos dura la ejecución de su canción insignia. Por insospechados caminos, el inextricable amasijo de la guitarra excepcional de Mark Knopfler, el sólido y más que prendido respaldo de la banda, la respuesta delirante del personal, la enigmática letra de la composición, todo contribuye para entregar un episodio musical que condensa, por su furor y su bravura, el gesto colectivo de artistas y público para verter la increíble potencia del rock en favor de los más necesitados.

Después de más de treinta años, resuena una y otra vez en el aporreado tocadiscos ese prodigio que es “Sultanes del swing”. En alguna parte de su letra se relata el menosprecio de algunos por la música de los Dire Straits: “It ain’t what they call rock ’n roll” (“no es lo que llaman rockanrol”). La respuesta es sarcástica, altiva, la de alguien que sabe que, al hacer otra cosa, al seguir un camino propio, ensancha las posibilidades de todos: “Nosotros somos/ nosotros somos los sultanes del swing”. Y un solo de saxofón subraya las palabras, solamente para dar pie a un pasaje sereno, guiado por el piano, y luego un crescendo al que se van sumando las partes de la banda, los coros, los arabescos vertiginosos de la guitarra de Knopfler. Se sabe entonces que Dire Straits, con furia y deliberación, está dando el concierto de su vida. Y otra vez el botón de play es apachurrado. De cuando todavía se creía que el rock podía cambiar al mundo. ¿Lo ha hecho? Habría que preguntarle a Dylan.

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Bandas de post rock. Puede ser una respuesta a la vez contundente y sutil a la inane música electrónica en boga. Puede ser una mutación del rock progresivo de los setenta, infectada saludablemente por todo lo que desde entonces ha pasado. El regreso y el avance hacia una música contemporánea que diga algo, a través de composiciones que paradójicamente casi siempre carecen de letras o intervenciones vocales. Un sonido denso, armonías etéreas, honduras inquietantes, cabalgatas sónicas de puro gozo y gusto, remansos atmosféricos. (Pink Floyd, Yes, King Crimson, Brian Eno como algunos de los posibles patriarcas.) Los nombres de las bandas son frecuentemente afortunados, divertidos: God is an Astronaut, Paint the Sky Red, We Lost the Sea, Pictures from Nadira, Oh Hiroshima, Godspeed! You Black Emperor, Explosions in the Sky, Pineapple Thief, y los más conocidos: Sigur Rós y Mogwai. Un puño de posibilidades, de aire fresco. Muchas de estas músicas muy bien hubieran servido para los legendarios audiovisuales arquitectónicos de los setenta de Felipe y Mito Covarrubias en la escuela del ITESO. Buena señal.

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Con desaliento, se asiste a la necia desaparición, en ciertas aulas, del gis. Y de los pizarrones. (En el ITESO, entre otros lados.) En su lugar aparecen el tóxico marcador corriente y frecuentemente inservible, y unas superficies de plástico resbaloso y repelente. Parece no haber ya nadie que defienda al inmemorial, noble y natural material que es el yeso con el que se fabrican los gises. Un gis es, en realidad, lo que en arte se denomina un pastel (como los que hacía, por ejemplo, Degas). Con tal instrumento es posible escribir en el pizarrón con cuidadosa y matizada caligrafía, hacer dibujos eficaces, expresarse mucho mejor. Es, una vez más, la “modernidad” entendida al revés. La necedad vuelta huella de carbono y malhechuras, desaliño, pérdida de un estilo muchas veces centenario. Recuerdo del señor Loera, ejemplar marista y profesor, quien recibía a sus alumnos de primero de primaria —en el entresuelo de la espléndida y perdida casa de Bosque y Lafayette— con un primoroso dibujo de bienvenida hecho, con toda paciencia, con nobles gises.

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Zenda, responde al nombre de una inmortal novela de Sir Anthony Hope: El Prisionero de Zenda (1894), imborrable marca de las lecturas de la infancia. Un tomo de Sopena, lomo color naranja, épica ilustración. Las aventuras y romances de un inglés pelirrojo en la lejana corte de Ruritania. Arturo Pérez Reverte —tan discutido como insolente como talentoso él— mantiene bajo ese nombre propio un sitio en internet. Seguido es interesante y divertido. Hay una entrada más o menos reciente, debida a Alejo Ligero, dedicada a poemas de asunto arquitectónico. La selección es estupenda. La pieza maestra es, cómo no, la de Jorge Luis Borges. Se dice en el sitio: “Una auténtica cumbre. Pura cifra. Borges at his best. Se exige lectura en voz alta y con la cabeza despejada y descubierta”.

Las dos catedrales

En esa biblioteca de Almagro Sur
compartimos la rutina y el tedio
y la morosa clasificación de los libros
según el orden decimal de Bruselas
y me confiaste tu curiosa esperanza
de escribir un poema que observara
verso por verso, estrofa por estrofa,
las divisiones y las proporciones
de la remota catedral de Chartres
(que tus ojos de carne no vieron nunca)
y que fuera el coro, y las naves,
y el ábside, el altar y las torres.

Ahora, Schiavo, estás muerto.
Desde el cielo platónico habrás mirado
con sonriente piedad
la clara catedral de erguida piedra
y tu secreta catedral tipográfica
y sabrás que las dos,
la que erigieron las generaciones de Francia
y la que urdió tu sombra,
son copias temporales y mortales
de un arquetipo inconcebible. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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