Mucho hay que decir de un libro que te cuenta dos historias que de pronto se vuelven una: dolorosa, fuerte y violenta. Ésa que nos pega a todos los mexicanos, a los que no somos los mismos cuando perdemos a alguien.
¿Qué pasa cuando despiertas de un sueño que casi pudiste tocar y tu corazón y tu mente sienten un montón de cosas agolpadas, esperando turno para decirte algo? Eso es lo que me sucedió al terminar de leer Toda la soledad del centro de la tierra (Alfaguara, 2019), de Luis Jorge Boone.
Mi primer acercamiento a este libro fue por su título, navegando por aquí y por allá leí un poco sobre él y me atrapó. Lo puse en mi cuaderno de libros por comprar y seguí con mis carreras diarias. Eso apenas fue en el 2019, recién había salido de la imprenta. Durante los primeros días de marzo de 2020 lo compré por internet, muy contenta lo fui a pagar a un Oxxo y en menos de una semana llegó a mis manos.
Me encontraba en medio de una increíble felicidad, no quise saber nada que me adelantara algo de su contenido, de su historia. Ya me disponía a leerlo, una cosa, luego otra y una pandemia mundial me alejaron de él. Pasó dos meses en el librero, esperando para contarme de qué iba toda esa soledad, un título poético.
Hace unos días lo abracé. Como si se tratara de una ceremonia, le quité cuidadosamente la envoltura, revolví sus páginas y a las pocas letras me sumergí en la vida de Chaparro, un niño de un pueblo al norte de México, que bien podría ser Coahuila, pero también Chihuahua, Sonora o Nuevo León.
La narración hizo que se me congelara la sangre al escuchar voces no con los oídos, sino desde un oscuro rincón del miedo. Me llevó a cantar “La muerte del Palomo” con mucho sentimiento junto a doña Librada, con quien brindé con un caballito de tequila imaginario mientras leía y lloraba.
Un pequeño acostumbrado a dominar el arte de la desaparición. Experto en jugar a las escondidas con sus primos, reconocido por ser el último que encontraban en este juego, al grado de creer que en realidad tenía el poder de esfumarse a voluntad.
Mientras avanzaba en mi lectura quedé atrapada por la fuerza de la abuela de Chaparro, la “Güela” Librada, que como muchas norteñas del desierto, con varias hijas en casa y con más de una decena de nietos, no perdía ni esa mirada capaz de controlar a su pequeño equipo de beisbol ni el reproche constante al marido muerto que se “secó” a causa de la tristeza, ni su amor por el tequila, las canciones con mucho sentimiento y el gusto por las palabrotas, ésas que pegan a veces más fuerte que una rama de mezquite.
A lo largo de Toda la soledad del centro de la tierra Luis Jorge —me permito la confianza de hablarle como si lo conociera de muchos años— me llevó a recorrer caminos oscuros y desolados, a estar al borde de un abismo y sentir en mi rostro la caricia del miedo, a caminar por una carretera sin más guía que la luz de las estrellas y la férrea convicción de un niño por encontrar a sus padres.
La narración hizo que se me congelara la sangre al escuchar voces no con los oídos, sino desde un oscuro rincón del miedo. Me llevó a cantar “La muerte del Palomo” con mucho sentimiento junto a doña Librada, con quien brindé con un caballito de tequila imaginario mientras leía y lloraba.
Mucho hay que decir de un libro que te cuenta dos historias que de pronto se vuelven una: dolorosa, fuerte y violenta. Ésa que nos pega a todos los mexicanos, a los norteños, a los coahuilenses, a los seres humanos, a los que no somos los mismos cuando perdemos a alguien, a los que desaparecen de a poquito junto con sus desaparecidos, a los que lloran ante la violencia ciega, ésa que no respeta al anciano, al rico, al pobre, porque se abalanza por la sangre como un animal hambriento, que no encuentra nunca la saciedad.
Viajar al lugar donde se encuentra Toda la soledad del centro de la tierra es dar un paso hacia adelante y, a ojos cerrados, caer, pasar por muchos niveles, hurgar en el fondo del corazón, llevarse de encuentro a la razón, agarrar fuerza para enfrentar ese miedo que no nos atrevemos a revelar, pero que sentimos.
Leer esta novela es encontrar en cada página el dolor y la soledad de un niño, que también pueden ser los propios; es correr por el campo, sortear arbustos, piedras, casas destruidas, montones de tierra tirados en las calles, en donde antes hubo casas y ahora hay destrucción y sangre.
Para adentrarse en esta historia es necesario, como los niños, tener la inocencia del corazón, los sentidos abiertos como los ciegos y la férrea convicción de que encontrarás lo que buscas, aunque en el camino la oscuridad y el miedo te abracen. ®