El aire de los globos al explotar

Una estrujante crónica personal

El autor de esta estrujante crónica personal se remonta a los recuerdos de una infancia dura, difícil, cuando se da cuenta de que es diferente. Como una pesadilla, evoca los días del sida en medio de un confinamiento asfixiante por una nueva pandemia.

Retrato del autor.

“¿Qué? ¿No entendió? El niño se lo acaba de decir bien clarito, con todas sus letras. No queremos tortibonos ni otra tarjeta de la leche”. “¡Pero, doña Benita! No sea así. No ve que si no les llevamos estas firmas esos cabrones del gobierno otra vez van a dejar a nuestra sección sin nada”. “¡Pura chingada galleta de animalitos y la mierda esa del chavo del ocho!” “Los del partido van a hacer un fiestón loco acá en el municipio, por lo de su fundación o no sé qué. El cuatro del próximo mes. ¡Hay que aprovechar! ¿Quién cree que paga la educación y los almuerzos de sus chamacos en la escuela? ¿Por quién cree que tenemos seguro? ¡A ver!” “Hey, tú, ¡súbete a tu cuarto!” “¡Pero, mamááá!” “Súbete y enciérrate a estudiar eso de los artistas y lo de la bandera que me dijiste. Te lo dejaron de tarea, ¿no? Pos, ¡ándale! ¡Quítate ya esas plumas del cuello y enciérrate en tu cuarto!”

Como siempre, ante esa orden, me subí y me encerré en mi cuarto, en mi eterna celda. Pero antes de ponerme a estudiar junté una pila de periódicos, me asomé por la ventana. Lo último que recuerdo de esa discusión era aquella señora diciendo que no estaba bien que nos pusiéramos en contra del partido, que pensáramos en el futuro, y a mi madre vociferando algo sobre que aquello no era ninguna dádiva, que todas esas migajas, todo ese dinero era de los mismos trabajadores, del pueblo, pues, que no le quisiera ver la cara… o algo así.

¡Qué vista tan linda! Mejor lugar no me pudo haber tocado. ¡Qué hermosa bandera tricolor! Todos los días la veo desde esta cerrada ventana en medio de esos maravillosos y excelsos edificios. Y todos los días siento cómo se hincha mi pecho de orgullo. La verdad, no sé por qué últimamente me pongo a pensar así, en un sinfín de cosas, tan largo y tendido, por qué me sucede así, últimamente tan seguido. Verde, blanco y rojo. Con esas arrugas bailando eternamente al son de un curioso viento, poderoso e imparable, soplo y aliento. ¡Qué hermosa es! ¡De verdad!

Recuerdo que aquella tarde, una vez que la señora de las firmas se fue con su enorme cara de enojo, y luego de haber estudiado, me puse a ver y a leer unas monografías. Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Caravaggio, Modigliani, Puccini, Tintoretto, Dante Alighieri. ¡Qué gran privilegio siendo pequeño haber entrado en contacto con esos gigantes, con esos artistas! Quizás por eso, desde entonces, siempre quise conocer el mundo y su belleza, estar fuera, largarme de casa, desprenderme cual hoja de esta rama, de este árbol… siempre quise viajar.

Pero… ¿por qué me estoy acordando yo de todas estas cosas? ¿Y a qué vendrá eso de estar soñando días enteros con pestes, plagas… con pandemias? ¡Qué sé yo! Será por los impresionantes cuadros que vi el otro día en el museo. Esa gente siempre fue, siempre ha sido, una adelantada a su época, a su tiempo. Artistas. ¡Esos visionarios!

Varios artistas e intelectuales, mucho antes de que el gobierno pudiera reaccionar a tiempo siquiera ante lo que ya se veía venir, la propagación de la pandemia por el covid–19 en nuestro país, comenzamos a convocar desde las redes al confinamiento social, eso lo recuerdo perfectamente, eso sí pasó, es un hecho, eso sí lo puedo asegurar.

¡Ah, pues, mira! Creo que ya sé por qué estoy una y otra vez dándole todo el tiempo con lo mismo, desde que amanece hasta que anochece, como perro persiguiéndose la cola. Varios artistas e intelectuales, mucho antes de que el gobierno pudiera reaccionar a tiempo siquiera ante lo que ya se veía venir, la propagación de la pandemia por el covid–19 en nuestro país, comenzamos a convocar desde las redes al confinamiento social, eso lo recuerdo perfectamente, eso sí pasó, es un hecho, eso sí lo puedo asegurar.

