Después del 9/11

¿Qué país es Estados Unidos?

Lo que sigue es una visión personal a partir de lo que estudié de la política de ese país, de lo que viví previo a los ataques y en dos años y medio posteriores. Por ello, es un intento por entender por qué veinte años después de esos acontecimientos se vive una etapa de desilusión y enojo.

Personas en Park Row y la calle Beekman observan la caída de la Torre Sur. Fotografía Patrick Witty.

Se cumplen veinte años de los ataques en Estados Unidos. Parece que en la memoria colectiva se recuerda en primer lugar el colapso de las Torres Gemelas en Manhattan, sector financiero en Nueva York; en segundo lugar, el ataque al Pentágono, centro de coordinación militar cercano a la capital, y, a menos que se haya vivido ese momento en ese país o se sea ciudadano, en un tercer y lejano lugar el vuelo 93 de United Airlines en Pennsylvania, vuelo con el que supuestamente se atacaría al Congreso, primer poder de acuerdo con la Constitución. El ataque no era meramente militar. También era simbólico. Tal vez por ello no extrañe el que en ese país los símbolos más claros de ese día no sean sólo las imágenes de los edificios destruidos y de la gente que se lanzó a su muerte, sino los bomberos con la bandera sobre las ruinas, de George W. Bush —presidente entre 2001 y 2009— con un megáfono prometiendo que ese día no sería olvidado, que habría consecuencias para quienes habían llevado a cabo ese acto, y la torre que sustituyó a los edificios colapsados —One World Trade Center—. A pesar de la tragedia, era un pueblo unido.

Lo que no se recuerda con la misma claridad es lo que siguió en cuanto a cambios en las leyes —el Patriot Act fue infame por los poderes que se otorgaban al gobierno para espiar a su propia población y los “juicios especiales” contra terroristas—; la “guerra contra el terrorismo” y sus manifestaciones más claras de violaciones a los derechos humanos —Guantánamo y Abu Ghraib como ejemplos de ello—, y el abandono que sufrieron algunos integrantes de las tropas una vez que regresaron a su país, incluyendo a extranjeros que no obtuvieron la nacionalidad a pesar de su servicio en las fuerzas armadas.

La época posterior a los ataques fue una de temor, en especial para quienes tuvieran la religión o la nacionalidad incorrecta en la tierra de los libres y del debido proceso. Aquello que parecía imposible de imaginar por parte de un gobierno democrático empezó a hacerse patente.

Se puede considerar que esos cambios tuvieron secuelas significativas sobre el sistema político y sobre el sistema de gobierno. De hecho, pareciera que la mayor secuela, si no es que el mayor daño, fue a la imagen misma de ese país ante su ciudadanía, algo que resulta más claro ahora. La tragedia de hace veinte años ya no mantiene unido a ese pueblo, excepto en formas que parecen superficiales.

Casi veinte años después Estados Unidos se retiró en forma desorganizada de Afganistán, parte de un proceso militar que fue consecuencia de los ataques. El retiro era esperado y en cierta forma es aceptado como la decisión correcta. No se puede decir lo mismo de la forma en que se llevó a cabo, que se puede ver como una derrota grave, y por el abandono a gente que ayudó al gobierno de Estados Unidos en sus actividades.

La idea de perseguir a terroristas no dio los resultados esperados, aunque sí costó miles de millones de dólares y miles de muertes sin justificación, fueran miembros de las fuerzas armadas de ese país o de civiles afganos. Quienes más han padecido esa guerra han sido los civiles, no los terroristas. En Afganistán se creó un gobierno corrupto que se disolvió en el aire en cuestión de días, dejando el paso libre a los Talibán y a su terrorismo local. En Irak no se ha logrado un gobierno que funcione y una situación de paz, aunque se haya derrocado a Sadam Hussein. El peligro que representan Irán y Siria sigue presente. Rusia puede ser el gran beneficiario de los errores cometidos. ¿Qué se ha logrado más allá de resultados negativos y de beneficiar a unas cuantas personas, empezando por los contratistas militares? Por lo visto, no mucho.

El retiro era esperado y en cierta forma es aceptado como la decisión correcta. No se puede decir lo mismo de la forma en que se llevó a cabo, que se puede ver como una derrota grave, y por el abandono a gente que ayudó al gobierno de Estados Unidos en sus actividades.

