Editorial

Las rebeliones del siglo XXI

Del comunismo sangriento al “socialismo del siglo XXI”; del Estado de bienestar al capitalismo salvaje; de las dictaduras militares a las teocracias islámicas; del populismo de derecha o izquierda a las endebles democracias del sur o a las carcomidas democracias del norte, tal parece que no queda un sistema por ensayar en el mundo.

Un occupy arrestado en Nueva York durante una protesta en 2011. Foto © Mike Segar / Reuters.

Un occupy arrestado en Nueva York durante una protesta en 2011. Foto © Mike Segar / Reuters.

I. El peor de todos los sistemas

La sucesión de protestas y revueltas en varias regiones del mundo desde hace unos años es un indicador obvio de que distintos modelos de sociedad no han podido satisfacer las necesidades de sectores importantes de la población, sobre todo de jóvenes de distintas clases sociales —y el hecho de que por ahora no haya manifestaciones masivas en países totalitarios como China, desde la matanza de Tiananmen en 1989, Cuba o Corea del Norte, no significa que ahí las cosas marchen mejor. Incluso en los países nórdicos, donde la democracia parecía idílica, ha habido inquietantes señales de malestar. Las causas son muchas: injusticia, inequidad, corrupción y despilfarro, despotismo, simulación y demagogia, inseguridad e imperio del crimen, desempleo y explotación, depredación y destrucción del medio, educación cara y de mala calidad, distribución desigual de la riqueza, privilegios fiscales a unos pocos, conservadurismo, intolerancia, discriminación, censura, represión, asesinatos. De México a Brasil y de Estados Unidos a España o Turquía las protestas al final confluyen en enérgicos llamados a la democratización efectiva de la sociedad —lo cual no siempre se consigue, si vemos los tristes resultados de la primavera árabe, por ejemplo, en una amplia región en la que Estado y religión están estrechamente ligados.

Unos desean la destrucción del Estado, otros solamente demandan empleo o seguridad y algunos más que cese la corrupción, sin olvidar a los que defienden a los animales, la naturaleza o las cosmogonías indígenas.

La naturaleza y la cantidad de los manifestantes es también tan variopinta como los países en que salen a tomar calles y plazas —unas veces son decenas, otras son millones. Unos desean la destrucción del Estado, otros solamente demandan empleo o seguridad y algunos más que cese la corrupción, sin olvidar a los que defienden a los animales, la naturaleza o las cosmogonías indígenas. Del comunismo sangriento al “socialismo del siglo XXI”; del Estado de bienestar al capitalismo salvaje; de las dictaduras militares a las teocracias islámicas; del populismo de derecha o izquierda a las endebles democracias del sur o a las carcomidas democracias del norte, tal parece que no queda un sistema por ensayar en el mundo. Si bien es verdad, como decía Churchill, que “el mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio” —¿No me cree? Hable usted con un panista, un priista o un perredista, siempre y cuando no sea usted panista, priista o perredista o algo peor—, no es menos cierto lo que dice otra célebre frase suya: “La democracia es el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los demás sistemas políticos”.

Vivan las fuerzas revolucionarias clandestinas.

Vivan las fuerzas revolucionarias clandestinas.

No deja de ser paradójico que en un país con gobiernos inclinados a la izquierda, como Brasil, las manifestaciones sean tan cuantiosas y la reacción policiaca digna de regímenes autoritarios, o que en México, un país en donde la represión fue el sello característico durante toda una era, el puñado de sospechosos “anarquistas” que amenazan con hacer pedazos el Estado agreden a la policía sin el temor de recibir un toletazo de vuelta. Es también incomprensible que los turcos que protestaban contra el proyecto inmobiliario en el parque Gezi de Estambul y que consiguieron su cancelación exigieran enseguida la dimisión del presidente Erdogan, laico y conservador pero elegido democráticamente. “Suena muy conocido”, dice Luis González de Alba, “no saben cuando ya ganaron” [“¿Son mexicanos los turcos?”].

