Una mayoría de votantes en blanco sería el indicativo devastador de un Estado verdaderamente ingobernable. Por ahora, no obstante, el voto nulo es un voto que fluctúa entre la ignorancia (y ese extraño placer jactancioso que algunos sienten por ella) y la protesta mal encausada.
En su Ensayo sobre la lucidez José Saramago nos presenta una sociedad utópica en la que una amplia mayoría de ciudadanos democráticamente activos se lanzan a las urnas para ejercer masivamente su derecho al voto. Lo sui generis de esta situación es que ese voto es en blanco.
La utopía radica, precisamente, en lo lúcido que resulta que un porcentaje mayoritario de ciudadanos súbitamente se organice para efectuar el grito simbólico de protesta de manera pacífica y a través del ejercicio democrático por excelencia que el sufragio representa.
En México, sin embargo, país definitivamente más allegado a la distopía que a su contraparte, el llamado al voto nulo a estas alturas no deja de parecer un acto participativamente irresponsable. Un berrinche democrático que no alberga en su interior la fuerza necesaria para alcanzar un objetivo que no sea el de “lavarse las manos” por parte del que lo lleva a cabo.
El voto nulo o en blanco es un derecho legítimo, pero simultáneamente inocuo en un sistema político como el mexicano. La expresión anuladora sólo cobra fuerza si, como en el relato utópico del autor del Ensayo sobre la ceguera, una proporción importante (el libro habla de poco más de 80 por ciento de los ciudadanos) se inclina por esta opción, asestando así un verdadero mazazo popular en la nuca de los candidatos y la maquinaria partidista que los arropa.
El voto nulo, en el marco electoral actual, es un voto egoísta, un paliativo para irse tranquilo a la cama. Un “ya cumplí éticamente conmigo mismo y lo demás me importa un carajo”. Es prematuro pensar que a nuestra democracia ya le alcanza para el lujo idealista que el voto nulo representa.
La democracia es un camino terregoso en el cual los bólidos del idealismo y el pragmatismo se van peleando la punta, no en pocas ocasiones de manera alebrestada y, en varios casos, violenta. Cuando un sistema democrático se consolida se puede decir que los pilotos de esos hipotéticos supervehículos deciden sustituir la competencia de velocidad por un desfile alegórico mucho más disfrutable que combativo.
En México la democracia está en pañales y los pañales están sucios. En la democracia mexicana el idealismo y el pragmatismo aún mantienen esa atrabancada carrera por la supremacía y, ahora mismo, es necesario inclinarse por el pragmatismo. La democracia no se obtiene deseándolo, hay que actuar. Esto, huelga decirlo, no significa ser únicamente testigos presenciales de una partidocracia disfuncional. No, por el contrario, implica consolidar primero una cultura política activa que se manifieste a través del arma ciudadana que el voto encarna. El hartazgo no debe expresarse mediante una herramienta minoritaria y chata como lo es el voto en blanco actualmente en el contexto democrático mexicano.
El voto nulo, en el marco electoral actual, es un voto egoísta, un paliativo para irse tranquilo a la cama. Un “ya cumplí éticamente conmigo mismo y lo demás me importa un carajo”. Es prematuro pensar que a nuestra democracia ya le alcanza para el lujo idealista que el voto nulo representa. El razonamiento crítico no se opone al razonamiento pragmático. Se incurre en una suerte de ingenua soberbia al pensar que nuestra democracia es ya lo suficientemente sólida como para resistir el capricho ciudadano que el voto nulo representa en las próximas elecciones. Suena mediocre, pero nuestra democracia aún lo es. Más de uno se escuece con la mera idea, pero votar por el menos malo es para lo que alcanza en México esta vez.
Quizá en unos años el impulso de anular el voto se convierta en un sentir mayoritario. Ojalá que no. Después de todo, una mayoría de votantes en blanco sería el indicativo devastador de un Estado verdaderamente ingobernable. Por ahora, no obstante, el voto nulo es un voto que fluctúa entre la ignorancia (y ese extraño placer jactancioso que algunos sienten por ella) y la protesta mal encausada.
Y hay que decirlo con todas sus letras: jóvenes indignados y adultos idealistas, mexicanos pro anulación: sus voces abanderan las teorías utópicas en las que el voto ciudadano se traduce en una especie de protesta pacífica dentro de los confines democráticos, muy bien; pero, mientras tanto, en el despiadado terreno de la práctica, su expresión se convierte en un voto menos en contra del que encabeza la mayoría de las encuestas importantes al día de hoy. En nuestro caso particular, sí, efectivamente, Enrique Peña Nieto. Así que los anulistas que quieren materializar su repudio por todos los partidos y aquellos que desean hacerlo específicamente por el PRI deben reflexionar, de una vez por todas, que lo que en el fondo hace su discreto gimoteo es, paradójicamente, secundar la victoria del tricolor a principios de julio. En los términos del premio Nobel portugués: su lucidez se transmutaría, entonces, en ceguera. ®
Eva Leticia Mart{inez García
Buen artículo; será que lo considero así porque concuerdo con lo que plantea. Y para abundarlo, quisiera recordar que en las elecciones del 2009, la opción del voto nulo tuvo una gran aceptación, fue muy extendido y publicitado, y estoy segura de que muchos recurrimos a él; ¿qué conseguimos?, ayudar a que ganaran los mismos de siempre. Tal vez la opción del voto nulo funcionaría si existiera un porcentaje necesario a conseguir para los candidatos; digamos que tuvieran que ganar por lo menos un treinta por ciento de los votos para que éstos se les pudieran computar, y si no, quedaran fuera de la elección para pasar a una segunda vuelta, pero mientras esto no ocurra, un voto nulo sólo beneficia, en este caso al «puntero», que es del PRI