El tiempo que ha pasado entre los ataques y la salida caótica de Afganistán es poco como para tener una idea clara de lo que representa 9/11 y de lo que siguió como respuesta. Es menos claro lo que pueda seguir de la salida de Afganistán; el papel que China y Rusia puedan tener en esa parte del mundo; si Estados Unidos está en franca decadencia, como poder mundial y como sociedad; si China va a pasar a ser el nuevo poder, incluso hegemónico, después de una guerra con Estados Unidos. Lo que se puede considerar con alguna claridad es que desde la respuesta inicial a los ataques hubo dudas en cuanto a si Osama bin Laden era culpable como se creía, si no es que fuera sólo una “amenaza fantasma”, como se le llegó a llamar. La mentira en cuanto a las “armas de destrucción masiva” ya es algo conocido y a lo que se prestó el general Colin Powell, secretario de Estado en ese momento (2001–2005) y quien debería haber considerado mejor su participación en ello. Se sabe que la guerra fue por petróleo, no por crear una democracia en Irak —Alan Greenspan alegó eso—. Se habían considerado en los medios de comunicación los vínculos del gobierno de Arabia Saudita en los ataques, pero fueron dejados de lado y relegados a las “teorías de conspiración”. Será interesante saber cuál fue el papel de esa monarquía ahora que se hagan públicos esos documentos clasificados, como ha prometido Joe Biden. Incluso se llegó a hablar de acciones por parte del propio gobierno estadounidense para justificar una intervención en Medio Oriente. En esa narrativa, la caída de las Torres habría sido un trabajo de demolición gracias a que se había permitido el ataque. Eso resultaría en una sensación de pánico y apoyo a las decisiones que ya se habían tomado tiempo atrás en la Casa Blanca. Las muertes eran “daños colaterales” que justificaban acciones mayores. Aun ahora persiste la sensación de que no todo fue como se dijo, a pesar de que muchas de esas sospechas sobre un actuar perverso resultaron ser falsas. Pero el daño estaba hecho. “Nuestro gobierno no es como lo creímos” parece resumir el sentir generalizado después de veinte años de una guerra sin aparente sentido.

Soy de quienes albergan dudas en cuanto a la narrativa oficial, incluyendo los resultados de la investigación que se llevó a cabo sobre los ataques. El colapso de uno de los edificios cercanos a las Torres, y que albergaba todo un aparato de espionaje; las maniobras realizadas por parte de pilotos con experiencia limitada y con aviones difíciles de pilotear; la desaparición completa del avión que impactó en el Pentágono y, sin embargo, la recuperación de documentos de identificación; las justificaciones para atacar a Sadam Hussein y después entrar en Afganistán; la sospecha de que cualquier ciudadano podía ser culpable de vínculos con el “enemigo”; la creación de una megaburocracia de control interno con el nada democrático nombre de Homeland Security; el “están con nosotros o están contra nosotros”, que llevó al extremo ridículo de cambiar de nombre de las papas a la francesa por la falta de apoyo a la guerra del gobierno francés, entre muchos otros elementos, orillan a pensar en una élite política atemorizada, si no es que aterrorizada, dispuesta a tomar cualquier acción que no la hiciera ver como débil y sin idea clara en cuanto a las consecuencias de las decisiones que se estaban tomando en ese momento. En forma curiosa, la frase que se le atribuye a Luis XIV, “después de mí el diluvio”, se aplica al equipo que tomó esas decisiones con tanta arrogancia.

Tal vez lo peor de todo esto fuera que la imagen de país único perdió credibilidad ante quienes más importaban: la ciudadanía. Al final, queda la duda de cuál es la relevancia de ese día y de las decisiones inmediatas a esos ataques para el futuro del país que se ha presentado como la mayor democracia que se haya conocido en la historia —asumiendo que fuera una democracia.

Antes del 9/11

Entender lo que ocurrió en ese día requiere considerar cómo la gente concibe a su propio sistema de gobierno, su sistema político y las consecuencias prácticas de lo que sucede en esos sistemas sobre su vida diaria. Lo que hicieron o dejaron de hacer las élites es conocido, no así el terreno en que pudieron ser aceptadas esas decisiones y la narrativa que las justificó. Antes del 9/11 no se refiere a un repaso histórico de lo que llevó a esos ataques y las respuestas a éstos, sino a las ideas que tenían las personas en cuanto al país en que vivían, ideas que dieron carta blanca a las acciones que han llevado a que sus fuerzas armadas estén realizando funciones poco populares. Esas decisiones no se centraron únicamente en las fuerzas armadas, sino en el costo de oportunidad que tuvieron y tienen en cuanto a dificultar la búsqueda de soluciones para problemas fundamentales que afectan a la población. Tal vez la persona común no entendiera los problemas estratégicos de la política global, pero sí entendía si los problemas se estaban resolviendo o no.

Lo que sigue es una visión personal a partir de lo que estudié de la política de ese país, de lo que viví previo a los ataques y en dos años y medio posteriores. Por ello, es un intento por entender por qué veinte años después de esos acontecimientos se vive una etapa de desilusión y enojo en ese país.

La imagen idealizada de un gobierno creado a partir de ciertos principios de pesos y contrapesos y división de poderes —discutidos y ejemplificados inicialmente en El Federalista— de uno de leyes, no de hombres, y uno que demuestra que una democracia es viable en un territorio amplio y con millones de personas son parte de la mitología de ese país.

Algo que puede sorprender a quienes creen que el sistema político de Estados Unidos es sencillo de analizar o entender es que están equivocados en esa percepción. Si existe algo problemático con ese gobierno es que no es uno meramente atenido a las leyes o que se centre en el presidente o en las acciones de unas cuantas figuras públicas. Las acciones de miles de actores en el Congreso, la Suprema Corte, las burocracias del poder ejecutivo, los gobiernos estatales y actores adicionales, nacionales e internacionales pueden hacer difícil, si no es que imposible, saber quién es responsable de las decisiones que se toman y de los resultados observados, incluso cuando se consideran subsistemas dentro del sistema político y del sistema de gobierno. El hecho mismo de creer que el presidente es el responsable de las decisiones en el poder ejecutivo asume, sin más, que se pueden ignorar las decisiones que vienen de tiempo atrás, decisiones a las que se debe adaptar el presidente en turno y su equipo, y que hay límites en cuanto a lo que puede hacer una persona, incluso en una posición de poder como la del presidente. Existen diferentes arenas de poder y diferentes juegos que no siempre benefician el actuar gubernamental y en que no se puede determinar a priori el resultado de las interacciones que se observan en un momento dado, aun y cuando existan situaciones similares o precedentes que delimiten las estrategias de quienes están participando en ese juego.

