Con su Historia de la historieta argentina (1980) Carlos Trillo y Guillermo Saccomanno convirtieron a un pequeño grupo de autores en la única referencia posible del género, una vanguardia iluminada que comenzó con Hector Germán Oesterheld y continuó con el propio Trillo, hombres providenciales que aparecían cuando el género estaba a punto de volverse mediocre para rescatarlo y devolverle la grandeza perdida.
Sasturain sintetizaría estas ideas en 1986, cuando publicó su artículo-panfleto “La última década larga de la historieta argentina”, donde la transición de Oesterheld a Trillo ocurre sin interrupciones porque todos los guionistas surgidos entre 1950 y 1975 han sido convertidos en nombres a pie de página a los que se nombra sólo para negarlos en menciones tan escuetas como mezquinas, pensadas para desplazar a los posibles competidores del centro de atención reservado a los amigos.Así, Robin Wood es ninguneado por su “ductilidad mercantilizada”, mientras, demostrando las dos tablas de valores de los canonizadores oficiales, Trillo es festejado por su inmensa productividad que le garantiza dinero y popularidad.
Armando Fernández fue uno de los pocos autores que denunció, desde el comienzo, las maniobras de Trillo, Saccomanno y Sasturain para demonizar a todos aquellos autores que no pertenecían a su círculo íntimo, especialmente si colaboraban con Columba, editorial a la cual Trillo odiaba, aunque esto no le impidiera venderle, a fines de los noventa, varias series y cobrarle muy bien el servicio.
Fernández defendió durante décadas tanto sus trabajos como los de otros artistas de Columba, convirtiéndose en uno de los pocos guionistas que se mantuvo en pie mientras otros escritores, dibujantes y editores preferían callarse o buscar la complicidad de los canonizadores oficiales para recibir un elogio tan fugaz como mezquino. Fernández no aplicó el viejo truco de Sasturain de insultar por escrito a determinados autores y luego pedirle que colaboraran con él; Fernández, sin un doble discurso, durante la Bienal de la historieta y el humor gráfico de 1976 enfrentó, solo, al numeroso grupo de la revista Humor que atacaba sistemáticamente a Columba.
Señalar las contradicciones de arribistas que, disfrazados de vengadores, justificaban sus violentas intervenciones públicas en nombre de Oesterheld y la Santa Historieta Nacional, no fue fácil porque durante tres décadas cualquiera que defendiera públicamente a Columba era colocado, junto con ésta, fuera de la historia del género, en ese inmenso gueto que los canonizadores oficiales (Trillo-Saccomanno-Sasturain) habían creado para los que no pensaban como ellos.
La historieta adulta, los trabajos políticamente correctos, los personajes bien definidos, las tramas aceitadas y perfectas, estaban, según los canonizadores oficiales, siempre en otra parte, siempre lejos de Columba: en editoriales como Abril, Frontera y Record; en revistas como Skorpio, Superhumor, Fierro o Puertitas; proyectos en los cuales, aunque trabajaran otros guionistas, siempre aparecían reseñados los mismos nombres (Oesterheld-Trillo-Saccomanno-Sasturain), porque pertenecer tenía —y tiene— sus privilegios, y el principal privilegio era, entonces y ahora, la visibilidad, saber que si uno era parte de ese pequeño grupo de visionarios, de esa vanguardia iluminada que llevaba la luz con ellos, obtendría un lugar destacado en las críticas y crónicas aunque las obras comentadas fueran mediocres.
Columba no pertenecía a esos espacios privilegiados; Columba era, para los canonizadores oficiales, una mera empresa comercial que publicaba personajes básicos, elementales, cuadrados, en tramas bobas, predecibles, tontas, escritas por guionistas que merecieron, en más de una ocasión, el mote de fascistas, aunque nadie, nunca, se tomara el trabajo de explicar cómo habían llegado a esa conclusión.
Armando Fernández fue uno de los pocos autores que denunció, desde el comienzo, las maniobras de Trillo, Saccomanno y Sasturain para demonizar a todos aquellos autores que no pertenecían a su círculo íntimo, especialmente si colaboraban con Columba, editorial a la cual Trillo odiaba, aunque esto no le impidiera venderle, a fines de los noventa, varias series y cobrarle muy bien el servicio.
Tal era su impunidad en esos años, tan pocos estudios del género había, tan poca atención prestaban los suplementos culturales serios al tema que Trillo, Saccomanno y Sasturain podían lanzar toda clase de acusaciones sin necesidad de fundamentarlas; si ellos lo decían, se suponía, era la verdad, porque nadie más, en Argentina, tomaba la historieta en serio.
