«Despegar en la capital británica y aterrizar en la mancha voraz de luz y de concreto que es el Distrito Federal es cosa de ciencia ficción».
Hacía casi tres años que no volaba entre Londres y la ciudad de México. Había olvidado las dimensiones intergalácticas del viaje: despeguar en la capital británica y aterrizar en la mancha voraz de luz y de concreto que es el Distrito Federal es cosa de ciencia ficción. Como si David Cronenberg hubiera soñado La mosca en su primera noche de jet lag. El cuerpo y la mente se deconstruyen en partículas y se reforman en el puerto de llegada. Durante varios días de despresurización y aclimatamiento, el metabolismo todo experimenta el extrañamiento (la desfamiliarización) total.
Tras la teletransportación del vuelo, la luz, el aire son distintos. La atmósfera cae sobre uno como el mundo sobre Atlas. De estación a estación, ya nada es lo que parece. Hay un abismo, literal y metafórico, entre dos lugares (dos climas) que en este viaje me parecen estar en dos mundos diferentes. “Mind the gap”, fíjese en el hoyo, el espacio entre plataforma y tren, entre piso y movimiento, pero también, “Mind, the gap”: el hoyo, el abismo está en la mente; pero también es la mente misma. También, cuidado, porque es fácil perderla, enloquecer. Fenomenología del viaje: no saber si lo que percibo soy yo, si las voces o los “ámbitos”, están en mí o están afuera.
La maravilla del mundo es que dos ciudades, dos multi-culturas tan distintas puedan existir en el mismo planeta. Decimos idiomáticamente «al mismo tiempo», pero la expresión no aplica en este caso, porque la sensación es que el tiempo-espacio (el Atlántico, la lengua, el sol) entre Londres y el DF está por siempre desquiciado, fuera de quicio pues, con las extremidades zafadas, el orden universal sin dirección ni estructura. “Out of joint”, escribió el bardo, y quería decir out of step, fuera de tiempo, pero también fuera de toda articulación y punto de encuentro. Hay algo también fantasmático en el viaje, dejar un mundo y una lengua, una forma de ser y de vivir para llegar a otro y rematerializarse en él. En el jet lag uno se siente fuera de su cuerpo, y la sensación de ser fantasma recurre al reencontrarse con los otros que, locales, le ven a uno como un resucitado. Lázaro arrastrando sus vendas, caminando.
El shock de volver a lo familiar tiene que ver con descubrir que aquello que pensábamos normal es la locura. Lo que hallábamos ya por costumbre desquiciado vuelve a parecernos calmo y riguroso. Éstas son tan sólo percepciones, no observaciones científicas. De las ocho cientas y pico fotos que tomé, no hay ninguna del tráfico ni de los segundos pisos. Lo que esta ausencia revela de mi mirada es la naturalización de lo que teóricamente considero excepcional. Mis registros fotográficos son de la gente querida, cercana, y de pequeños lugares (sobrevivientes) de mi psicogeografía.
El shock de volver a lo familiar tiene que ver con descubrir que aquello que pensábamos normal es la locura. Lo que hallábamos ya por costumbre desquiciado vuelve a parecernos calmo y riguroso. Éstas son tan sólo percepciones, no observaciones científicas.
Y sin embargo de lo que escribo al volver es sobre el estancamiento vehicular y la contaminación omnipresente: la ciudad de México se nos presenta como un organismo mutante, hipertrofiado e hipertenso (la metáfora médica es imperfecta, quizá indeseable). Niveles y niveles de concreto caóticamente construidos para el transporte automovilístico, la vialidad virtualmente detenida en un embotellamiento perpetuo que define un cotidiano devenir inmóvil que sin embargo, microscópicamente, se mueve. La imagen es un lugar común pero es verídica: cada día por la ventana del taxi veo en la acera de la lateral, de sur a norte, una pequeña flor púrpura, de tallo y ramas verde oscuro, levantarse encorvada pero digna de una pequeña fractura en el concreto.
Paradoja de paradojas: la parálisis vial de la coyuntura que nos toca recorrer todos los días, entre las Flores y Periférico (que he llamado la juntura del infierno) se debe a la obra pública simultánea de extensas secciones de nuevas banquetas. Una ciudad donde el peatón («el ciudadano de a pie») es el símbolo de la homelessness trascendental del mexicano, expuesto en toda su fragilidad de ser sin armadura. El automóvil, en cambio, como credencial de identidad, cápsula protectora, glóbulo fundamental de un sistema circulatorio atascado y sin cura visible ni deseo de recuperación (la licencia de manejo como carnet de identidad). A tan sólo dos cuadras de ahí, una pinta de propaganda política, contaminación visual y psicológica ubicua en la ciudad y el país, nos receta que el peatón es “el conductor del mañana” y no al revés. Para mí eso lo dice todo sobre la incurable situación defeña.