La imagen idealizada de un gobierno creado a partir de ciertos principios de pesos y contrapesos y división de poderes —discutidos y ejemplificados inicialmente en El Federalista— de uno de leyes, no de hombres, y uno que demuestra que una democracia es viable en un territorio amplio y con millones de personas son parte de la mitología de ese país. No todo fue por diseño, como se puede constatar al considerar la forma en que se llenaron los huecos del artículo 3 de la Constitución, y no todo es acerca de una democracia como la entendió Abraham Lincoln (1861–1865) en el Gettysburg Address (1863). Hay mucho que no es democrático —las decisiones de la Suprema Corte no son el único ejemplo de ello—, mucho que tiene un claro acento de “clase alta” —frase de E. E. Schattschneider—, mucho en que es con el dinero que se logra hablar con una voz clara y audible y en que la gente común y corriente tiene una voz confusa, débil o incluso casi inaudible, en que existen agencias del poder ejecutivo que distan de estar controladas o limitadas por el Congreso, por el presidente o la Suprema Corte —como la National Security Administration—. Visitar el Congreso y luego la K Street en Washington D.C. deja en claro quiénes tienen mayor poder. El tener mayor acceso tiene grandes ventajas comparativas para determinar lo que aparece en las leyes y el actuar burocrático, sin que ello garantice éxitos todo el tiempo.

A riesgo de simplificar demasiado, la visión que el ciudadano promedio tiene en cuanto a cómo debería funcionar el gobierno creado por los llamados Padres Fundadores es benigna y sencilla, por no decir simplista.

No es que ese gobierno idealizado sea falso. Hay temas para los que funciona en forma parecida a como se esperaría, a pesar de las fallas, y en parte debido al papel que desempeñan los grupos de interés. Sin embargo, hay temas en que su funcionamiento dista significativamente de lo que se cree o espera, como es el caso concreto con la inmigración. A final de cuentas, los inmigrantes no votan y cuando por fin pueden hacerlo es porque han obtenido la ciudadanía, así que tienden a olvidar lo que pasó antes de ser ciudadanos. La bibliografía al respecto sobre cómo funciona el sistema político y sus limitaciones es más que abundante, con todos los sabores ideológicos, y más que nada con intentos serios por lograr la objetividad, y no sólo en la academia. Entrar en los detalles acerca del sistema político mejor estudiado y más idealizado del mundo no es necesario en este escrito, excepto por un elemento: la idealización de la gente misma en cuanto al tipo de país en el que viven. No es necesario cuestionar esas ideas si todo parece funcionar como se espera, pero si algo no ocurre como se espera ese cuestionamiento puede ser problemático.

A riesgo de simplificar demasiado, la visión que el ciudadano promedio tiene en cuanto a cómo debería funcionar el gobierno creado por los llamados Padres Fundadores es benigna y sencilla, por no decir simplista. Entienden que existen claros e identificables actores “buenos” y “malos” —incluso “malvados” o francamente “perversos”, aquellos que desean dañar la posibilidad de que el ideal siga vivo—. Por recurrir a connotaciones religiosas, hay seres de luz y seres de oscuridad, pero dominan los “buenos”. Quiénes sean los malos de la película depende de las inclinaciones políticas de quienes juzgan, por lo que surgen diferencias en cuanto a si los políticos o los empresarios cumplen o no con los ideales o si desean activamente pervertirlos. En los extremos, son el gobierno y el mercado los que han llevado a los problemas que se viven en la actualidad. Gobierno y mercado son las arenas en donde urden sus telarañas esos “malvados”. Esto en nada niega que para la mayoría los políticos o empresarios sean buenas personas que están tratando de hacer un buen trabajo, aunque en general se tenga una visión pobre de quienes se dedican a la política. El problema es que quienes son más vocales en cuanto a sus quejas y temores, incluso si son una minoría intensa, son quienes pueden sesgar los debates y lograr polarizar el ambiente. Las películas o las series de televisión no dejan de resaltar esas visiones negativas y preocupantes en cuanto a ciertos actores, visiones que a veces se trasladan a las abstracciones gobierno y mercado. Pero en general se toma como eso, malos elementos.

En sentido positivo, los ciudadanos creen vivir en el mejor país del mundo y bajo un gobierno que puede ser controlado, uno que garantiza derechos y en que no existen los males que se viven en otros países. Si llegan a ocurrir esos males es debido a malas manzanas. Existe la posibilidad de, en tiempos fijos, sacar a los corruptos y a los ineptos que no cumplen con los ideales, incluso de encarcelarlos cuando hay pruebas que muestren que no son inocentes. Existe un San Jorge dispuesto a matar al dragón y eso es lo importante. A final de cuentas, y en el ámbito político, sin el voto popular —en general, alrededor de 50% del padrón participa en las elecciones— nadie podría permanecer en el poder si no muestra la capacidad para ello. Y está la Constitución, aquello que da solidez y continuidad al país porque es un documento que no cambia. En general, les cuesta trabajo entender que es por medio de las interpretaciones de lo escrito por parte de los actores en el sistema judicial como ese documento deja de ser el escrito en 1787, aunque no se modifiquen los artículos y se aclaren ciertos principios con las enmiendas.

