EL GENERALÍSIMO HA FALLECIDO

Recuerdos de los últimos años de la dictadura franquista

Crónica de la cotidianidad en los últimos años de Franco vista a través de los ojos de un niño. El autor regresa a su infancia para relatarnos el día a día en la calle, la escuela, el hogar.

A mis padres, con cariño y agradecimiento eterno.

Desmantelamiento de estatua al generalísimo

“Franco, Franco tiene el culo blanco porque su mujer… se lo lava con Ariel”. Cántese esta frase al ritmo de la música del himno nacional español con entusiasmo y vivacidad antipatriótica. Una verdadera apropiación cultural del mundo de la publicidad al servicio de las pequeñas revoluciones de patio de colegio, en unos tiempos donde el color que prevalecía era el gris, apreciación entre otras cosas inducida porque los dos únicos canales de televisión de los que gozábamos eran en blanco y negro. Casi todas las televisiones en el país eran en blanco y negro, en las casas y en los bares, y transmitían básicamente fútbol, corridas de toros, programas de propaganda política y publicidad ñoña. La televisión a color tardó muchos más años en popularizarse en España que en países como Estados Unidos o México. La realidad del régimen y su aparato de propaganda en los setenta eran grises a más no poder. De un gris rancio y plomizo.

Los recuerdos, además de azarosos son caprichosos por naturaleza. Magnifican acontecimientos o los minimizan a placer, los escombros de los hechos se erigen en sorprendentes narrativas personales de rememoración. Una vez que recordamos algo, aunque no sea cierto, pasa a la categoría infalible de recuerdo, qué más da si inspirado en la realidad o en nuestra imaginación. Sobre todo si lo que se trata de recordar es la infancia.

Francisco Franco murió a finales de 1975 cuando yo apenas cumplía ocho años de edad. Los estertores de la dictadura del “Generalísimo” que me tocó vivir me generan pocos recuerdos concretos y ninguno particularmente desagradable. Gocé de una infancia básicamente feliz y ensimismada, con unos padres jóvenes y sanos que trabajaban y ganaban dinero y me llevaban mucho al mar. El top-less en las playas en esos tiempos no se practicaba ni por las extranjeras que venían a tostarse al sol y en busca de folclor muy barato a nuestro litoral… eso fue después, en los tiempos del destape de la postdictadura, aunque ya a finales de los sesenta las francesas que venían a la Costa Brava llevaran bikini, el delicioso traje de baño compuesto por dos escuetas piezas.

Respecto de la dictadura en sí, en todo caso recuerdo anécdotas aisladas como la frase del comienzo de este texto, que cantábamos los revoltosos en el patio de la escuela al ritmo del himno nacional a la mínima de cambio cuando habían ganas generalizadas de provocar o simplemente alborotar. Una burla jamás perseguida seriamente por los maestros que guardaban el orden en los recreos, ya que la escuela donde cursé los estudios de Educación General Básica era laica (y privada), y como se creían muy modernos en lo pedagógico, se tomaban muy en serio eso de separar las materias de conocimiento de, sobre todo, la ideología, y la religión, que figuraba como materia optativa. Vengo de una familia de descreídos, y muy a contracorriente para la época tampoco hice la comunión. Dato a tener en cuenta éste de la religión cuando la dictadura de Franco presumía de haber sido instaurada por la gracia de dios, como rezaba en todas las monedas, pesetas, que circulaban en ese tiempo.

Volviendo al patio de la escuela, estaban más bien nuestros progresistas maestros, en lo que atenía a nuestros inocentes cánticos de pequeños hooligans descerebrados, más preocupados por el indiscriminado uso de la palabra culo que por las alusiones al dictador.

Francisco Franco murió a finales de 1975 cuando yo apenas cumplía ocho años de edad. Los estertores de la dictadura del “Generalísimo” que me tocó vivir me generan pocos recuerdos concretos y ninguno particularmente desagradable.

No eran muchas las escuelas totalmente laicas que educaban en Barcelona, y tuve en realidad mucha suerte con la elección hecha por mis padres, porque el panorama reinante era de escuelas religiosas por un lado y por otro de escuelas donde la derecha (por voluntad o simplemente por adaptación al medio) educaba a sus vástagos, ambas con una gran afinidad a los ideales que animaban el franquismo: disciplina extrema, pulcritud, corrección, clasismo, obediencia ciega y sobre todo represión, usando con alegría el castigo corporal para lidiar con los más díscolos.

Si bien esos principios podrían estar en la base de la formación de un carácter cívico, su exacerbación ideológica creó una gran masa de imbéciles retrógrados de una parte (fanáticos perpetuadores de la mano dura y el orden policiaco-militar), y de otra, el odio almacenado de muchos niños hacia el sistema, en este caso en principio educativo y luego al resto de instituciones, que ha alimentado grandes pulsiones delincuentes y generaciones de cuadros políticos y empresariales corruptos y prevaricadores. Todos ellos dieron paso, por la lógica del movimiento pendular, a la cultura del “pelotazo” en los años ochenta del dinero fácil y especulativo, cultura de la especulación inmobiliaria que deja el día de hoy, siendo este sector donde se gestó gran parte de la crisis actual, a España con el 20% de la población activa en el desempleo, ahora que se ha desmoronado el imperio insensato del cemento.