Me pongo, pues, a pensar en el confinamiento y sus serios retos, la repetición de ideas, la obsesión con cosas y con temas, las imágenes y las frases que vuelven una y otra vez mientras uno va de la cocina a la recámara, del pasillo a la covacha, de la sala al baño, de la oficina al comedor y del comedor a la cocina, de la cocina a la recámara, del pasillo a la covacha, de la sala al baño, de la oficina al comedor y del comedor a la cocina, del círculo perverso a otros círculos que, ahora más que nunca, nos obligan a estar con uno mismo y a reflexionar, encerrados en estas cuatro paredes, tanto en lo simple como en lo complejo, lo extraordinario, lo sorprendente, aquello que damos todo el tiempo por seguro y que se nos puede ir así, sin más, si acaso eso es posible.

Hablando de cosas no extraordinarias pero tampoco simples, hace muchos años viví en la pobreza. No en la pobreza extrema, pero sí en la pobreza a secas, cosa no menos brutal. Mis padres, padres de siete hijos, yo el último, eran migrantes muy pobres que llegaron a la capital del país en los años cincuenta del siglo pasado desde el estado de Zacatecas, desde Sombrerete, para mayores señas. Ya en el entonces Distrito Federal siempre tuvieron que vivir rentando en cuartos, con otros familiares o en vecindades. No obstante, mi padre, ya obrero de la industria papelera en los setenta, al que le gustaba especializarse y obtener oportunidades dentro de su empresa de origen extranjero, finalmente vio un poco de luz allograr ascensos y mejoría en su salario. Manantial de agua fresca.

Fue así como dejamos de rentar en cuartos para irnos a vivir a una casa mucho más grande y, cosa genial, propia, en un fraccionamiento progre en el Estado de México que prometía catapultarnos a la clase media educada. La casa era de dos pisos y tenía ambientes espaciosos para cada función, tres recámaras grandes, con baño compartido, en el segundo piso, y otros cuatro en el primero, en donde se ubicaban perfectamente la cocina, el comedor, la sala y otro baño. Todo, incluyendo, además, dos patios, uno pequeño en la parte trasera y otro grande en la delantera, conectados por un pasillo lateral. Es en esa casa en donde yo recuerdo las primeras etapas de mi vida, hace siglos, claro está.

Obviaré el contexto de enorme violencia familiar en esos años de progreso económico familiar para concentrarme en un hecho parteaguas, la muerte del padre, en 1981, luego de un infarto en el baño de abajo, sudando copiosamente frío. Fue a partir de esa muerte cuando se desataron acontecimientos irreversibles, incluyendo la perra crisis que sufriría el país luego del declive mundial de los precios del petróleo. Nos quedaríamos sin abundancia. El país y nosotros… pero mucho más nosotros.

Sin yo saberlo aún, fue a partir de ese instante cuando el progreso y el ascenso social hasta entonces logrados por mi padre, para su familia, los cuales sólo pudo ver, gozar o experimentar unos cinco o seis años, si acaso, comenzaron a ver sus primeras grietas de posterior deterioro total, de catastrófico desplome absoluto.

Mi familia, pues, fue una de las típicas familias en épocas del PRI–gobierno, del Partido de Estado, en donde lo que hacía y decía el padre en casa era la ley, la ley suprema, la familia promedio y jodida con problemas de alcoholismo, drogadicción, violencia familiar, pandillerismo, atraso y todas las características horrendas que siempre aparecen en las estadísticas de “los especialistas” sobre los horrendos problemas nacionales ligados a lo más horrendo de la sociedad, sobre todo en aquellas épocas, los barrios bravos de las periferias.

Contrario al resto de las otras familias del fraccionamiento, de la ya colonia clasemediera, la mía fue a menos, siempre a menos. Supongo que la impresión que dábamos, como familia, era justamente eso que no se tenía que ser ni hacer. Un desagradable y feo bicho al que el sistema tenía que expulsar para seguir funcionando. Fue triste, pues, como niño, ver cómo el bienestar y la estabilidad se escapaban, finado el alcohólico padre, como puño de arena sobre una palma abriéndose lento. Nuevamente, de las violencias, tanto de casa como fuera de ella, mejor ni hablemos.