En esta visión se asume que, de una u otra forma, el sistema se corregirá y quitará a esas personas problemáticas y a lo que da origen a esos comportamientos. La idea de progreso es parte de esa narrativa: podrá haber contratiempos y retrocesos, pero cada día es una unión más perfecta.

Para el ciudadano promedio es difícil considerar como algo sistemático los casos en que se han violado esos ideales, como la marcha de las lágrimas (1830–1850) que inició Andrew Jackson (1829–1837) para exterminar a pobladores nativos y abrir oportunidades para los blancos o el hecho de que la Constitución original estableciera una cláusula en que en los estados esclavistas los esclavos contarían como 3/5 de persona para efectos de representación en la Cámara de Representantes del Congreso en la capital del país. El racismo no es algo sistémico en esa visión. Incluso algunos criminales llegan a ser considerados como ejemplos a seguir o como objeto de admiración, como ocurrió en otra época no tan lejana del siglo XX con el general George Armstrong Custer (1839–1876) o como sigue ocurriendo con los defensores del Álamo. En pleno siglo XX ocurrieron los linchamientos de afroamericanos y de personas de origen mexicano, así como ocurrieron barbaridades por parte de las tropas de Estados Unidos contra la población alemana durante la Segunda Guerra Mundial o en los otros teatros en que han participado sus tropas, y eso sin considerar los choques raciales que se dan con cierta frecuencia en diferentes estados. ¿Y qué decir del hecho de que siguen existiendo las reservaciones, lugares en los que desempleo, pobreza y adicciones alcanzan niveles muy por arriba de los niveles medios en el país? Tal vez porque eso ocurre en partes de las grandes ciudades, aunque no como ahora, es que no se le dio gran importancia o no se le quiso ver.

El miedo a lo “extraño” es parte de esa narrativa, y no hay mejor extraño que el extranjero o las personas con ideas que no son parte de la visión cristiana de ese país —es menos grave ser gay que ser ateo.

En sentido negativo, existen fantasías en cuanto a lo que ocurre tras bambalinas y las formas en que deben ser corregidos esos problemas. Los causantes de los males son quienes no comparten ciertos valores. Se teme que ese daño está pasando a formar parte del sistema mismo y que existe una “lucha heroica” por detener esa destrucción. Esa visión puede tener una connotación de corte religioso. Ello se vio con claridad con Donald J. Trump (2017–2021) y la influencia de los evangelistas, quienes han sido muy activos, y no sólo con presidentes republicanos. Esto tiene una larga historia en la cual los conservadores pasaron a ser el ala dominante en el Partido Republicano. Puede, asimismo, tener una connotación francamente extraña, cuando no enferma, a partir de fobias o miedos, cuando no de programas de radio o televisión. El miedo a lo “extraño” es parte de esa narrativa, y no hay mejor extraño que el extranjero o las personas con ideas que no son parte de la visión cristiana de ese país —es menos grave ser gay que ser ateo.

Es cierto que existen abusos y excesos que ocurren en forma periódica a través de las décadas y que hay redes de actores que no pueden ser vistos excepto como alejados de los ideales que supuestamente mueven al sistema. Hasta en la cultura popular se pueden encontrar esos ejemplos, desde la existencia de un Al Capone tolerado por policías y políticos corruptos hasta abusos de poder en la Casa Blanca, pasando por la fascinación con la mafia y la violencia recurrente gracias a extranjeros nacidos en ese país hasta en las zonas temerosas de vivir fuera de mandatos religiosos. No hay reconocimiento en cuanto a que esa situación que dista de ser ideal requiera soluciones pensadas desde las leyes o la administración pública, sino que es el reconocimiento enfermo que lleva a creer sin más que existen círculos de pederastas en el Partido Demócrata o en el Partido Republicano, que hay Illuminati, cuando no reptilianos, que existen reuniones de las élites, en especial del sector bancario y financiero, para controlar el mundo o que existe un lobby sionista que desea sangrar a Estados Unidos y así dominar el mundo. Existen fantasías enfermas que llevan a considerar que es mejor tomar una medicina de uso exclusivo veterinario para desparasitar caballos que recibir una vacuna contra el covid–19 pues en la vacuna hay chips para controlar la mente —¿cuál mente, en tal caso?—. La gente que apoyó y apoya a Trump no es algo nuevo ni son más visibles ahora que antes. Siempre han estado ahí, a la vista, pero se les tendió a ver como algo excepcional y sin grandes efectos, aunque fueran trágicos esos efectos, como ha ocurrido en repetidas ocasiones en la historia de ese país. Quien haya visitado un Wal–Mart habrá notado que existe una realidad alternativa, una en que existen fuerzas mayores y terribles que quieren destruir las libertades de que goza el pueblo más afortunado sobre la faz de la tierra.

