El adiós de Kubrick

Los ojos bien cerrados

Cuando el telón cayó, Kubrick no nos dejó con una más de sus víctimas girando en la rueda de alambre cual ratas de prueba. Nos dejó con la solución más clara a todos sus pasados enigmas. Evitó sacrificar a otro iluso, mató al dionisio que alimentó sus filmes.

Kubrick

Stanley Kubrick salió de esta vida con una broma, pero una que aclaró todo. Con el doctor William Hardford hojeando un periódico cuya nota de ocho dice: Lucky To Be Alive (y no cae en la cuenta de lo importante de ese estamento), intentando, por todos los medios, aplazar el instante en que debe, finalmente, despertar.

Llevado allí por el apremio de que una mujer ha dado su vida por ella, por el remordimiento de que su afán de darle un escarmiento a su esposa lo ha llevado a conducir a la ruina a un viejo amigo, jamás sabremos del todo el sentimiento que impulsa a Will a recibir una segunda advertencia y seguir en el empeño suicida.

Quizá la advertencia velada de Morfeo por no seguir perturbando el orden natural de su mundo, tarde o temprano debemos admitir que esos extremos nos rebasan en tal medida que no es imposible alargar el instante en que un poco de luz nos despierta, sí, una simple palabra, la última palabra pronunciada en una de las filmografías más esenciales de la historia del cine: Fuck.

Que es lo más humano, el impulso más cercano mientras se está despierto, del que no olvida vivir en pos de sueños, que como bien dice Alice, la esposa, “No valen una vida”. Salir del sueño de la misma manera en que Alice, una vez que ese maestro de la seducción húngaro le ha vertido el oído con esos sueños; la tentación alcanzable de subirse a ese mismo impulso que quizás tarde, la llevara a vestirse con una máscara en una orgía en mansiones que recuerdan la asolación y omnipotencia de un personaje del Divino Marqués.

Así, durante una pieza de vals, la imagen del doctor William está a kilómetros, y la naturalidad le lleva a cruzar la línea y volver a su sitio, porque le excita imaginarlo, pero sabe que si cede, será engullida y no volverá.

Stanley Kubrick salió de esta vida con una broma, pero una que aclaró todo. Con el doctor William Hardford hojeando un periódico cuya nota de ocho dice: Lucky To Be Alive (y no cae en la cuenta de lo importante de ese estamento), intentando, por todos los medios, aplazar el instante en que debe, finalmente, despertar.

Bastante consciente del desvarío al que está sometida, puede ver que Will desaparece llevado por dos mujeres excepcionalmente bellas que se sonríen entre sí como en conjura. Parece un teatro de figuras demoniacas que buscan hacer caer a ambos en ese sueño en que por fin escaparán de su aburrida vida marital.

Cuando la posibilidad es más que palpable, Will se zafa de ambas beldades; el pensar en el deber le permiten dominar el yo interno que ansía arrasar a esas dos tentaciones con su lujuria.

Y Alice se separa del sueño en la forma más tierna. La posibilidad está ahí, y por un momento está en las redes de ese auténtico émulo de Lloyd (el barman de The Shinning), pero dejándole un dedo en la boca le dice adiós para siempre. Por una vez en toda la filmografía alguien comprende lo que debe hacer.

Es Alice, el último alter ego de Kubrick, quien está dispuesto a encerrar de una vez por todas a ese extraño ente que impulsó su vida misma, uno que no te permitiría crear cine si no lo tuvieses dentro.

Ahora habrá la normalidad del esposo y la esposa ceñidos irremediablemente a su falidad, a su finitud; fumando yerba para descarriarse, pero sin salir más de la comodidad. Porque el salir para ellos ya es el lujo que no pueden darse sin desperdiciar todo lo demás.