Supongo que la impresión que dábamos, como familia, era justamente eso que no se tenía que ser ni hacer. Un desagradable y feo bicho al que el sistema tenía que expulsar para seguir funcionando. Fue triste, pues, como niño, ver cómo el bienestar y la estabilidad se escapaban, finado el alcohólico padre, como puño de arena sobre una palma abriéndose lento.

Conclusión, era un niño pobre, jodido. Y uno que, encima, muy metido en su propio e imaginario mundo, muy en su castillo, su cuarto compartido, su propia casa, aún desconocía todo lo que eso le acarrearía.

Y, no obstante, fue en medio de aquella dura realidad, ahora de adulto lo veo con mayor claridad, cuando mi madre, con toda su zacatecana frialdad, se convirtió, con algunas frases brutales y algunos hechos aleccionadores, en mi Margaret Thatcher personal, poco antes de que llegara para quedarse el británico liberalismo económico de perros. Es decir, mi madre se convirtió, a su manera, en un personaje de hierro, en su momento, al que me aferré con todas mis fuerzas para sobrevivir, esa es la verdad. Ese sería mi único y “amoroso” legado, el abrazo cual regalo de mi madre para mí, ese que no recibió nadie más.

Aquellas frases y aquellas palabras aún me siguen abriendo los ojos. Soy un privilegiado al haber tenido largas y largas charlas con ella, al haber descubierto y exprimido (ya libre del peso del esposo opresor) a la Máquina Maquiavelo que mi madre llevaba dentro, esa que no conoció ninguno de mis hermanos.

Para acabar pronto, fue de boca de mi madre la primera vez que escuché lo difícil, terrible y pesado que yacía implícito en la bonita y esperanzadora palabra llamada “libertad”. Fue de mi madre de quien recibí, por primera vez en la vida, una mirada gélida, fulminante, de esas que lo pulverizan a uno, luego de una frase, luego de un “¿me entendiste?”

Me explico.

Gran parte de mi infancia me la pasé sin ver televisión. Desde la escuela pública, los pequeños clubes de fomento a la lectura eran un hecho. Pero, en ocasiones, íbamos a la casa de unos tíos que vivían relativamente cerca, una vez a la semana (la restricción provenía de mi padre), a mirar por un par de horas la famosa caja idiota. La dictadura perfecta. Un horror.

En una de esas ocasiones, no recuerdo qué programa estábamos viendo, pero, una vez que se acabó, mi madre le preguntó algo a un par de hermanos que, para entonces, ya iban a la secundaria. Ella tenía una duda. Los hermanos contestaron algo, supongo que cualquier cosa. De pronto, mi madre se incorporó y dijo alzando la voz más de lo acostumbrado, indignada, algo más o menos así “Soy una mujer que trabajó toda su vida, hice de todo, vendí tunas, nopales, fui ama de llaves, barrí, limpié, apenas si terminé la primaria, aunque siempre tuve el sueño de ser doctora, su padre me tranqueó, bien tranqueada, me dio una vida de perros, he pasado de todo, pues. ¡Me chingué bien chingada! Se supone que esa chinga de la vida, toda esa chinga ha sido para que ustedes, cabrones, vayan a la escuela, para que ustedes aprovechen todo lo que una no pudo, no tuvo. ¿Se dan cuenta de la grandísima pendejada que me acaban de contestar? Si van a abrir el hocico sólo para decir mierda y media, ¡mejor no digan nada y quédense callados! ¡Eso hasta yo lo contesto! ¡Eso cualquier móndrigo teporocho lo dice! Se supone que ustedes nos tienen que sacar a nosotros de la pinche ignorancia. Los hijos tienen que ser mejores que los padres, nunca al revés. ¡No me vuelvan a tratar como si yo fuera una reverenda pendeja!”