No es de extrañar que, ante estas visiones parciales, simples y a veces extrañas no se pueda considerar lo negativo o incluso bárbaro que se ha hecho en nombre de la democracia. Para mucha gente ello es algo inexistente y lo ha sido por buena parte de la historia de ese país. La persona promedio no se entera de otra cosa que las noticias locales, empezando por el clima, y por algo de lo que pasa en la distante capital del país. Su propia historia es buena y reconfortante. Parte de la responsabilidad reside en las limitaciones del sistema educativo mismo, como ha discutido con detalle John Taylor Gatto, y en el discurso político en que se presenta una lucha incesante y noble por los valores más altos de la humanidad. No existe la honestidad de los atenienses con los melios en cuanto a que quien tiene poder lo ejerce y que la justicia es un tema a tratar entre quienes son iguales en poder, nada más. Sólo alguien perverso y malvado podría querer dañar a la democracia más noble y buena que ha existido, ésa que sin empachos ha apoyado golpes de Estado o la desestabilización de regímenes que en realidad no eran un peligro excepto para algunos ideólogos, como con Allende para Richard M. Nixon (1969–1974) y Henry Kissinger.

La mayor parte de la población está más preocupada por deportes o programas de entretenimiento que por entender lo que sucede en el gobierno nacional. Su visión es muy sencilla y muchas veces errónea, algo que lamentablemente también ocurre con los medios de comunicación.

En cuanto a los malos de la película en su versión más reciente, existe la idea de una élite liberal, de la Costa Este, educada y pretenciosa que desea atacar los valores —por ello promueven el feminismo y la “agenda gay”— y que se ha aliado con quienes buscan lo peor para lo que Ronald Reagan (1981–1989) llamara la “ciudad esplendorosa en la colina” —shining city on a hill, frase que usó en su State of the Union de enero 26, 1988—. Esa élite entrometida, además, quiere aumentar el tamaño del gobierno y sus funciones, obligando a la gente a acostumbrarse a perder sus libertades. Hay variaciones entre este grupo y sus representantes como Alex Jones o el ya difunto Rush Limbaugh, pero en todos los casos hay cercanía con una visión religiosa, e incluso apocalíptica, al estilo evangelista. Lo interesante es que rara vez reparan en que los mayores aumentos al tamaño del gobierno han sido con el Partido Republicano. El punto, en síntesis, es que existe una narrativa de “somos buenos como país” y “hay malos, afuera y adentro del país, que deben ser contenidos para que la ilusión siga viva”.

Aunque suene condescendiente, la mayor parte de la población está más preocupada por deportes o programas de entretenimiento que por entender lo que sucede en el gobierno nacional. Su visión es muy sencilla y muchas veces errónea, algo que lamentablemente también ocurre con los medios de comunicación. Podrán ir a Washington D.C. a ver los documentos que fundan su nación y recorrer los monumentos y edificios principales de esa bella ciudad, pero no parecen percatarse de la presencia permanente de personas en uniforme militar y por el aumento de seguridad en torno a la Casa Blanca. A pesar de barreras cada vez más claras entre la clase política y la ciudadanía, siguen creyendo que es un país abierto.

De una u otra forma, para entender las reacciones a los ataques del 11 de septiembre y a lo que seguiría después es necesario considerar esa mentalidad con la que el ciudadano promedio construyó su narrativa sobre ese evento, narrativa que a veces se atuvo a los hechos. Se ha escrito suficiente sobre lo que ocurrió en la Casa Blanca, en las burocracias respectivas, el Congreso y los medios de comunicación como para repetirlo aquí. Incluso es sencillo encontrar las frases célebres de los actores principales de esa época, como Richard Pearl, Condoleezza Rice, Donald Rumsfeld o las propuestas de los think tanks aliados a esa visión, como el Project for the New American Century de los llamados neocon (nuevos conservadores). Hay películas y documentales sobre esa época, y no meramente lo que promovió Michael Moore o, en forma exagerada, errónea y atractiva Alex Jones.

George W. Bush (2001–2009) ganó el voto en el 2000 después de una contienda poco limpia y plagada de irregularidades, en especial en Florida. Existe la sospecha de que la Suprema Corte le dio la elección sin más. Fue un mal inicio para su presidencia, ya plagada de acusaciones en cuanto a ser el hijo del privilegio, uno que hasta le permitió evitar servir en Vietnam y ser “empresario exitoso” en cuestiones de petróleo. Estaba el clima de polarización que había subido de tono lentamente desde la época de Reagan y que había llegado al ridículo con la presidencia de Bill Clinton (1993–2001) gracias al desafuero por un asunto irrelevante. En general, puede decirse que Bush era alguien de quien se esperaba muy poco, tanto así que para agosto de 2001 ya se empezaba a considerar que a ese paso sería un presidente de cuatro años.

En general, el clima que se vivía era tranquilo. Sí, había enojos en cuanto a los resultados de las elecciones y lo usual en cuanto a violencia y los debates en torno a la segunda enmienda. Ya vendrían otras elecciones y saldría el que estaba de presidente.

Pero cuando llegó el segundo aviso de otro avión ya parecía algo diferente. Sonaba a un ataque. Lo comenté con una persona a mi lado y sólo levantó los hombros. Le escribí a una conocida por correo electrónico con mi preocupación y la respuesta fue: “Exageras”.