Al ser la única autoridad reconocida, ellos ponían los límites, y cuando se trataba de Columba —o de autores que la defendían— no existían límites. No había límites. Ningún límite. Los canonizadores oficiales podían decir lo que querían, castigando brutalmente en declaraciones, entrevistas, artículos y reseñas a todo aquel que se atreviera a contradecir su versión de que el género estaba resumido en unos pocos nombres entre los cuales brillaban, bien alto, bien separados del resto, Oesterheld y su buen discípulo Trillo; hombres que lo habían hecho todo, antes y mejor que los demás, por lo cual se podía prescindir de Leonardo Wadel, de Alfredo Grassi, de Carlos Albiac, de Ray Collins, de Robin Wood… de tantos otros nombres importantes.
Armando Fernández, sabiendo lo que podía pasarle, sabiendo que se condenaba a sí mismo a ser negado, ridiculizado, atacado por el establishment (que ya había creado su propio circuito de validación para intercambiar halagos sin importar el valor real del trabajo, convirtiendo en clásicos inmediatos a series mediocres porque lo que importaba era la cercanía con el poder, no la calidad de la historieta comentada), siguió reivindicando a los guionistas, editores y dibujantes que los canonizadores habían decidido borrar de la historia para poder ocupar su lugar sin tener que soportar comparaciones incómodas.
Hombres como Robin Wood, Ray Collins, Jorge Morhain, Julio Álvarez Cao, Roger King, José Luis Arévalo, el propio Fernández… autores importantes con obras que no se agotaban en unos pocos títulos, hombres que escribieron durante décadas grandes historias aunque, para los historiadores oficiales, esas historias no existieran, porque estaban ocupados festejando las obras de sus amigos.
Como consecuencia de su defensa de los marginados, de todos aquellos nombres que los canonizadores oficiales, en su afán de gloria, habían corrido a los márgenes del género para luego empujarlos hacia el vacío, la nada, el olvido, Fernández se convirtió, como tantos otros autores, en un hombre invisible al que los lectores reconocían pero, paradójicamente, los especialistas del género no, ocupados en reseñar el mismo, eterno, cerrado circuito: de Oesterheld a Trillo, de Trillo a Saccomanno, de Saccomanno a Sasturain; de Abril a Frontera (Oesterheld), de Frontera a Record (Trillo), de Record a Fierro (Sasturain).
Así, Carlos Trillo sólo obtuvo elogios del fiel Sasturain. Como premio a esa constante obsecuencia el buen Juan recibió la rentable tarea de escribir prólogos para cada una de las compilaciones de Trillo en Argentina, volviéndose el trompetero oficial del pequeño rey, aquel que va adelante anunciando la llegada de la autoridad con bombos y platillos, con mucho estruendo y serpentina, con prólogos y presentaciones cuyo fin era, al igual que las introducciones para su revista Fierro (primera y segunda época), decirle al lector lo que debía ver en la historia que estaba por leer.
Fuera de ese circuito donde se privilegiaba la amistad al talento quedaron decenas de nombres importantes.
En otro país, en cualquier otro país, donde el canon oficial no fuera armado con base en el interés personal, la envidia, la mentira deliberada y el intercambio de favores, Fernández (lo mismo que Robin Wood, que Ray Collins, que Jorge Morhain, que Alfredo Grassi, que Carlos Albiac, que Leonardo Wadel…), con sus cinco décadas de trabajo continuo, con sus inmensos personajes populares, con series que van de la historia antigua al espacio, del drama al humor, de la tragedia a la comedia romántica, integraría la lista de grandes guionistas nacionales, pero aquí su lugar fue usurpado por guionistas mediocres como el propio Sasturain, cuyo mayor mérito como autor es Perramus, ese largo pastiche dibujado por Alberto Breccia, donde Borges, convertido en personaje, habla todo el tiempo con frases que recuerdan al peor Eduardo Galeano.
A diferencia de este “referente del género” cuyo principal talento es haber sabido halagar a sus maestros atacando, al mismo tiempo, a todo aquel que se animara a contradecirlos, Fernández tiene una verdadera carrera profesional que se inicia en 1958, cuando, con apenas dieciséis años, publica su primer trabajo en la revista Cascos de Acero.
Sólo para editorial Columba, con la cual colaboró desde 1965 hasta su cierre en el año 2000, Fernández trabajó con dibujantes como Alberto Saichann (“Shane”), Gerardo Canelo (“Manhattan Force”), Daniel Haupt (“La balada del hombre muerto”, “Dingo” y “Yuma”), Jorge Zaffino (“Mackenzie”), Rubén Meriggi (“Ciborg”), Enrique Villagrán (“Argón”), Sergio Mulko (“Dynn” y “La sombra del tigre”), Toppi (“Wotan”), Lito Fernández (“Halcón Negro”) y el gran Gianni Dalfiume (“Johnny Soldier”).
