Danto ha sabido ofrecer a la sociedad lo que la sociedad demandaba, a saber, unos cuantos conceptos con los que los sabios se entretienen y, mientras utilizan sus términos y se preguntan cómo será el arte después de la era del arte, no se cuestionan si tales términos corresponden a una realidad.
Toda autoridad acaba convertida en autoritarismo. Y toda organización en un clan. La finalidad de la organización relega sus objetivos fundacionales a un lugar secundario debido a que la propia actividad emprendida para alcanzar sus fines acaba por tener más importancia que los fines. Las relaciones personales y los compromisos condicionan las acciones inmediatas que resultan ser los objetivos casi únicos.
Con el tiempo, los intereses personales y la trascendencia social de la organización establecen las condiciones de pertenencia al clan. Yo he podido ver cómo los miembros de una asociación votaban en contra de sus propios intereses sólo para no contradecir la opinión de la presidencia, opinión que acababa por convertirse en imposición. Esos hombres eran víctimas del Síndrome de Estocolmo y no lo sabían. Los fines fundacionales se habían perdido pero el compromiso de los miembros con el clan había quedado establecido y fortalecido. Por el contrario, la defensa de una identidad conlleva el enfrentamiento con quienes no forman parte del grupo o de las ideas predominantes: los extraños son perseguidos.
En el mundo de los sabios, que constituye un clan como lo es todo grupo de ciudadanos bien avenidos con unos fines comunes y una organización, la función original es dar respuesta a las cuestiones de su ámbito, en el caso que nos ocupa, la de alcanzar una definición del arte. Y, aunque relegada, esa función debe ser atendida.
Parece que a tan amplio grupo de sabios se les resiste la verdad. Sus exposiciones son, o bien tautologías, o bien descripciones parciales, o bien interpretaciones personales carentes de fundamento. Tal es la imperfección de sus teorías que hay quien llega a afirmar que el arte no existe o que el arte es indefinible.
Dentro de este crisol de sabiduría se encuentra Danto. Danto es un filósofo que expone una teoría argumentada acerca del arte. Aunque, en un principio, no se le presta mucha atención, los sabios acaban por percatarse de que la finalidad social de los sabios es aportar una respuesta racional a los problemas de su campo. Gracias a esa interpretación, la teoría de Danto tiene posibilidad de ser aceptada: es la teoría de un sabio y está aparentemente justificada.
El dantismo es la respuesta política de una facción de sabios a la falta de una respuesta teórica. Unos sabios que no ofrezcan al mundo una explicación racional de un asunto de su competencia podrían parecer incapaces. Con esta teoría resuelven el problema desde el punto de vista citado, el de la apreciación social de su competencia o incompetencia.
El dantismo salva la cara de los sabios frente a la sociedad. La teoría de Danto no posee ninguna verdad pero posee los elementos de la verdad admisible en la sociedad. Por ello puede ser presentada en sociedad y puede ser impuesta.
Danto ha sabido ofrecer a la sociedad lo que la sociedad demandaba, a saber, unos cuantos conceptos con los que los sabios se entretienen y, mientras utilizan sus términos y se preguntan cómo será el arte después de la era del arte, no se cuestionan si tales términos corresponden a una realidad. Si cuando se dice que Dios es amor se está asumiendo la existencia de Dios, al preguntar por el arte después de la era del arte se está asumiendo que el arte ha llegado a un final, es decir, se está asumiendo que la teoría de Danto es cierta.
El dantismo es la respuesta política de una facción de sabios a la falta de una respuesta teórica. Unos sabios que no ofrezcan al mundo una explicación racional de un asunto de su competencia podrían parecer incapaces. Con esta teoría resuelven el problema desde el punto de vista citado, el de la apreciación social de su competencia o incompetencia. Pero el problema del arte tiene otros puntos de vista que esa solución no satisface.
En primer lugar, la evidencia de que todas las creaciones que han sido consideradas arte hasta la salvífica aparición del dantismo poseen cualidades que permiten considerar que forman una unidad, con independencia de que las supuestas explicaciones racionales lo nieguen.
En segundo lugar, estas supuestas razones, por su parte, no aciertan a explicar cómo esos elementos aparentemente unitarios forman, en un determinado periodo, el arte y por qué, fuera de ese tiempo, no constituyen manifestaciones artísticas.
Ante la gravedad de esta incongruencia pequeña parece la de englobar, en tercer lugar, en una era mimética estilos tan dispares como el renacimiento, el barroco, el academicismo, el eclecticismo, el neoclasicismo y otros muchos aparecidos en el siglo XIX.