Franco muerto

El uso del catalán estaba prohibido en la esfera pública, y en los momentos duros de la dictadura tener libros en catalán o hacer proselitismo del idioma, combinado con posturas políticas incómodas hacia el régimen, fueron motivos de fusilamiento. El uso del catalán quedó, más allá de la necesaria resistencia cultural contestataria (y duramente reprimida), reducido al ámbito familiar e íntimo.

En mi casa lo que estaba prohibido por mi padre, por lo menos en la mesa, era hablar en la lengua del imperio, la que aprendíamos mi hermana y yo en la escuela y que en Catalunya era lengua reservada a los Guardias Civiles (corporación policíaca con macabro desempeño en la dictadura), los grises de la policía nacional y a los charnegos, como popular y peyorativamente se conocía a los inmigrantes venidos a Barcelona, polo industrial, de otras regiones del territorio español. A pesar de que mi familia materna provenía de una de esas otras regiones de España, mi madre se catalanizó desde su juventud y también nos hablaba en catalán, fue el primer idioma que me enseñaron y hablé. Un modo de subversión y afirmación identitaria doméstica, nada extraño en un lugar donde la lengua es la expresión vehicular de la identidad nacional desde hace mil años.

En mi hogar, la politización no pasaba por el activismo que por ejemplo ejercían los miembros del clandestino e ilegalizado PSUC, partido comunista catalán, aunque la “s” aparecida en sus siglas aludiera al socialismo, pero mi padre tenía contactos con movimientos del mundo obrero en constante agitación. Había en mi casa rechazo total al régimen y afirmación de los valores republicanos y la catalanidad como bandera de identidad. De hecho, bajo la mirilla de la puerta de entrada al dúplex que habitaba con mis padres estaba pegada la bandera republicana (roja, amarilla y gualda) en chiquito, toda una pequeña provocación para quien viniera a la casa (para empezar estaba prohibido su uso) y una declaración de principios puerta adentro.

En mi hogar, la politización no pasaba por el activismo que por ejemplo ejercían los miembros del clandestino e ilegalizado PSUC, partido comunista catalán, aunque la “s” aparecida en sus siglas aludiera al socialismo, pero mi padre tenía contactos con movimientos del mundo obrero en constante agitación.

La traumática experiencia de mi abuelo paterno en la guerra, y la rabia que le daba, hacía que el tema fuera raras veces tocado en familia frente a las nuevas generaciones de primos, que al ser el mayor yo encabezaba, para tratar de evitarles todo ese background oscuro de posguerra, delaciones y privaciones (las tristemente famosas cartillas de racionamiento de los cuarenta), y proyectarnos en el futuro como jóvenes desinhibidos (a ser posible bajo un panfederalismo europeo que nos liberara de una vez por todas de los yugos de España). Más abocados, en definitiva, a proyectos de futuro que a enmiendas del pasado.

De repente, ya que parecía inmortal, un día en esa televisión a blanco y negro anunciaron que el Generalísimo había fallecido. La alegría en mi caso fue doble. La celebrada en casa, no sin cierto pánico previo que hizo que todos los hogares se avituallasen en prevención de un golpe de Estado por parte de los militares, y la personal, puesto que con motivo de los funerales de Estado declararon una semana de luto en la que no hubo escuela. Fue una semana larga, en la que sin entender del todo la situación, se respiraba un nerviosismo latente y extraña efervescencia a mi alrededor. Me pasé toda la semana encerrado en casa (por si acaso), jugando solo y con mi hermana, cuatro años menor que yo.

La única mancha a mi felicidad fue que en la televisión sólo pasaban imágenes del sepelio del dictador, con un montón de gente apesadumbrada en trajes grises dándole el último adiós a la alimaña en su féretro, sólo daban noticias grises acerca de la muerte del dictador y sólo pasaban las grandes hazañas bélicas, políticas y sociales que el dictador había llevado a cabo en vida, hundiendo a España en la miseria moral, todo sea dicho de paso, y liderando una de las épocas más oscuras de la historia de este país. En realidad, una de muchas… pero no volvamos la vista demasiado atrás.

Por eso, una vez pasada la zozobra y al calor de la pacífica transición liderada por la inexperta figura del joven rey Juan Carlos I (que a ninguno agradaba, unos por considerarlo en exceso blando y liberal, y otros desautorizándolo por haber sido nombrado heredero sucesor por el mismísimo Generalísimo), en las escuelas menos rancias se iniciaba un plan de reconciliación nacional con ejercicios en que cada uno de los alumnos tenía que elaborar un relato sobre la guerra que libraron los abuelos, aquellos que hubieran sobrevivido a la matanza indiscriminada, claro está. Una especie de psicodrama colectivo en clave familiar, para ir cerrando heridas en las generaciones presentes y futuras, enterrando el encono y los odios genéticos generados.

Cuando yo fui a entrevistar al mío, lo único que obtuve por respuesta fue un frío silencio expresado a través de la serenidad de sus ojos imponentemente azules (casi abisales), que reprimían un tremendo coraje, odio e impotencia, además de una infinita tristeza, mientras se arremangaba los pantalones para enseñarme sus ulceradas piernas por los años que estuvo preso en la cárcel del castillo de Montjuïc con el agua hasta las rodillas, mostrándome con ese gesto que eso era todo lo que me podía decir, o lo que a mí me convenía saber, de su experiencia respecto a la Guerra Civil.

Evidentemente, la redacción que presenté en la escuela me la tuve que inventar. ®

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Publicado en: Enero 2011, La derecha

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