La utopía no existe, como lo demostró el fracaso del socialismo estalinista y maoísta, que asfixió la libertad y segó la vida de millones de personas en medio mundo. Habrá quien oponga a estas cifras las muertes del capitalismo y del imperialismo, pero aun así no puede negarse que es en los sistemas donde se construye dificultosamente la democracia en los que hay lugar para cambios y reformas, a pesar de lastres y poderosos intereses empresariales. Penosamente, sí, y a tropezones y no pocas veces con retrocesos y omisiones, avanzan los derechos humanos, la libertad de expresión, la pluralidad política e ideológica, la transparencia, el castigo a los corruptos y a los criminales, la exigencia a las autoridades —que nosotros votamos— de cumplir sus funciones con profesionalismo y honestidad. Los milagros económicos no existen, y optar por fantasías populistas o regímenes de mano dura es una regresión peligrosa. Es en la democracia donde la ciudadanía organizada puede detonar cambios significativos. El costo es alto, pero vale la pena pagarlo. —Rogelio Villarreal

II. Maldita primavera

Ah, qué tiempos aquellos cuando tantos vieron en el despertar de la juventud árabe un eco de los movimientos estudiantiles de los años sesenta, un modelo para los Occupys del mundo y una ruta de vía para nuestros 132 que, al unísono, iniciarían el despertar de una nueva revolución cívica —con o sin estallido social— que terminaría con el capitalismo, la globalización, Televisa, Soriana, el gel para cabello y la venta de nuestro petróleo para, al final, implantar un nuevo orden donde reinarían la moral y las buenas costumbres con compromiso pero sin manipulación, ¡oh sí!

Dos años después han sido depuestos no pocos tiranos —Gadafi en Libia, Mubarak en Egipto, Ben Ali en Túnez—, pero sus pueblos no sólo no han establecido las democracias que el músculo de esos dictadores supuestamente impedía, sino que han sido arrastrados a sangrientas y facciosas luchas por el poder que han desembocado en un caos mayor, más arbitrariedad y más miseria: los ciudadanos egipcios vitorearon gustosos el golpe de Estado que hace unas semanas el viejo ejército de Mubarak le dio a Morsi, el democráticamente electo fundamentalista islámico, a quien sus legítimos votos colocaron en la silla apenas un año antes.

Mujeres con la bandera egipcia frente a un mural de Morsi. Foto © AP.

Mujeres con la bandera egipcia frente a un mural de Morsi. Foto © AP.

La democracia no es un suceso, es un proceso; si los ciudadanos del país que llamaremos del nunca jamás no tienen de entrada inclinaciones y comportamientos democráticos —es decir, una tolerancia ejemplar por la otredad, una visión de la vida pública como algo que se construye entre todos y cuya responsabilidad se comparte equitativamente, la igualdad como premisa de gobierno y un respeto absoluto por la ley, entre otras—, los tiranos podrán caer una y otra vez y los discursos se encenderán junto a los cafés exprés o las balas: esos pueblos estarán siempre condenados a la autocracia, a la injusticia y, finalmente, a una pobreza que, aunque no necesariamente será económica, terminará siendo parte indisoluble y corrosiva del mentadísimo tejido social; cuando los ciudadanos de a pie recitan mantras como “el que no transa, no avanza”, consideran que las mujeres son apenas poco más que ganado y ven con velada envidia al reyecito del barrio cargando su escuadra al cinto porque se arregló con el poli de la cuadra, no hay democracia ni futuro que valga, aunque así quiera ostentarse.

En México podemos presumir que no hemos tenido las decepciones de la primavera árabe: más allá de la televisada muerte de las 132 esperanzas y del nacimiento de los anarcovándalos tan consentidos por la izquierda progresista y de vanguardia, hemos regresado sin mayores sobresaltos al PRI a los Pinos, con todo y sus caídas del sistema.

Por otro lado, en el entendido de que no existen las sociedades verdaderamente libres —dice Ai Weiwei— ni, por ende, enteramente democráticas, los países que más o menos funcionan dentro de un marco legal sólido y con instituciones que permanecen con independencia de los gobiernos en turno son aquellos cuyos ciudadanos nacen creyendo en el sistema y lo construyen de abajo hacia arriba a lo largo de sus vidas: pagando sus impuestos, evitando y denunciando la corrupción, fomentando la libertad y el bienestar de sus comunidades y asegurando la trasmisión de esos valores a la siguiente generación, entre otras.

En México podemos presumir que no hemos tenido las decepciones de la primavera árabe: más allá de la televisada muerte de las 132 esperanzas y del nacimiento de los anarcovándalos tan consentidos por la izquierda progresista y de vanguardia, hemos regresado sin mayores sobresaltos al PRI a los Pinos, con todo y sus caídas del sistema. —Roberta Garza ®

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Publicado en: Julio 2013

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