Soy una mujer que trabajó toda su vida, hice de todo, vendí tunas, nopales, fui ama de llaves, barrí, limpié, apenas si terminé la primaria, aunque siempre tuve el sueño de ser doctora, su padre me tranqueó, bien tranqueada, me dio una vida de perros, he pasado de todo, pues. ¡Me chingué bien chingada! Se supone que esa chinga de la vida, toda esa chinga ha sido para que ustedes, cabrones, vayan a la escuela, para que ustedes aprovechen todo lo que una no pudo, no tuvo.

Yo estaba en la orilla del cuarto aquel. Fue cuando mi madre volteó enfurecida a verme, como intuyendo mis desorbitados ojos, sin que yo supiera por qué, echándome aquella mirada y diciéndome “Es por demás. Estos están más pendejos y burros que yo”. Vino hacia mí. Recuerdo que me tomó con ambas manos de los hombros, sacudiéndome para mi ya evidente sorpresa con vehemente fuerza. “Tú nunca permitas, ¿me oyes?, nunca permitas que por ser jodido, por ser lo que eres, la gente te haga mierda, te maneje a su antojo, te trate como ignorante, te diga que nunca vas a poder, que nunca vas a viajar, que no podrás ser alguien en esta maldita vida; tú vas a hacer de tu vida lo que únicamente tú quieras hacer de tu vida, tú y nadie más que tú vas a ser lo que tú quieras ser, ¿me entendiste?”

Aquella escena me marcó, así de sencillo. A su manera, con su peculiar gramática, mi madre me transmitía en su lengua su mensaje decisivo. Sin saberlo, a través de su laissez–faire, mi madre provocaría los primeros pasos de mi savoir–faire.

Sin saberlo, se esforzó en volverme un niño intuitivo, me permitió ser curioso, propició (con su eterno “súbete a tu cuarto y enciérrate a estudiar”) mi entrada a universos antes impensables, se aseguró de que nadie coartara mi sensibilidad, vigiló que no repitiera lo mismo que mis hermanos o los demás, me dejó a su lado bailar, música escuchar, reírme de la nada, caracterizarme de algún personaje, hacer ejercicio a su lado casi desnudo, abrir libros, periódicos, viejas revistas y leerle, pintarme la cara, compartirle lo que ya escribía, dejó que la alimentara, me abofeteó y me pegó ahí cuando quise verle la cara o saltarme su autoridad.

De cómo la manipularon el resto de mis hermanos, de cómo hicieron de todo para al respeto faltarle y nunca ayudarla, de cómo usaron dinero de la pensión del padre (que era para todos) o de cómo la decepcionaron en vida algunos (sus hijos del alma), de eso no voy a hablar. Supongo, acaso, que al ser yo un hijo en aquel entonces tímido, obediente y “estudioso”, mi madre pudo ser conmigo, a su vez, una mujer dura y fría en general, pero madre de esa forma al fin y al cabo, aunque a mí no me amara con el amor que sí les brindó a los demás, una guía a la que siempre, así me lo impuse, yo tenía y tuve que respetar. La señora autoridad. Eso le complació mucho al final, así no haya sido yo, pues, nunca, obvio, su hijo preferido. En esto de familias de origen miserable pero, eso sí, en algún punto “europeo”, dispersas y frías, la vida es así, cada quien sabe a la perfección, por más que se engañe, las deudas que cargará hasta el final de sus días. Siendo el más chico, me convertí, pues, en el niño siempre bueno, aunque invisible, de aquella familia.

Murió el alcohólico padre, les decía, y mientras mi familia se daba a conocer por sus miembros sin rumbo y su nueva guía irresponsable, con los años, varios vecinos de la colonia aquella se me fueron acercando, cosa rara.

Tendría ya unos trece, catorce años. Fue increíble descubrir la cantidad de personas que quisieron “rescatarme” de mi propia familia, de mi jodida familia. Hubo de todo. Apareció el señor riquillo del barrio, el líder de los scouts, jóvenes del pentatlón, un influyente elder mormón, acomedidas señoras, un par de sacerdotes católicos, tres pastores cristianos, iluminados y mafiosos pandilleros, vecinos líderes del PRI, maestros normalistas, varios testigos de Jehová, el dueño de un anexo para alcohólicos y drogadictos, catequistas jovencillos y señores con negocios (hoy les dirían “emprendedores”).

