Se dice que un pueblo tiene el gobierno que se merece. Mas eso no es todo: no en pocas ocasiones olvidamos que el gobierno de cada país surge precisamente de su sociedad. Es decir, ésta no sólo se lo merece, sino también lo cría, lo procura y lo consecuenta. La clase política de un país es cabalmente representativa de éste.
A veinte años de la caída del muro, mientras la preocupación por salvar al planeta del calentamiento se acrecienta y simultáneamente a una lucha por los derechos fundamentales de mujeres, niños y homosexuales, el continente occidental más viejo atestigua su radicalización idiosincrática. Europa, ese territorio en cuyos mantos acuíferos corre sangre de todas las épocas, continua su ascenso hacia el extremismo político. El espíritu del racismo y la intolerancia parece volver a lanzar sus redes en un mar que, a su particular parecer, ha sido invadido y pintarrajeado por peces de otras aguas.
La difusión del odio y la discriminación son una fructífera inversión electoral en la Europa de la primera década del siglo XXI. “La bandera de la tolerancia fue bajada y las fuerzas oscuras terminaron finalmente por tomar como rehén a la democracia sueca”, dice el editorial de Expressen, el segundo diario más leído en Suecia. El comentario alude a los veinte diputados con los que el partido xenófobo de ultraderecha, Demócratas de Suecia (DS), entró en el parlamento al cabo de las elecciones celebradas el pasado mes de septiembre con un 5.7 por ciento de los votos. La crisis económica golpeó a los partidos socialdemócratas del Viejo Continente y benefició a las corrientes populistas y racistas, ya presentes en Europa desde la década de los ochenta.
La difusión del odio y la discriminación son una fructífera inversión electoral en la Europa de la primera década del siglo XXI.
Con un discurso de duro rechazo a los extranjeros —en particular a los árabes musulmanes— y contra el multiculturalismo, la extrema derecha ha ido conquistando territorios otrora impensables de la Unión Europea. El coordinador de proyectos de la alianza de los movimientos de la extrema derecha europea y número dos del ultraderechista Frente Nacional francés —partido que fundara el radical Jean-Marie Le Pen en 1972—, el eurodiputado Bruno Gollnisch celebró asimismo la inédita conquista lograda por el DS sueco: “Espero que ocurra lo mismo en otros países, en Europa e incluso fuera de Europa, porque los efectos de la globalización, es decir, los estragos de la libre circulación de las personas, de las mercancías y de los capitales, pese a sus apariencias humanistas, tienen los mismos efectos destructores de las identidades de los pueblos, de su independencia y de su soberanía en todas partes”.
El auge de los ultraderechistas Demócratas de Suecia se suma a éxitos similares obtenidos por partidos de la misma tendencia en otros países. La extrema derecha más agresiva que cambió sus chaquetas negras de antaño por corbatas de seda y un lenguaje pulcro tiene el viento a su favor. El mencionado Frente Nacional francés —precursor de la conquista de las urnas—, el Vlaams Belang en Bélgica, el FPÖ en Austria, la Liga del Norte en Italia, el British National Party en Gran Bretaña, el movimiento Jobbik en Hungría o el PPV en Holanda han modificado sustancialmente el mapa electoral europeo. La progresiva radicalización política entró, en los últimos años, por la puerta grande en los gobiernos de Italia y en los parlamentos de Austria, Bulgaria, Letonia, Eslovaquia, Dinamarca y, ahora, Suecia.
La crisis económica, el desempleo, el discurso nacionalista, la promoción de la homogeneidad y lo nacional, el populismo excluyente y el oportunismo electoralista de la derecha tradicional legitimaron una propuesta política que antaño sólo ocupaba un margen simbólico. Es momento de aceptarlo, la extrema derecha es hoy un actor central. El estilo con que irrumpen en los diferentes parlamentos no dista del empleado por el DS sueco, cuyos publicistas montaron una campaña sucia en la que llegaron a usar un anuncio televisivo —censurado posteriormente— que mostraba a un grupo de mujeres musulmanas vestidas con burka adelantarse a una anciana con muletas en una carrera simbólica por apropiarse de los subsidios gubernamentales.