En cuarto lugar, la supuesta racionalidad de Danto le lleva a plantear el periodo que abarca desde Gauguin hasta la “Caja de Brillo” como un proceso destinado a culminar en la citada caja, negando, nuevamente, valor a la existencia de diversos estilos dentro de ese tiempo.
Si bien los sabios han demostrado que, políticamente, eran capaces de proporcionar una solución a un problema, lo cierto es que la racionalidad que pretendían demostrar que poseían se vuelve en su contra por la falta de razones en otros aspectos del arte y por contradecir las evidencias. Si bien Eurípides se empeñaba en plantear el error que proporcionan los sentidos para alcanzar el conocimiento verdadero, lo cierto es que fue su propio maestro, Sócrates, quien recurría a la ironía, que no es otra cosa que la refutación de una teoría mediante la contradicción con la evidencia, aunque se suele denominar ironía a lo que no es otra cosa que burla, desprecio o impertinencia, como consecuencia de un uso que hace el hombre vulgar del término ya que el hombre vulgar, desconociendo la auténtica ironía, emplea una denominación más elevada para referirse a sus propios actos, que es lo único que conoce. Dicho de otra forma, por lo que respecta al asunto del que tratábamos, la ironía es lo mismo que la reducción al absurdo: si el arte existe desde 1400 hasta 1967, entonces el urinario de Duchamp es arte pero no el Partenón de Atenas.
Después de esta revelación dantiana, el hombre, si es que todavía posee algo de su esencia y origen naturales, no puede, en el caso de que admita su teoría, sino arrodillarse ante su imagen y venerarla, llevando una estampita del sabio junto a su corazón; o cuestionarse la salud mental o, al menos, la intelectual de una sociedad capaz de admitir semejantes sandeces, en el supuesto de que alguien más haya llegado a cuestionarse sus conclusiones.
La teoría de Danto ha sido defendida por un clan de sabios con poder social pero sin la capacidad necesaria para resolver las cuestiones teóricas y que, dado su cargo y su título y la necesidad de defender el prestigio social que le proporcionan, no tiene más remedio que ofrecer teorías; y, a falta de pan, buenas son tortas. En este sentido, los sabios no se diferencian del resto de grupos sociales ni de otros sabios ni de otras organizaciones, empezando por los partidos políticos, en los que parece que la gente sigue creyendo, suponemos que por necesidad.
Con la venta de preferentes a particulares se ha difundido, y con razón, la idea de que el director del banco no es tu amigo. La propuesta llega demasiado tarde, después de ser un hecho evidente. Únicamente sirve ya para expresar con palabras lo que habían demostrado los acontecimientos. Pero el hombre debe poseer una cantidad inagotable de fe y esperanza porque sigue confiando en otros grupos y profesionales.
Junto con la condena a las entidades financieras procede la condena de los sabios y de sus teorías. En este mundo la teoría es un producto que nos colocan ya nos convenga o no, el que gana es el vendedor. Ahora bien, los libros de estos sabios en modo alguno deben ser destruidos, al contrario, deben constituir la biblioteca de los horrores en la que se estudie cómo un ciudadano con un título y un cargo puede llegar a imponer en la sociedad una teoría carente de fundamento sin que nadie sea capaz de refutarla.
Danto es un ciudadano con una teoría simple y un cargo, Danto no es culpable de nada, Danto tiene derecho a elaborar una teoría simple y a solicitar un puesto de trabajo. Los sabios que le respaldan no son culpables de nada, ellos cumplen perfectamente las obligaciones sociales de su puesto. La verdad es algo que hay que buscar, nadie es culpable de no poseerla. La sociedad no puede exigir a sus sabios más que dedicación, y esa sociedad tendrá que aceptar la capacidad que posean sus sabios porque es la capacidad de los ciudadanos más valiosos. Criticar su capacidad es cuestionar la inteligencia del hombre social, por ello, la sociedad no puede criticarlos. En conclusión, hay que reconocer el valor de los sabios, un valor meramente social, y aceptar sus teorías. La organización de la sociedad incluye el mundo del conocimiento en el que los sabios trabajan y elaboran sus verdades. La sociedad no puede organizar el mundo de mejor manera y queda obligada a aceptar las consecuencias de lo que resulte de tal organización. La sociedad tampoco es culpable por no poder resolver esa organización de mejor modo. Ante este panorama desolador en el que cada ciudadano ocupa un lugar pero en el que el error no tiene ni culpable ni responsable ni puede haber condena, cosa que tanto agrada al hombre social ¿qué queda? Lo que nadie ve, en lo que ya nadie cree, lo que constituyó el origen de la sociedad, lo que es capaz y está libre de compromisos —lo uno por lo otro: El hombre. ®
Véase “Danto y el flautista de Hamelín”.