Decena trágica de primavera

10 temas 1000 veces reproducidos

De Etiopía a Haiti, de Rusia a Irán, de Los Tigres del Norte a Serge Gainsbourg, esta playlist atraviesa el mundo a la velocidad del sonido. No se pierdan el mix especial creado por el mismo autor del texto.

I

Abandonemos las pretensiones historicistas de la música y acotémonos a la fruición de su conformación estética, cuando menos, en lo que refiere a esta selección.

Sólo voluptuosidad y gozo hubo en el inicio de esta odisea a través de las canciones que, según este espíritu arrojado a la miel de los sentidos, pueden reproducirse infinitamente sin que la repetición mancille lo mejor de su naturaleza.

Cada una de estas diez gemas se configura como puerto, de reconocible olor y particular cotilleo marino, al cual el alma insiste en volver después de navegar infructuosamente por novedades insulsas o por referencias tan mentadas como viles.

¡Oh! La razón lucha siempre por imponerse, y con respecto a este entramado, llegó para dictar la manera como debía conformarse la cofradía de las diez canciones privilegiadas. Consideremos más oportuno que justo este acto.

Así, se alinearon sólo aquellas, de entre un universo de treinta joyas, que mejor se comunicaran en la narrativa de un mixtape preparado minuciosamente por el autor de este panfleto.

II

“Decena trágica de primavera” zarpa de Haití en una barcaza endeble que se aventura en el ponto aun si el brío del grupo de caribeños francófonos que la conduce llama, por mucho, más a la nostalgia que a la exaltación por el asalto de un nuevo y lejano puerto.

La navegación no conoce desaguisados y se entrega al arrullo de la melodía de un saxofón que se desliza entre capas de neblina y la noche que cayó sobre el precario navío.

“Los lobos negros”, esos haitianos de dulces maneras, nos abandonan cinco mil kilómetros al sur de su isla, en un agitado puerto cercano a una ciudad que los locales conocen como São Paulo.

Rógerio Duprat, de quien creemos tener referencias, camina hasta la orilla del muelle para recibir a la embarcación.

Se trata de un hombre de mundo que no ha dudado en mojar y llenar de arena sus pulidos casimires con tal de afinar el momento de la recepción y el intercambio de estafeta. Educado, acepta de buen modo enfilarnos hacia el tropicalismo, un movimiento que, entendemos, comienza a agitar las mentes más avispadas del puerto.

El ámbito nocturno cede espacio a la claridad sólo para que nuestras mientes, vivaces con la llegada del alba, se impongan a sí mismas una empresa que no logró el esforzado dictador romano: la conquista de Etiopía y Eritrea.

Nos abriga el consuelo de haber encontrado a un interlocutor de aire cosmopolita, Mulatu Astatke, ávido por desvelar la inacabable lista de misterios de su nación africana, aquella que Mussolini ansió, y hacerse al mismo tiempo con las formas familiares de Coltrane y Mingus.

Astatke no parece digno de confianza para todos; en el grupo se colaron mojigatos que ya farfullan esa palabrería timorata que les es propia: que si el hombre que nos da visado a esta música indescifrable solo nos embauca para proceder con tareas ilícitas, que más de alguno perderá su patrimonio por entregarse al opio de una melodía que sólo puede venir del sitio más retorcido de las raíces arbóreas.

Con lo que viene después no temen menos esos animales aleccionados y nadie en esta nave logra que entren en calma los espíritus débiles, ablandados por la convencionalidad de una vida gregaria tan codificada por leyes absurdas y estándares que la masa acepta como el lacayo se entrega al yugo.

Stan Getz, nuestro prometeo a la inversa. En lugar de entregarnos el fuego nos empuja groseramente a la hoguera para ponernos alerta y sólo esperamos que deserten, de una vez, aquellos que viven de la costumbre y del arrojo conocen lo que el imbécil entiende de lógica.