En lo personal, septiembre de 2001 empezaba como otro semestre más: había que estar temprano en la biblioteca de la Universidad de Wisconsin–Madison —Memorial Library— para revisar correos y leer las noticias antes de ir a North Hall, sede del Departamento de Ciencia Política, para una breve plática y de ahí al salón para dar clases —un curso introductorio a la estadística para ciencias sociales—. Mientras revisaba el correo llegó un aviso del New York Times sobre un avión que se había estrellado contra una de las Torres Gemelas. Pensé en el B–25 que se había estrellado contra el Empire State Building el 28 de julio de 1945. No recuerdo que me hubiera llamado la atención. No leí la noticia pues ya estaba acostumbrado a cierto sensacionalismo y trivialidad en los medios de comunicación —la decisión del juicio de O. J. Simpson me había dejado pensando que había mucho de circo y poco de serio en el sistema judicial y no sólo con la forma en que se reportaban las noticias—. Pensé, además, en un avión pequeño. Pero cuando llegó el segundo aviso de otro avión ya parecía algo diferente. Sonaba a un ataque. Lo comenté con una persona a mi lado y sólo levantó los hombros. Le escribí a una conocida por correo electrónico con mi preocupación y la respuesta fue: “Exageras”. Decidí ya no ver las noticias y mejor continuar leyendo un libro que había comprado el día anterior.

Al salir de la biblioteca se notaba un ambiente diferente a cuando llegué. En ese momento la gente caminaba rumbo a su destino, sin más, mientras que ahora había grupos platicando en forma intensa y gesticulando. Un muchacho estaba de rodillas con las manos en la cabeza. Se veían caras de miedo y de preocupación. Era algo nuevo en el estado en que no expresar sentimientos era la norma. Al llegar a North Hall, después de una breve caminata, resultaba claro que se conocía la noticia, que había miedo y que no se entendía por qué había pasado algo así. Sólo una persona, Dean Timpone, del Bronx en Nueva York, decía que era de esperar, que no había nada extraño en esto y que habían tardado en actuar tantos grupos que estaban enojados con el gobierno de su país. Ahí escuché la pregunta que se repetiría una y otra vez: “¿Por qué nos atacan” “¿Qué les hemos hecho?” Aunque lo mejor fue “¿Vamos a tener clase?”

La tarde de ese día y todo el día siguiente fueron de estar frente a la televisión y revisando las noticias en la computadora. Empezaban los anuncios sobre lo que había pasado, lo que se sabía y lo que se sospechaba. A partir de ese momento fue como empezó algún nivel de confusión y extrañeza debido a que supuestamente se sabía en agosto que existía la posibilidad de un ataque —algo que resultó ser mucho más complicado que una falla de inteligencia o un mensaje claro en cuanto al tipo de ataque y el lugar de éste—. Tal vez lo más encantador era salir a caminar y no ver las estelas o escuchar el ruido distante de aviones, el que toda actividad estuviera suspendida y el que empezaran todos los rumores posibles —como uno local, de un grupo de estudiantes palestinos que estaban festejando lo que había pasado, siendo que nadie pudo verificar que algo así hubiera pasado—. El temor aumentó cuando se empezó a dar contenido a una expresión de Bush, “We’ll smoke ’em out of their holes” (los sacaremos de sus escondrijos). ¿Qué se estaba planeando?

Lo que siguió fue verdaderamente extraño. El sheriff Bush le advertía a forajido Hussein que su hora estaba cerca. En el momento que decidiera ocurriría un ataque contra ese país que albergaba terroristas y armas de destrucción masiva. Fue el inicio de una guerra de nervios y de una producción televisiva que recordaba a esa película Wag the Dog. No es que durante las presidencias más recientes no hubieran ocurrido guerras, pero era la forma en que se presentaba a la noble y buena nación atacada por los “malos hombres” —expresión de Trump que suena mejor que “malos terroristas”—. Empezó una espera extraña a que se televisara el inicio de las hostilidades. Y no defraudaron: el inicio de los ataques en Bagdad podía verse en vivo. Y vaya que se vio, pero sin que pareciera que se viera lo que estaba pasando.

El que dude de si se entendiera lo que estaba pasando es una impresión personal. Por una parte, lo que ocurría en la capital del país parecía estar ocurriendo en otro país. En Madison no se sentía la urgencia tal vez porque nada había cambiado. Por otra parte, porque ese temor inicial había pasado a la rutina que se había vivido hasta antes del ataque, y en muy pocos días, y porque la gente no parecía seguir preocupada por el tema, por extraño que pareciera.

En una forma curiosa, había huecos en cuanto a las acciones ilegales por parte de su propio gobierno, incluso después de que a finales del gobierno de Clinton se hubieran dado a conocer documentos clasificados referentes a la entrada a Estados Unidos, y empleo en el gobierno, por parte de nazis de alto nivel y no sólo en temas de competencia de la NASA.

En una ocasión, en casa de una amiga, escuchamos un discurso de Bush. Era muy preocupante lo que decía pues ya dejaba ver lo que ocurriría con Irak. Mi amiga no comentó nada al respecto. Cambió de canal después del mensaje para ver la WWF con una lucha con Dwayne Johnson, The Rock. Estaba perdiendo. Eso sí causó alarma en mi amiga. Era algo similar con algunos estudiantes, algo que se repetiría el siguiente semestre en el curso de la presidencia. A pesar de ello, noté un cambio que me llamó la atención: criticar a Bush era un error. Estaba por arriba de toda crítica. Decir que esa guerra era un error era ser antiamericano. Decir que el interés era por el petróleo y no por la democracia resultaba en críticas por parte de miembros de la facultad que enseñaban política de ese país —había un consenso inocente en cuanto a las motivaciones de su gobierno, algo que en cierta forma resultaba encantador—. Si se preguntaba por el otro 11 de septiembre, ese de 1973, era algo desconocido entre estudiantes, algo nada sorprendente, e incluso entre algunos profesores, algo que sí era sorprendente. En una forma curiosa, había huecos en cuanto a las acciones ilegales por parte de su propio gobierno, incluso después de que a finales del gobierno de Clinton se hubieran dado a conocer documentos clasificados referentes a la entrada a Estados Unidos, y empleo en el gobierno, por parte de nazis de alto nivel y no sólo en temas de competencia de la NASA.