Fue increíble descubrir la cantidad de personas que quisieron “rescatarme” de mi propia familia, de mi jodida familia. Hubo de todo. Apareció el señor riquillo del barrio, el líder de los scouts, jóvenes del pentatlón, un influyente elder mormón, acomedidas señoras, un par de sacerdotes católicos, tres pastores cristianos, iluminados y mafiosos pandilleros, vecinos líderes del PRI, maestros normalistas, varios testigos de Jehová, el dueño de un anexo para alcohólicos y drogadictos…

Así, lo que en un principio fue curioso y hasta, por momentos, chusco o atractivo, luego de cierto tiempo se tornó pesado, triste, desolador y hasta un tanto peligroso. Palabras más, palabras menos, ¡todos eran expertos en pobreza! Todos tenían clara una visión, una misión y un discurso ligados a los pobres y a los jodidos. Los pobres por aquí, los pobres por allá, los jodidos, los pobres. Los pobres, los jodidos. Y es que, ante tanta violencia, ante tanta muerte, tantos secuestros y tantos asesinatos en la calle de aquellos años, algo se tenía que hacer con ellos, con los jodidos, algo se tenía que hacer con el desvalido, con el desgraciado, con el desafortunado… conmigo.

Se me pone la piel de gallina. Fue increíble y atemorizante, ¡ellos lo sabían todo! Era evidente que por mi madre y por mis hermanos ya nada se podía hacer. El sistema, el diablo, el demonio, belcebú, el maligno y demás fauna ya había hecho lo suyo con ellos. Ahora de lo que se trataba era de rescatarme a mí. Yo era un ignorante e inocente que, por lo demás, había dado muestras de ser un buen y comprometido ser humano, así que el socialismo, Marx, dios, diosito, el grandísimo, el todopoderoso, el altísimo, Cristo resucitado, el pueblo organizado y demás fauna tenía algo muy especial para mí y sólo ellos, cada uno desde su influencia y posibilidades, me ofrecían el camino, eso sí, hacia la verdad, hacia el paraíso, hacia la genuina igualdad, hacia la luz, hacia el cielo. La mismísima escalera de Led Zeppelin.

Aquello, claro, terminó por espantarme en serio. Sentía que, en algún punto, y sin cansarse nunca, me colocaban en un predicamento que, sencillamente, yo no contemplaba. En lo que a mí se refería, yo no quería que ellos ni nadie me rescataran de nada. En todas las ocasiones que me ofrecían su totalitario “paraíso” yo siempre respondí, muy amable, pero seco, que no, que muchas gracias, que yo no era creyente, de nada, que ya sabía qué quería hacer de mi vida y que, deseaba, algún día, dibujar, pintar, moldear, pensar mucho más y escribir. “¡¿Pero cómo que pensar mucho más… cómo que no crees en dios?! ¿Cómo un muchachito como tú puede decir semejante barbaridad? ¡No sabes lo que dices! Es tu familia. Esos hermanos y esa madre que tienes… ¡es que en serio! ¡Ya te están echando también a perder a ti! Si no tienes cuidado, vas a caer en la perdición. ¡Tu destino será oscuro! ¡Tu alma se hará negra! ¡Vas a ser como todos ellos… igual de peste!” Sí, también recuerdo eso, fue la primera vez que escuché esa palabra, “peste”.

No tardaron mucho en aparecer. Triste y desconcertado, experimenté mis primeros aislamientos sociales, esos confinamientos brutales, aquellos terribles señalamientos. Se acabaron las invitaciones a comer, vinieron las prohibiciones de acercarme a amigos, se terminaron de golpe las clases de regularización para otros niños, niñas y jóvenes del barrio, haciendo crecer mi pobreza, se esparció el silencio, se fue endureciendo el hielo, vinieron los comentarios, rumores que nunca antes había escuchado en mi vida, la construcción de variados personajes. “Va a terminar como su madre”, “Te estoy ofreciendo la salvación y tú prefieres seguir en el pecado, en el fango, al lado de esos drogadictos buenos para nada que tienes por hermanos”, “Es un matadito presumido”, “Nomás estás perdiendo el tiempo con tus cuadernos y tus libros, tus pinches mamaditas esas, mejor ponte a trabajar”, “Eres Rueda, ¿verdad?, cuídate, ¡ya ves cómo amanece tanto descuartizado por ái!”, “Se la pasa con pura niña, inventando juegos e historias”, “Dibuja un chingo de globos en sus cuadernos esos… yo creo que es un pinche jotito”, “Es una vil niña, un putito maricón sidoso, ja ja ja. Sí, sidoso”.