“Decena trágica de primavera” zarpa de Haití en una barcaza endeble que se aventura en el ponto aun si el brío del grupo de caribeños francófonos que la conduce llama, por mucho, más a la nostalgia que a la exaltación por el asalto de un nuevo y lejano puerto.

Ya está aquí Stravinsky, el ruso ese que prefiere la luz plena de la primavera para iniciarse en el rito y para acuchillar dos o tres de las almas que osaron seguir en el tránsito de esta “Decena trágica de primavera”. A partir de la hecatombe, nuestro hombre se consagra como el personaje a quien debemos el clímax de nuestra narración.

Es allá en la cumbre donde otro hombre, con un rostro de roca donde apenas encaja una sonrisa chueca y agreste, corta de tajo el aire sublime del ruso con la humareda que se desprende de un tabaco con olor a tierra árida y cabras.

El dueño de una voz así, pensamos todos y sólo hasta después lo hacemos público, difícilmente puede gozar de sueños quietos: su tesitura es propia del desvelo, la prisión y el oprobio.

Al lado de Bajramovic (algo nos dice que lleva ese apellido), cualquiera queda como un simulador, un párbulo, un don nadie que se arrepiente de la virtud a la que ha servido sólo para que los demás no lo devoren.

Una campiña poco menos severa forjó a otros que, como Bajramovic, tienen arena, cal, arcilla y humus entre las cuerdas vocales. Se consideran a sí mismos de una especie cercana a los felinos.

Estos, habitantes del norte, se hablan de tú a tú con el serbio. Éste, a pesar de su caracter adusto, conserva esa sonrisa que desafía la geometría, y con actitud romaní exclama a gritos la posibilidad de un dueto norteño–gitano con acordeón y bajo sexto.

En buen momento nuestra percepción se embriaga con un oasis instantáneo que nos invita a dejar atrás los parajes bucólicos en pos del diván donde una pequeña felina se retuerce incómoda porque el vapor que viene con el calor y la humedad de esta primavera empapa sus pliegues.

Sin dudarlo, se arrojan algunos cuerpos sobre ese paraje de reposo, comparten brebajes, se abandonan, son susceptibles al roce, empapados todos se deslizan hasta alcanzar el calzado elegante y reluciente de un hombre que, no obstante, se permite un descuido en el cuello de su camisa.

Con él viene Nico, de entre los labios de la mujer asoma una serpiente que al tacto se convierte en líquido, ésta se escurre y la chica arranca el monólogo seductor que él preparó inteligentemente para ella, para este momento. Presenciamos una nueva entrega, se construye frente a nuestros ojos un nuevo monumento a los sentidos, en tanto la mujer previa, April Stevens, yace abrumada por el placer que cultivó en compañía de otros muslos.

¡Oh! Pero trágica como es, la primavera entrega todo este albedrío lúbrico a un nostálgico iraní, Kourosh Yaghmaie, quien intempestivamente corta el impulso y nos hace transitar por el universo de la melancolía, nuevas historias de abandono nos aguardan.

Top ten

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1. “Les couers des vingt ans”, Les loups noirs (Haití)

2. “The rain, the park and other things”, Rógerio Duprat (Brasil)

3. “Yegelle tezeta”, Mulatu Astatke (Etiopía)

4. “Provocations”, Stan Getz (Estados Unidos)

5. “Les sacre du printemps”, part. 1: “The harbingers of spring”, Stravinsky por London Philarmonic Orchestra, Bernard Haitink (Rusia)

6. “Hanuma”, Saban Bajramovic (Serbia)

7. “Golpes en el corazón”, Los Tigres del Norte (México)

8. “Teach me tiger”, April Stevens (Estados Unidos)

9. “Streap tease”, Serge Gainsbourg con Nico (Francia)

10. “Gol – e Yakh”, Kourosh Yaghmaie (Irán) ®

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Publicado en: Las listas musicales, Mayo 2011

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