Se dieron cambios que fueron muy preocupantes, pero que parecían estar dentro del ámbito universitario y dentro de los rangos aceptables para la población que no se veía afectada. Empezaron las investigaciones sobre estudiantes de algunos países, como Siria, en especial si estaban en ciencias —caso concreto de un estudiante de química que tuvo que abandonar el país—. Empezaron las revisiones sin posibilidad de defensa ante inmigración —como el caso de un profesor alemán que tuvo que salir con aviso de dos semanas y dejar a su esposa e hijos, ya que eran estadounidenses—. Lo interesante es que la reacción en contra de estudiantes y académicos internacionales se había iniciado a mediados de los noventa con la llegada de los republicanos al Congreso.

Podría narrar más sobre lo que viví o vi en ese momento, pero no es relevante. No cuenta con la emoción de lo que he escuchado de gente que vivió esos momentos en Washington D.C. o en Nueva York. Con ejemplificar el ambiente que se vivía en un lugar alejado de donde ocurría la acción es suficiente. Para junio de 2004 regresé al país. No he vuelto a regresar a Estados Unidos. No me interesa porque en muchos sentidos lo que veía de ese país ya se estaba derrumbando antes de que ocurrieran los ataques.

La narrativa de ser un gran país tuvo consecuencias inesperadas. En ese país se vive encerrado en lo que puede ser descrito como un pueblo gigantesco. En algunas ciudades existe una exposición clara al mundo exterior, y no sólo es en los lugares usuales —Nueva York, Chicago o Los Ángeles—, sino en otros que parecerían alejados de esa posibilidad. Pero en el resto del país se vive como si el resto del mundo no existiera. Es más, hay momentos en que parece que el resto del país no existe. Se vive una forma de encierro en que se puede estar muy bien, aislado de lo que pasa en otros lugares, incluyendo temas de vida o muerte como los que se tratan en la política nacional. No es que eso sea privativo de ese país. Se puede constatar algo similar en el caso de México. La diferencia reside en que ese país es una potencia mundial, sea en lo militar o en lo económico. La ignorancia de la propia población en cuanto a lo que hace su gobierno tiene consecuencias que van más allá de lo que les pase allá. Si el gobierno mexicano comete errores graves y si la gente no reacciona ante ello entonces el mayor efecto será sobre quienes viven en el territorio nacional. No así en Estados Unidos. Una mezcla de indiferencia, ignorancia e inocencia, por llamarla así, creó un mito a partir de unos ataques, los cuales abrieron las puertas a un activismo internacional que en nada resolvió los problemas que originaron esos ataques. Lo que sí dejó en claro es que la gran potencia no resolvió esos problemas y que sí se vio enfrentada con mayores problemas en lo interior que ponían en duda esa visión benigna y daban mayor credibilidad a la narrativa negativa, incluso a la visión enferma.

Después del 9/11

Si algo caracteriza a Estados Unidos ahora, al menos comparado con el que vi por última vez en 2004, es la polarización y la decepción ante lo que se vive. La clase política deja mucho que desear, sin lugar a dudas. Ya no se habla de figuras como John McCain, senador republicano por Arizona ya fallecido, sino de alguien como Mitch McConnell, quien tuviera tanto poder en el Senado cuando Trump. El primero sería un caso peculiar de hacer lo que consideraba adecuado, fuera o no lo adecuado para su partido, en tanto que el segundo hace lo adecuado para tener más dinero y torpedear en lo que pueda a la oposición y en línea con el ideario del partido. El Partido Republicano ha pasado a ser un partido más jerárquico y unificado en torno a lo que decide la cúpula, en tanto que el Partido Demócrata sigue dividido en diferentes grupos que muchas veces son incapaces de ponerse de acuerdo en algo. Más allá de los partidos, está la desconfianza que se ha extendido a la Suprema Corte y a las otras instituciones que daban solidez al gobierno. Hasta los problemas, ya graves hace veinte años, parecen ser mucho más difíciles de corregir, como el asunto de la deuda. En sí, no es posible considerar que sea un país en franca decadencia, pero sí es posible considerar que es un país que empieza a mostrar muchos síntomas de cansancio, cuando no de agotamiento. La ciudadanía es la que más se ha cansado. Pueden seguir viviendo muy bien quienes ganan lo suficiente para ello. Un porcentaje cada vez mayor de la población no será capaz de alcanzar el “sueño americano” y un porcentaje cada vez mayor no está seguro de que ese sueño sea una buena idea después de todo. Tal vez lo peor sea que se empiece a generalizar la idea de que eso que hacía único a ese país no haya sido otra cosa que una buena historia.

