Ground Zero es hoy un sitio de peregrinación, una catedral en ruinas en la que lo mismo se lanzan plegarias por la paz mundial que por el exterminio de los musulmanes. Pero no hay duda de que este boquete en la tierra y la conciencia es el cementerio, o mejor dicho el deshuesadero de los sueños rotos del siglo XX.
I
Siempre hemos sabido que la tragedia de unos es el entretenimiento morboso o el atractivo turístico de otros. El 11 de septiembre próximo se cumplirán diez años de los ataques en contra de las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono. Y el inmenso agujero que hoy conocemos como Ground Zero o Punto cero apenas comienza a esbozar la nueva fisonomía que tendrá el nuevo World Trade Center. Desde ese fatídico día de otoño las obras en ese sitio no parecen haber cesado, y si bien la tarea de retirar los escombros fue realizada con asombrosa (y para muchos, sospechosa) velocidad, la construcción se ha retrasado por toda clase de problemas legales, técnicos e ideológicos. En este prolongado periodo de estancamiento de una década el Ground Zero ha quedado en un paradójico estado embrionario; por un lado tenemos los incipientes cimientos de un nuevo complejo de bienes raíces y, por el otro tenemos la excavación de las ruinas de una catástrofe, de un espacio reverencial que da sentido a una mitología. Parecería que no hay voluntad ni interés por dejar atrás el estado de duelo y luto. No por nada está siempre presente el ambiguo eslogan: “Nunca olvidaremos”, el cual evoca automáticamente el Holocausto y a la vez tiene resonancias de una revancha permanente, de una venganza sin fin. Así, tenemos entre las calles de Vesey, Church, Liberty y West del Bajo Manhattan una especie de parque de atracciones con el tema de los ataques. En unas cuantas calles se amontonan capillas, exposiciones, memoriales, tiendas de souvenirs y decenas de vendedores callejeros clandestinos de recuerdos del ataque. La zona del WTC evoca a las zona arqueológicas, con un altísimo tráfico de turistas internacionales, una pequeña industria que vive de vender llaveritos, peluches, bebidas, botanas y comida a precios inflados. Pero esta zona de desastre fosilizada no se encuentra en medio de la jungla ni un remoto desierto sino que está incrustada en el Bajo Manhattan, a unos pasos de Wall Street, en el corazón financiero planetario. Un espacio bullicioso, por donde los turistas circulan con eficiencia entre los testimonios de los sobrevivientes y las tiendas de ropa, aparatos electrónicos y todo tipo de baratijas chinas.
II
Mientras tanto esa descomunal obra se ha tornado una especie de cráter místico en el centro del mundo, suelo sagrado donde en unas horas 2,985 personas perdieron la vida y quedaron pulverizadas entre los escombros.
Mientras tanto esa descomunal obra se ha tornado una especie de cráter místico en el centro del mundo, suelo sagrado donde en unas horas 2,985 personas perdieron la vida y quedaron pulverizadas entre los escombros. Ground Zero es hoy un sitio de peregrinación, una catedral en ruinas en la que lo mismo se lanzan plegarias por la paz mundial que por el exterminio de los musulmanes. Pero no hay duda de que este boquete en la tierra y la conciencia es el cementerio, o mejor dicho el deshuesadero de los sueños rotos del siglo XX, como escribe Susan Buck-Morss: “El ataque expuso el hecho de que el capitalismo global es imaginado inadecuadamente como desterritorializado”. Tanto las Torres como el Pentágono representaban símbolos de la fortaleza financiera y militar de Estados Unidos. La desintegración de esas construcciones tuvo un impacto humano y material real, pero el acto mismo, al ser videograbado, a su vez fue transformado en un nuevo símbolo, en el emblema del imperio herido y en la justificación moral para la venganza y, quizás más grave aún, para proseguir con aquella trágica misión “civilizadora” de Occidente, la famosa “carga del hombre blanco” kiplingiana. Las represalias que lanzó el gobierno de George W. Bush contra Al Qaeda, un oscuro grupo fundamentalista musulmán, y contra el precario gobierno talibán de Afganistán, dieron lugar a la invasión de ese país y a la posterior agresión e invasión de Irak. A su vez estos actos de guerra dieron lugar a una revitalizada industria del espionaje, la vigilancia, el secuestro, la tortura, el asesinato político, el intervencionismo, el tráfico de armas, el chantaje y la extorsión de gobiernos e instituciones.
III
Los ataques del 11 de septiembre casi coincidieron con el aniversario 187 de la toma y el incendio de Washington el 24 de agosto de 1814 por tropas británicas, que tenían órdenes expresas de destruir los edificios públicos emblemáticos de la joven capital, como la Casa Blanca, el Capitolio y la Biblioteca del Congreso, entre otros. La justificación de los ingleses era que la destrucción de la capital era una respuesta al ataque y saqueo estadounidense de la ciudad de York, en Canadá, hoy Toronto. La realidad es que éste fue tan sólo un pretexto. Lo que los británicos querían era aplastar el germen de la democracia republicana que ya había contagiado a otras naciones, como Francia y a numerosas colonias, con ideales revolucionarios. A partir de entonces Estados Unidos aprendió bien la lección de falsificar los motivos para justificar agresiones bélicas. El agujero, The Pit, las ruinas de Ground Zero tienen una función ritual en la lógica de la guerra perpetua de los regímenes de Bush y Obama, ese espacio aparentemente congelado en el tiempo es el Stonehenge de la “guerra contra el terror”, es el sórdido monumento a la sed de sangre y venganza que promueven los neocons y los neoliberales, la derecha racista y los “progresistas” que creen en las invasiones humanitarias. ®