Los índices de impunidad siguen siendo brutales: varios de los indicadores que han presentado diversas organizaciones ponen por arriba de 90 por ciento la cantidad de delitos denunciados que permanecen sin castigo. Y es justamente esta impunidad uno de los factores que facilitan y hasta alientan la comisión de cada vez mayor número de delitos.
Nuestro país tiene una importante deuda histórica: la de la justicia. Si bien durante el prolongado periodo de autoritarismo la impunidad y la corrupción formaron parte fundamental del orden político y jurídico, con los avances democráticos del país, los reclamos por los derechos humanos, la pugna por una mayor transparencia, la ampliación de la participación ciudadana y diversas demandas de carácter internacional esa situación es cada vez más insostenible.
Sin embargo, con muchos traspiés nuestro sistema de procuración de justicia parece evolucionar: si bien se mantienen rémoras autoritarias como la prisión preventiva y el arraigo, no dejan de ser avances de la reforma constitucional en materia de procuración de justicia y de seguridad pública de 2008 el paso del sistema inquisitorio al acusatorio adversarial (en el que las víctimas del delito y los imputados tienen derechos por igual), los juicios orales, el derecho a la presunción de inocencia y las garantías al proceso justo.
Pero los índices de impunidad siguen siendo brutales: varios de los indicadores que han presentado diversas organizaciones ponen por arriba de 90 por ciento la cantidad de delitos denunciados que permanecen sin castigo. Y es justamente esta impunidad uno de los factores que facilitan y hasta alientan la comisión de cada vez mayor número de delitos.
Uno de los mayores avances de la reforma de 2008 fue la de la exigencia de respeto al debido proceso y a la presunción de inocencia. ¿Por qué estos cambios son relevantes? Pues porque con anterioridad las autoridades fabricaban culpables al por mayor; lo siguen haciendo, pero ahora tienen mayores límites.
Por supuesto, lo anterior no es culpa de los jueces (o mejor: no sólo de ellos), sino también de policías que son muy ineficientes a la hora de perseguir e investigar los delitos, cuando no están en franco monipodio con las bandas criminales. A esto deben añadirse ciertas medidas parecidas a las del estado de excepción (en el que se limitan las garantías y derechos de los ciudadanos) que se pusieron en práctica durante el pasado gobierno federal para combatir a la delincuencia organizada, con resultados (si somos optimistas) muy inciertos.
Uno de los mayores avances de la reforma de 2008 fue la de la exigencia de respeto al debido proceso y a la presunción de inocencia. ¿Por qué estos cambios son relevantes? Pues porque con anterioridad las autoridades fabricaban culpables al por mayor; lo siguen haciendo, pero ahora tienen mayores límites.
Las autoridades policíacas han tenido un gran éxito en su política publicitaria de presentar como culpables a simples detenidos a los que ni siquiera se les ha sometido a proceso. Violando su derecho a la presunción de inocencia, presentan a personas acusadas de cometer delitos ante los medios de comunicación, y prácticamente las culpabilizan de los hechos que se les imputan. Además de generar una enorme presión para los jueces que habrán de determinar la inocencia o culpabilidad del imputado, a las personas acusadas se les genera un enorme daño independientemente de la decisión jurídica que les ataña. Hay que decir que esta estrategia propagandística tiene un acompañamiento social muy importante.
Juzgar sin acatar los procedimientos que establece la ley a lo que puede llevar es a agravar aún más la situación de injusticia. A últimas fechas hemos observado un fenómeno por demás grotesco: a amplios sectores sociales y de opinión (incluyendo a personas que con anterioridad se han manifestado decididamente por un Estado de derecho y por el respeto a los derechos humanos) les ha parecido perfectamente justificable combatir la impunidad mediante el abuso de poder. Lo que habría que decirles es que con este proceder lo único que se puede esperar es la multiplicación de la injusticia.
Los avatares y las desventuras de la justicia en México en esta edición de Replicante. ®
Mario Rodríguez
El estudio de la corrupción y del crimen organizado debe partir de tener claros conceptos muy diferentes: delitos, faltas e ideas; aunque, no por alcanzar la claridad necesaria, se vayan a resolver estos problemas que son fruto de la fuerza de los violentos y no de la valoración que hagamos de sus actos.
La corrupción se refiere exclusivamente a la cosa pública y el crimen organizado es diferente de la delincuencia común.
La corrupción existe en todos los países. La cuestión, tampoco, es el grado, el problema es la evidencia y la razón de ese evidencia. En España se habla de corrupción política por cobros de donaciones a partidos políticos, ni siquiera se habla de que los partidos se hayan beneficiado ilegalmente de fondos públicos. Será indignante pero no quiebra otra cosa que la moral pública. En cambio, las subvenciones a sindicatos para cursos de formación, 130.000 € en estos últimos años, que están sin justificar, crea un problema económico y otro moral, pero resulta que es legal y nadie la condena.
En USA e Italia, la mafia puede tener más poder que los grupos criminales como los Zetas pero han aprendido a lavar sus trapos sucios en casa. Las comisiones políticas (mordidas) existen en todo el mundo, pero se realizan de forma muy discreta, no trascienden y no se pueden denunciar ni criticar.
El problema en Sudamérica es la violencia de las organizaciones criminales y la vinculación a sus actividades. Nótese que en USA también hay una violencia extrema en la vida cotidiana pero no se habla de ella porque es violencia común, tan extendida que forma ya parte de la vida USA.
En Sudamérica existe una violencia brutal cotidiana de bandas criminales organizadas y una incapacidad de los gobiernos para controlarla o falta el interés por lograrlo. La consecuencia de esa impunidad es la extensión de los delitos comunes.
Suponer que una falta de tráfico, el consumo de porros, o comprar el Playboy por parte de los ciudadanos de a pie, por mucho que se demuestre que los Zetas no pagan impuestos, es el origen del crimen organizado o de la corrupción política es una conclusión difícil de demostrar por la razón o por la evidencia.
Alma Villarreal
Completamente de acuerdo contigo Replicante.