Cuando no tienes nada o muy poco, demasiado poco, es así como la casa, la gente, la colonia, el barrio, la sociedad, el pueblo, te transforma (o te quiere transformar o se arroga el derecho a transformarte) y, una vez cristalizado no hay forma de que uno deje de ser, a partir de ese forzado travestismo, el personaje que han construido para ti, ese que tu circulo inmediato te ha asignado ya, a pesar de ti mismo. Letra escarlata. Apestado agote. Gigante fogata. Edad Media. Épocas crueles.

La desesperación y el temor ante la ignominia es tanta que a veces acaricia la locura. Cosa que nunca antes había experimentado. La sensación de que estás en una habitación perfectamente redonda, en una burbuja, caminando, a su vez, en círculos, postrado, en una especie de corral o cárcel sin estarlo, es demoledora, te quiebra, hace que todo el tiempo dudes de la realidad, que vayas pero que vuelvas a regresar, te hace explotar.

En algún confinado espacio de esa peculiar y oscura prisión apenas si logro a veces, en medio de pesadillas, distinguir el rostro de muchachos que, una vez más, me corretean por calles y pasillos, me dan alcance, me tumban al piso, me patean, me escupen, me agreden y me rompen los pantalones a tijeretazos para dejarme, según esto, en faldas. Años de secundaria. “Diles a tus carnales que se cuiden, que se cuiden, los hijos de su pinche madre, ¡pinche putito maricón sidoso!”

La desesperación y el temor ante la ignominia es tanta que a veces acaricia la locura. Cosa que nunca antes había experimentado. La sensación de que estás en una habitación perfectamente redonda, en una burbuja, caminando, a su vez, en círculos, postrado, en una especie de corral o cárcel sin estarlo, es demoledora, te quiebra…

“Pinche putito maricón sidoso”… En aquel mi mundo, mi casa, mi cuarto, mi encierro, del sida ni yo ni nadie sabe nada, pero tiempo después hasta por el radio anuncian que lo provoca un nuevo, extraño y letal virus. Meses después se escucha por todos lados que no hay nada de qué preocuparse, que han descubierto que es un bicho sólo de maricones. Así que, aquí en el barrio que nadie se espante, todos a seguir cogiendo como siempre, como dios manda, ese bicho no es para nosotros, todo bien, nosotros somos fuertes, tenemos valores y siempre estaremos bien. Unos científicos hasta lo denominan “la peste rosa”. Es obvio que este nuevo castigo es sólo para los desviados. Así que, todo amanerado, niño o jovencito sensible, poco afecto al futbol, que le gusten los escritores o los poetas, los pintores o la gente de teatro, que ande más con niñas que con niños, jóvenes pulcros y con ademanes “delicaditos”, en fin, hombres que se depilen las cejas y que usen arete “finito” en alguna de las orejas, sobre todo si es la izquierda, serán de ahí en adelante “los sidosos”, esos seres aberrantes y anormales que merecen morir ardiendo en leña verde, literalmente.

No es que yo lo quiera, pero se los juro, no sé por qué últimamente me pongo a pensar en todas estas horrendas cosas que creí haber olvidado, haber enterrado ya hace muchos años, muchísimos años, de hecho. Me está pasando de manera recurrente estas últimas semanas, casi siempre a la misma hora, una cercana a las siete de la noche, haciendo yoga, intentando controlar en medio de mi confinamiento el estrés lo mejor que puedo, luego de haber tenido mis largas horas de trabajo sentado frente a la Mac.

En medio de esta forzada rutina lo único bueno es que uno ya sabe que, luego de estas intensas evocaciones y de la pesada angustia, viene el baño y después la preparación de la cena. Supongo entonces que, luego de muchas semanas con lo mismo, emergencia sanitaria en pleno, esto es normal. Lo han dicho no pocos psicoterapeutas, psiquiatras y psicólogos de prestigio en el radio y por internet. Así que, sí, esto tiene que ser normal, supongo. Todo normal, pues.