Fernández, además, mantuvo una larga colaboración con Lucho Olivera (“El hitita”, “Hércules”, “Odisea marciana”, “En tiempos de Salomón” y “El sobreviviente”), pero Sasturain, que suele mencionar al dibujante infinidad de veces en sus reseñas y crónicas, omite deliberadamente estos personajes: para él Fernández no merece ningún reconocimiento ni mención, para él sólo hay un grupo de nombres a los cuales vale la pena citar.
Si se revisa sus ensayos de El domicilio de la aventura queda en claro cuáles son esos nombres. Si se revisa, más específicamente, “La última década larga de la historieta argentina”; queda en claro que Oesterheld es el dios tutelar de Sasturain y Trillo su principal referente, el único guionista ante el cual se inclina una y otra vez para rendirle los honores correspondientes, citando prácticamente todos los títulos que publicó en los años setenta y principios de los ochenta, dedicándole generosas líneas que no se repiten con otros autores porque, se sabe, genios hay pocos y siempre son amigos cercanos que tarde o temprano devolverán el favor hablando bien de uno ante el editor o periodista de turno.
Fiel a sus ideas y a las personas que alguna vez trabajaron con él, Fernández continúa generando proyectos que van desde la historieta a la novela histórica, pasando por el periodismo, mientras los falsos críticos ladran al verlo trabajar.
La llegada, en la última década, de ensayistas independientes que se negaron a sumarse a la “Sociedad de Socorros Mutuos” fundada por Carlos Trillo en los años setenta —y heredada en los ochenta por Sasturain—, hizo que los canonizadores oficiales debieran cambiar las mentiras deliberadas que habían sostenido, con total impunidad, durante tres décadas, y este cambio se vio reflejado en Continuará, el programa documental dirigido por el propio Sasturain, quien, tras años de negación, finalmente reconoció el aporte de Columba a la historieta argentina.
Fernández no fue mencionado en el programa de Sasturain y, dada su decisión de mantenerse en pie enfrentando a los canonizadores oficiales, es poco probable que algún día lo sea.
Con cincuenta años de oficio, más de un centenar de personajes creados y la decisión de seguir trabajando, por supuesto, no necesita la ayuda de ningún crítico para ser consagrado como maestro del género; por simple “prepotencia de trabajo” es uno de los pocos autores que el público elige desde hace décadas para que enriquezca sus vidas con buenas, grandes, bellas y profundas historias con cuyos personajes puede identificarse.
Fiel a sus ideas y a las personas que alguna vez trabajaron con él, Fernández continúa generando proyectos que van desde la historieta a la novela histórica, pasando por el periodismo, mientras los falsos críticos ladran al verlo trabajar. Ése es el precio que debe pagar, en Argentina, un hombre independiente por negarse a callar ante un grupo de cruzados que, en nombre del buen Oesterheld, excomulgaron a todos aquellos que no dijeran exactamente lo que ellos querían oír.
Fernández, un hombre de principios, un hombre que ha visto muchas cosas a lo largo de su vida personal y profesional, no parece darle demasiado atención a estos detalles: sin ceder a las presiones ni a los ataques de matones acostumbrados a atacar en grupo, solo y en pie, continúa ofreciendo a cualquier investigador del género, a cualquier periodista curioso interesado por informarse, su bien surtido y ordenado archivo de revistas y originales que muestran su trabajo pero también el de todos aquellos guionistas, dibujantes y editores que, para la historia oficial, apenas cuentan. Autores de los que Fernández no se cansa de hablar, con generosidad, en sus entrevistas, en sus notas periodísticas y desde su propio blog.
Cuando historias autocomplacientes, mediocres y predecibles como Zandunga, Nuestro hombre en Banana, Iván Pire, El conejo de Alicia y Foster de Las Islas hayan desaparecido para siempre, las historias de Fernández (y otros autores, como él, negados por los canonizadores oficiales) seguirán vigentes porque no necesitan de críticos amigos para consagrarlas, porque, como todas las grandes historias, son los lectores quienes las mantendrán vivas a través de ese “boca a boca” que construye las famas verdaderas y destruye, tarde o temprano, las que son puro cuento, puro humo. ®
ARIEL
PESE A QUE CARLOS TRILLO Y SACCOMANO, SON GRANDES AUTORES DE NUESTRA HSITORIETA ( SOBRE TODO TRILLO QUE ESTÁ ENTRE MI PREFERIDOS, DESPUÉS DE ROBIN WOOD) ESTOY DE ACUERDO CON TODO LO QUE SE DIJO EN EL ARTÍCULO.MUY BUENO POR CIERTO.