El blanco preferido de la ultraderecha —como lo fueron los judíos en otra época— son los musulmanes, la nueva amenaza. A menudo, en su afán por atraer los votos de la ultraderecha, los gobiernos de derecha moderada han recurrido a medidas selectivas contra este grupo religioso. El referendo sobre los alminares en Suiza, la prohibición de la burka en Francia y Bélgica, el debate sobre la identidad nacional en Francia, la adopción de esquemas represivos para los inmigrantes por parte de la Unión Europea —la directiva de retorno, por ejemplo, la islamofobia galopante y una inagotable serie de groserías dichas en la televisión por responsables políticos han marcado los últimos años de la política europea. Las sociedades del Viejo Continente con pasado colonial en África y algunos países árabes se han mostrado cada vez más reacias a aceptar la presencia no sólo de los inmigrantes sino, sobre todo, de los hijos de la inmigración que nacieron ahí. En Francia se les llama con un nombre farisaico: “Las minorías visibles”.
Las cifras de la inmigración, sin embargo, van en contra de los argumentos de la ultraderecha. Datos de la agencia europea Frontex revelan que la cifra de inmigrantes ilegales en Europa cayó en 36 por ciento en los tres primeros meses del año si se les compara con los índices de 2009. “Los políticos aseguran que Europa está siendo invadida, pero si uno se fija en las estadísticas, se da cuenta de que no es cierto”, indica Sergio Carrera, del Centro de Estudios de Política Europea en Bruselas.
Con un discurso de duro rechazo a los extranjeros —en particular a los árabes musulmanes— y contra el multiculturalismo, la extrema derecha ha ido conquistando territorios otrora impensables de la Unión Europea.
El debate abierto en Francia por la expulsión de gitanos hacia Rumania y Bulgaria exhibe un cuadro alarmante sobre una tendencia “disuasiva” que lleva al Estado a difundir un discurso de exclusión racial. Los gitanos están entre las más pequeñas minorías que viven en un país donde hay 63 millones de habitantes y en el que los inmigrantes pesan cerca del 8 por ciento. Se dice que la policía de Sarkozy acaba de crear un fichero especial para este grupo social y prepara una modificación de su código penal para que haya penas diferentes para los franceses de origen extranjero de aquellas a las que pueden ser condenados, al cometer el mismo delito, los “franceses de pura cepa”.
Las consultas electorales sucesivas van esbozando una expansión del hongo xenófobo. En las elecciones locales europeas de junio de 2009, la ultraderecha obtuvo resultados de al menos el 10 por ciento en siete países miembros de la Unión Europea (Holanda, Bélgica, Dinamarca, Hungría, Austria, Bulgaria e Italia), y entre 5 y 10 por ciento en otros seis (Finlandia, Rumania, Grecia, Francia, Reino Unido y Eslovaquia).
En España, tanto la derecha española como la catalana, estando a las puertas de una nueva campaña electoral, acaban de intensificar su discurso antimusulmán creando polémicas sobre el uso de la burka, además de apoyar indirectamente normas escolares discriminatorias y contrarias a la Constitución que garantiza la libertad religiosa.
Magali Balet, miembro de la Fundación Robert Schuman y especialista en cuestiones europeas, explica que “desde el auge de los años ochenta la extrema derecha probó que se había convertido en una fuerza política significativa en el escenario europeo”. Actor central y contaminante, el discurso ultraderechista ha impregnado el lenguaje de la derecha tradicional, ha maniatado a los socialdemócratas y, por si fuera poco, ha logrado poner en tela de juicio uno de los proyectos políticos de construcción común, de respeto de la libertad, de valores conjuntos y de expresiones multiculturales más ambicioso de la historia de la humanidad, la Unión Europea. ¿Quién ganará la partida? ¿El humanismo promovido por Europa o la versión menos gloriosa y moral de su historia? ®