En los días siguientes, desde las noticias nos repiten, una vez más, que la clave contra el covid–19 está en la higiene, que hay que lavarnos las manos minuciosa y repetidamente, y de manera prolongada. Que hay que echar mano en todo momento del gel antibacterial, que no hay que saludar (ni de mano ni de beso), ni abrazar a nadie, que hay que salir lo menos posible de casa y que si uno sale, al volver hay que dejar la muda de ropa cerca de la puerta e ir a desinfectarse por completo, sin tocar nada. En fin, que hay que aislarnos lo más que podamos porque ya hay muchos muertos en el mundo, incluyendo México, aunque sigamos teniendo muchas dudas sobre las cifras. Y es que nuestro territorio, hasta en ese sentido, sigue siendo un mundo raro. Que el nuevo virus mata a personas vulnerables, a saber, niños, ancianos y personas con enfermedades crónicas. Que si llega a los pulmones, puede causar extrañas sensaciones, tos seca, dificultades para respirar, astillas encajándose, cosas horrendas, muy dolorosas y graves, la muerte incluida. ¿Cuántas llevamos de verdad?

Le digo al dispositivo Alexa (al paso que vamos pronto estos aparatos serán nuestra única familia impuesta) que se calle, que guarde silencio. Es la enésima vez que escucho la misma información en voz de algún especialista (¿de verdad será especialista?), al lavar los trastes, luego de haber hecho lo propio con la cena. El círculo obedece. Le ordeno que me ponga Spotify.

Más tarde, después de haber vuelto a escribir, a traducir, a leer y a investigar, y de ver capítulos de alguna serie en la Tablet, me preparo para ir a la cama. Otra vez, un tanto atemorizado, me quedo pensando por largo rato (viendo el celular a intervalos irregulares) antes de dormir.

Caigo en la cuenta de que hasta ahora, luego de algunos reportajes en la RAI, que yo recuerde, nadie ha hecho ninguna reflexión de esta nueva pandemia desde una perspectiva global (desde hace algunas décadas, somos una aldea global, ¿o no?). Nos informan de muertos, de cantidad de muertos, de porcentajes, de curvas, de picos, de posturas y acciones de diversos países ante la proliferación mortal del virus y, sobre todo, de los efectos devastadores sobre la economía de dichos países. Al final, típicas y clásicas montañas rusas. ¿Lección final? El mareo. La confusión.

¿Por qué abordar un reto de salud global sólo desde las mismas parcelas llamadas “naciones”? ¿No tendría que estar preocupada Alemania por lo terrible y criminal que está sucediendo en Nicaragua? ¿No tendría derecho Marruecos o Guatemala a llamarle la atención a Francia por su criminal tardanza en relación con la pandemia? ¿Este sistema–mundo capitalista no tendría que estar reflexionando sobre sus enormes y cíclicas fallas y comenzar a plantearse seriamente penalizar, así, dicho con todas sus letras, a todo aquel país que intente siquiera volver a privatizar su sistema de salud (cerebro y corazón de todo)? ¿Comenzar a replantear el tortuoso asunto de que, ahora más que nunca, estamos metidos hasta las manitas en una época en la que todo es negocio, que todo es dinero, que todos estamos a la compra y a la venta, en un mundo que ha perdido la brújula ante la conciencia de lo que es la ética en el ámbito público, la conciencia ante lo comunal, ante el otro, ante lo humano, cualquier cosa que eso signifique en estos días y estas noches de interminable bochorno?

Es de madrugada, me levanto al baño. La cama es una sopa. El calor a veces se pone sencillamente insoportable (¿Por qué demonios no hay ventiladores?). Y me vuelve a pasar. Otra vez, casi me pierdo, pero logro regresar a la cama. En el camino me doy cuenta de que ya casi no hay papel ni gel.

Mi mente me atormenta.

