Cuestiones impertinentes sobre la violencia

La Historia como reflexión serena sobre hechos complejos

Hay víctimas de primera y de segunda. Los crímenes, si se hacen en nombre del supuesto lado correcto de la historia, no son tales crímenes, simplemente errores. Lo que importa no es hacer justicia a los que sufrieron desmanes sino utilizarlos para las guerras culturales del presente.

«La libertad guiando al pueblo», Eugène Delacroix, 1830.

Hagamos un experimento. La conquista de América, según algunos historiadores, fue un episodio espantoso del que los españoles nos deberíamos avergonzar. Sí, es cierto que hubo episodios de violencia, a veces escalofriante. Pero apliquemos ese mismo criterio a la Revolución de 1789. No todo fue, como es sabido, Libertad, Igualdad y Fraternidad. Las reformas desembocaron en un proceso de represión despiadado, el Terror, que convirtió la guillotina en el símbolo de la Francia de la época. En la región de La Vendée, además, las tropas revolucionarias practicaron el genocidio contra la población recalcitrante a los nuevos valores. Es fácil decir ahora que los campesinos ignorantes estaban manipulados por el clero, pero… ¿No será, más bien, que defendían sus legítimos intereses? Si tu forma de vida se basa en la propiedad comunal, en nada te beneficia que los políticos liberales privaticen la tierra. En España, cuando se intentó la desamortización, en lugar de reforma agraria tuvimos más latifundismo. Como las parcelas podían enajenarse los ricos las adquirían a unos agricultores sin dinero para explotarlas. Así las cosas, si me gano con el arado, ¿por qué tengo que apoyar a unos revolucionarios burgueses que no me representan?

Cualquiera que visite el Panteón de París, esa maravilla artística, sabe que allí no sólo se glorifica la Revolución. Lo que encontramos es un canto a la grandeza de Francia, un país cuya identidad nacional, como hemos visto, se basa en unos acontecimientos que hicieron rodar cabezas.

La Revolución condujo también al imperialismo napoleónico. Así, en nombre de la Libertad, los ejércitos de Bonaparte invadieron toda Europa. Lo suyo fue algo parecido lo que haría Estados Unidos en el siglo XX, ocupar naciones con pretexto de que había que defender la democracia. Si rechazamos la expansión española en nombre de la monarquía católica también habrá que condenar los desmanes que se hicieron en nombre de los principios progresistas. En realidad, hablemos de 1492 o de 1789, no podemos juzgar el pasado con criterios del presente.

Se denuncia que el nacionalismo español ensalza a los conquistadores. ¿Es que aquí estamos hechos de una pasta especial que nos hace más fachas? Cualquiera que visite el Panteón de París, esa maravilla artística, sabe que allí no sólo se glorifica la Revolución. Lo que encontramos es un canto a la grandeza de Francia, un país cuya identidad nacional, como hemos visto, se basa en unos acontecimientos que hicieron rodar cabezas. Se podría contra–argumentar que los excesos de 1793 no son una consecuencia fatal de la revolución de 1789. De acuerdo. Pero, en ese caso, ¿no habría que conceder que las conquistas de Cortés y de Pizarro tampoco son el resultado necesario del viaje de Cristóbal Colón?

El criterio cuantitativo, de esta forma, se convierte en un criterio moral. Unos fueron menos asesinos que otros. Pero… ¿de verdad todo se arregla con el recurso a la contabilidad? Si aplicamos las cifras a la violencia ejercida por las dictaduras deberíamos llegar a la conclusión de que Pinochet no fue tan malo como Hitler y que Hitler no fue tan malo como Stalin.

Llegamos así al meollo de la cuestión. Hay víctimas de primera y de segunda. Los crímenes, si se hacen en nombre del supuesto lado correcto de la historia, no son tales crímenes, simplemente errores. Lo que importa, pues, no es hacer justicia a los que sufrieron desmanes sino utilizarlos para las guerras culturales del presente. Lo vemos, sin ir más lejos, con la guerra civil española. Mal estuvo que los franquistas asesinaran a pobres jornaleros, mal también que en la zona republicana la emprendieran con los sacerdotes. A algunos historiadores de izquierda, sin embargo, sólo les falta decir que las matanzas de religiosos estuvieron plenamente justificadas.

Sí, en términos numéricos, es indudable que la represión franquista tuvo un alcance superior a la republicana. El criterio cuantitativo, de esta forma, se convierte en un criterio moral. Unos fueron menos asesinos que otros. Pero… ¿de verdad todo se arregla con el recurso a la contabilidad? Si aplicamos las cifras a la violencia ejercida por las dictaduras deberíamos llegar a la conclusión de que Pinochet no fue tan malo como Hitler y que Hitler no fue tan malo como Stalin. Sería, por supuesto, llevar las cosas hasta el absurdo. Peor aún, hasta la obscenidad. Un solo crimen es ya demasiado.

Como si las ciencias humanas fueran ciencias naturales. Como si no existieran otros historiadores, también licenciados o doctores, que piensan de otra manera. Como si ser académico fuera una garantía de estar siempre en posesión del don del acierto.

Se puede decir también que las víctimas del bando republicano ya fueron homenajeadas por el franquismo. ¿Y qué? ¿Qué culpan tienen ellas de que una dictadura se apropiara indecentemente de su memoria? Si en 1936 se liquidó, por pura paranoia, a tantos miles de supuestos “fascistas”, todos estos inocentes nos pertenecen también a los demócratas del siglo XXI, no menos que los miles de obreros masacrados en la España mal llamada “nacional”. Las acrobacias argumentativas para restar importancia a Paracuellos nos hacen, en realidad, un flaco favor a todos.

La Historia debería ser una reflexión serena sobre hechos complejos. Pero incluso entre especialistas domina el sectarismo. En las redes, cuando un especialista se ve cuestionado, en lugar de aceptar con elegancia que otros pueden discrepar legítimamente de sus ideas, enseguida trata a sus contradictores de “cuñados” y viene a decir que él, y sólo él, es el guardián de la verdad, que para eso tiene un título universitario. Como si las ciencias humanas fueran ciencias naturales. Como si no existieran otros historiadores, también licenciados o doctores, que piensan de otra manera. Como si ser académico fuera una garantía de estar siempre en posesión del don del acierto. Como si la historiografía no enseñara que la verdad de hoy es la mentira del mañana. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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