El cielo del DF tiene similitudes con el cielo londinense cuando es otoño o invierno y no hay nada de sol. Es el color gris lo que les hermana. El sol del DF es una maravilla en extinción cuya brillante luz batalla para penetrar la densa nata que cubre la ciudad como una capota infinita de veneno volátil e impermeable. Afortunadamente el calor solar todavía se siente claramente, pero su luz es ahora simultaneamente cegadora y mortecina.
Quizá nada represente mejor la experiencia defeña, su tensión entre civilidad y barbarie, que el metrobus. Síntesis de los opuestos más extremos, fluye, a veces atascado, a veces cómodo, en un círculo sin fin.
El DF, como hiper-sistema de vialidad urbana, es un milagro producto de la incompetencia trans-histórica. Mi experiencia fue que se ha detenido casi por completo. El tiempo que en Londres se pasa en el escritorio en el DF se pasa en el volante. El DF es también un centro magnético que sigue creciendo a pesar de su gigantismo. Ya no cabe un alma más, pero pocos la abandonan. La aglomeración de todo hace difícil la apreciación a corta y larga distancia, la yuxtaposición (o más bien sobreimposición) de todo sobre todo, ahí-donde-haya-espacio-que-ahí-te-va. Quizá nada represente mejor la experiencia defeña, su tensión entre civilidad y barbarie, que el metrobus. Síntesis de los opuestos más extremos, fluye, a veces atascado, a veces cómodo, en un círculo sin fin.
En mi primera semana de estar de vuelta, decido revivir viejos hábitos e ir a correr a los Viveros de Coyoacán. Fue el día que un helicóptero cayó del cielo. Adentro, burócratas del gobierno del Estado de México. El día que dejé el DF hice tres horas al aeropuerto, todas las vías tapizadas de motores y hierro; ni las motos podían pasar. Fue el día que el secretario de gobernación (ya es costumbre) cayó también del cielo hacia su muerte. Todavía no se aclaran las causas, tan turbias, digan lo que digan, como el cielo y los charcos de la urbe. En ambos accidentes veo que hay quienes han encontrado en los aires la única manera de moverse, aunque sea fatalmente.
A Londres llego cuando un otoño cálido está en pleno y por lo tanto casi llegando a su fin. Hay un cierto alivio en el regreso pero también una nostálgica tristeza. Los árboles, semi desnudos, han vestido las calles con hojas marrones, rojas y amarillas. El año pasado, en estos días, la nieve ya había hecho de las suyas casi paralizando la ciudad. El clima templado de septiembre, octubre y buena parte de noviembre causó la queja de granjeros: “la cosecha está confundida”. La exposición de Leonardo en la National Gallery causa filas (virtuales y presenciales) impresionantes, y define las conversaciones casuales en la calle.
Sin embargo, se avista ya un nuevo invierno de descontento: la influencia de la crisis en la Eurozona divide la opinión de la población, pero unfiica los efectos económicos directos incluso entre los que más tienen. El desempleo juvenil llega a estadísticas récord. La catedral de San Pablo, anclada en la milla cuadrada que es el sector financiero londinense, está vuelta campamento de ‘ocupas’ enarbolando la representación del ninety-nine per cent (así, en inglés). El país al fin reconoce públicamente, demasiado tarde, que la calidad de sus tabloides deja mucho que desear. Para comenzar diciembre como se debe, el nuevo informe del secretario del tesoro indica claramente que las tácticas económicas del partido conservador en el poder han tenido sólo malos resultados. En Londres central y otras ciudades británicas miles de empleados del sector público marchan nuevamente para protestar por el corte a los fondos de retiro (pensiones), la inminente privatización del sistema nacional de salud (NHS) y los dramáticos cortes en general al presupuesto. Con el fin de noviembre llega el verdadero frío. Según el Guardian, los precios de gas y electricidad condenan a muchos británicos a vivir en “una pobreza de luz de vela y frío.” Los principales diarios reportan una noticia: si se quiere “ser feliz” y “vivir bien” es mejor abandonar la isla. (Continuará).®
Rafael Toriz
¡Espléndido!