Los sucesos del 6 de enero de 2021 dejan en claro que no es el país del 12 de septiembre de 2001. Cambió la visión en cuanto a la violencia y en cuanto al origen de esa violencia. Thomas Jefferson recomendaba que cada generación tuviera su propia revolución, así que se podría justificar lo que promovió Trump y el actuar de esas personas. No lo justifico, meramente trato de entenderlo. Sin embargo, algo así hubiera sido imposible antes o por años después de 9/11.

El que Wall Street parezca ser el beneficiario permanente de los programas gubernamentales o que el sistema financiero parezca hacer lo que desea sin mayores consecuencias ha generado la percepción que se vive en una plutocracia que puede hundir al país, sin que por ello se crea que esas élites vayan a padecer las consecuencias de sus decisiones.

Me queda claro que en un escrito de este tipo es imposible cubrir todos los ángulos posibles a lo que explicaría la decepción de la ciudadanía ante su propio sistema político y de gobierno. Ello requeriría un libro y a varias personas que consideraran diferentes ángulos. Hay temas específicos que han dividido al país, como los que preocupan a quienes se dedican a la agricultura y la ganadería y quienes viven en las ciudades. El crecimiento urbano ha creado situaciones de competencia extrema entre zonas urbanas y rurales, como en el suroeste en lo referente al agua. El que Wall Street parezca ser el beneficiario permanente de los programas gubernamentales o que el sistema financiero parezca hacer lo que desea sin mayores consecuencias ha generado la percepción que se vive en una plutocracia que puede hundir al país, sin que por ello se crea que esas élites vayan a padecer las consecuencias de sus decisiones. Y está la cuestión racial. A pesar de la Guerra Civil, las enmiendas a la Constitución, las leyes aprobadas por el Congreso y los programas sociales de la década del sesenta del siglo pasado, las relaciones entre blancos y afroamericanos siguen siendo tensas. No hay integración real en partes del país e incluso se detecta un regreso a la época en que ser minoría se traducía en tener problemas para votar. A la par, muchos descendientes de mexicanos quieren mostrar que son más conservadores que los conservadores blancos. Todo esto se puede detectar en lo que aparece en las noticias, así como los problemas de desempleo, poblaciones callejeras o miseria que se vive en muchas de las grandes ciudades.

Las presidencias de George W. Bush, Barack Obama (2009–2017), Donald J. Trump y lo que va de la de Joe Biden (2021) no han sido muy diferentes en cuanto a querer demostrar quién manda a escala mundial y que la confianza en el mercado no se ha perdido del todo. No mostrarán la arrogancia posterior a la caída de la Unión Soviética en 1991, ni será el entusiasmo por creer que el siglo XXI será el “siglo americano”, pero no dejan de verse como el único poder que puede mantener viva a la democracia. Y a pesar de ello, Trump y Biden muestran dos similitudes interesantes: prefieren ver hacia su país antes que hacia el extranjero, y si ven hacia el extranjero es hacia China como un peligro para el proyecto de país que creen que es Estados Unidos. La era de entrometerse en todos los asuntos posibles en el mapa mundial parece haber dado paso a aceptar que sólo es posible intervenir en algunas partes del mundo, como en el Mar de China, en el apoyo a Israel como la única democracia en Medio Oriente o, en caso necesario, de alguna forma en México. No más. En lo interno no se ve claro que haya interés por enfrentar los grandes problemas, a pesar de la agenda ambiciosa del actual presidente. No se ve que haya interés por corregir todo aquello que empezó a resquebrajarse después de los ataques del 9/11.

Parte de esa visión más reducida en el plano mundial puede ser consecuencia de los fracasos posteriores al 9/11. El entusiasmo por corregir la afrenta empezó a verse como un riesgo que no era aceptable en el plano interno, aunque tal vez más por el estado de la economía que por las violaciones a las garantías individuales. Parte del éxito de la campaña de Obama fue precisamente centrarse en la economía. Pero ello resultó en un nuevo tipo de activismo por parte del Partido Republicano, centrado en olvidar las posibilidades de negociar con los demócratas y de apoyar la agenda del presidente.

La presidencia imperial de la que hablara Schlesinger —ésa en que la política exterior estaba cada vez más bajo el control del presidente y no del Congreso, incluyendo la capacidad de declarar una guerra— estaba siendo retada no por el interés de mantener el control como se establecía en la Constitución y en las leyes sino por atacar al presidente y al otro partido. La visión empezó a ser más de intereses electorales que de políticas. La idea de que la división entre partidos era meramente un corredor en la Cámara de Diputados o en el Senado había pasado a ser la de una que asemejaba más un muro por construir en cada una de las cámaras.

Parte de esa desilusión se debe a que se empieza a conocer a Estados Unidos por lo que es: un poder imperial en que la democracia también se limita en lo interno. Ya no es difícil ignorar esa realidad que no corresponde con el ideal de una nación democrática, como si ser poder mundial y ser democrático con los otros países fuera posible. Tal vez sin el 9/11 esa idea del mejor país del mundo no se habría visto afectada. Tal vez con una respuesta diferente por parte de Bush se podría haber evitado el llegar a la situación a la que se vive ahora. Podría vivirse algo tal vez mejor, o tal vez peor. No lo puedo saber. Lo que sí me queda claro es que ya no existe la unión que se logró después de 9/11 y que no será sencillo recuperarla, si es que vuelve a ser posible. ®

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Publicado en: Política y sociedad

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