Por eso quizá la confesión de esa infidelidad que no ocurrió, de Alice, inquieta al doctor. Él no sonríe, está contrariado, humillado. Claro que ha tenido sueños antes y la oportunidad de serle infiel a ella a cada rato. Después de todo, cada vez que el doctor William va a un lado, una mujer (y hasta el recepcionista del hotel, tarde en la película), se le lanza como si esto fuera un torcido sueño húmedo de su adolescencia.

Se nota hasta qué punto la vehemencia que utiliza Alice, su instinto de parecer una persona atrapada en su vida perfecta, es un guiño decisivo para que Will corra a buscar una especie de revancha. Pero la escapada de Alice sólo está en los estados del sueño. El primer personaje kubrickiano que no se deja arrastrar por el impulso onírico, hasta confundir la frontera entre lo real y lo que no lo es.

Luego el pulcro doctor recibirá tantas tentaciones en un trance francamente sacado de Goethe. Permanecer fiel no tiene que ver con moralidad o con respetar los preceptos del matrimonio: tiene que ver con no sucumbir ante el sueño, así terminar como uno de esos ilusos arrojados al matadero, en el universo de Stanley.

Así brega de una prueba a otra, hasta verse en la hipnótica reunión de máscaras. Ha llegado al infierno en taxi. Ve incrédulo cómo unos han decidido vivir en el sueño tras de la máscara, como príncipes disolutos en corte veneciana de una añeja época.

El sacramento es su perdición cada fin de semana, casi como los libertinos de Sade. Por eso el salir ileso de esa ensoñación sólo puede sugerirnos lo afortunado que es de estar en esa reunión de fantasmas y salir a la luz otra vez vivo, y escapar en taxi.

El sacramento es su perdición cada fin de semana, casi como los libertinos de Sade. Por eso el salir ileso de esa ensoñación sólo puede sugerirnos lo afortunado que es de estar en esa reunión de fantasmas y salir a la luz otra vez vivo, y escapar en taxi.

Pero hay algo irremediable con Kubrick: sus ilusos aman la destrucción, corren a ella raudos y veloces. El ingenuo doctor William quiere volver, y cuando la segunda advertencia llega, su paranoia no le permite más que trasladar la aflicción de la pesadilla al plano de lo real.

Vaya magia de Kubrick, donde sus secuencias y planos nos sugieren la realidad más cotidiana, pero no así la actitud de Mefistófeles de cada uno de los rostros que pueblan sus escenarios; eso, sumado a la tensión de la música y el aplazamiento de los gestos para insinuar la irrealidad dentro de lo cotidiano, crean esta pesadilla.

Al final poco importa su estructura de thriller, Eyes Wide Shut (1999) no va a terminar por resolver ningún nudo. Es por ello tan extraño cuando el doctor W regresa por la noche y ve la máscara en el lugar donde debería estar él dormido. Es ya la pesadilla que amenaza con atravesar su plano y acabar con su racionalidad. Su hermosa esposa duerme plácidamente al lado, es la realidad demandante de una explicación, una necesaria para seguir vivo.

Al fin está vencido, quizá no haya vuelta para él.

Parece el final de ellos dos juntos. Que por perseguir el anhelo todo irá a acabar entre ellos. Nada diferenciaría entonces al doctor Will de Jack Torrence. Pero Stanley-Alice, lo rescata.

Vaya gesto para despedirse de este mundo, que fue su laboratorio, poblado de conejillos de Indias. Will refuta el argumento de su mujer, “Un sueño no sólo es un sueño”, y dentro de ella sólo cabe la respuesta que puede volverlos al plano real de una vez por todas, pero no para siempre (es una palabra que le aterroriza, después de todo) de su finita existencia: fornicar.

Cuando el telón cayó, Kubrick no nos dejó con una más de sus víctimas girando en la rueda de alambre cual ratas de prueba. Nos dejó con la solución más clara a todos sus pasados enigmas. Evitó sacrificar a otro iluso, mató al dionisio que alimentó sus filmes. Ahora podrá como todos, finalmente, entregarse a una dulce muerte sin resurrección. Entonces el adiós estuvo completo. ®

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Publicado en: Cine, Octubre 2011

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