Vuelvo a sentir molestia al recordar cómo este sistema–mundo capitalista es el mismo que, ni tardo ni perezoso, no ha dudado nunca en señalar a África y a América Latina cuando esas regiones sufren todo tipo de males, ya sean sanitarios o económicos o de lo que sea. Al Tercer Mundo, es normal, sí que le puede pasar todo tipo de cosas, a esos países–peste, por corruptos, por atrasados, por insalubres, por ser democráticamente endebles, en fin, por desviados, por estar alejados de la luz, eso sí es normal, supongo. ¿Y las reflexiones, con esa misma rigurosidad y lupa, ahora que los estragos del covid–19 se han dejado sentir particularmente en las potencias contemporáneas, dónde están? ¿Hasta dónde llega la insensibilidad y la miopía del sistema–mundo capitalista que sigue sin arrojarnos ningún análisis, ninguna seria reflexión, hasta el momento, sobre el tercermundismo real de varias potencias, como Estados Unidos, por dar un ejemplar ejemplo, ante esta pandemia? ¿Cuándo sabremos qué pasó exactamente en China? ¿Nunca más, en algún punto de la historia, volveremos a hablar en esencia de naciones soberanas sino sólo de esas nebulosas, amorfas y descaradas nubes sin nombre llamadas tajantemente mercados?

Y una vez más, como en tantas otras epidemias, pandemias y pestes a lo largo de su triste y fugaz historia, la humanidad sigue aquí, adelantada y atrasada al mismo tiempo. Miope. Una humanidad, un mundo en donde, a veces, pareciera que hay más expertos en salvar a los pobres que pobres en sí. Una en donde los mismos paradigmas van y regresan, pero la hambrienta, perenne y eterna búsqueda de una sola y única fuerza imbatible, esa, permanece. Ante tanta caótica democracia, seguimos anhelando, pues, la mano guía, gigante, aplacadora y firme. Una que grite “en esta casa, en este mundo, se hace lo que yo digo y sanseacabó. ¡A joderse todos!”

Somos un pueblo festivo, dicen. Nos gusta la fiesta y la máscara. Quizás por eso seguimos viviendo en un mundo en donde formas conocidas de gobierno vuelven, una y otra vez, como si nada, regresan. Uno en donde, al final, los mismos personajes, transformados, siempre se quedan. Uno en donde persisten añejos valores que se extrañan, quizás porque se enseñan a golpe de cachetadas y sacudidas. Y eso siempre se agradece. Autoritarismo otoñal. Un mundo en donde peste y virus siempre ha habido. Cosas de lo humano y lo viral.

Estamos en un nuevo planeta, en el mejor planeta posible en siglos, se supone y, no obstante, sigue siendo uno en donde los jodidos proliferan, siguen proliferando, sin voz o casi. Un mundo que, eso sí, por ende, tampoco deja de producir los mismos y peculiares travestidos de toda la vida, unos especialistas que hablan por ellos. Uno en donde la vida de los desconocidos, inventada o no, siempre será mucho más interesante que la propia. Y yo me pregunto, ¿qué hemos hecho para, generación tras generación, ser mejores? ¿Somos mejores que nuestros abuelos? ¿Nuestro chip es mucho más moderno que el de nuestros padres? ¿Qué ha cambiado verdaderamente?

“¡Alexa… Spotify!”

Seguimos oliendo a atraso. Da coraje, la verdad. Ahora que lo pienso, por ejemplo, México pudo haber aportado mucho al mundo en esta emergencia sanitaria con una experiencia no tan lejana en términos virales. El H1N1 (y sí, aunque el covid–19, ahora lo sabemos, sea ocho veces más letal y por su grasa pesado) hizo reaccionar a una gran parte de la población (desconocíamos todo del virus en ese entonces), sin caer en el pánico y utilizando en todo momento lo necesario para protegerse. El responsable mexicano que encabezó la estrategia de lucha contra el H1N1, por cierto, declaró a la londinense BBC que utilizar el método centinela sirve para todo, menos para situaciones sanitarias límite como una pandemia viral. La población cooperó y se comportó a la altura. ¿Qué? ¿No pudimos elaborar ni un protocolo sanitario a raíz de aquella fuerte experiencia? ¿Acaso se nos olvidó esa experiencia? ¿A los mexicanos no nos sirven, entonces, por ser un mundo raro, ni las catastróficas ni las pandémicas experiencias? ¿Para jalar parejo como nación siempre necesitaremos por los siglos de los siglos de un arrasador sismo?

¿No pudimos elaborar ni un protocolo sanitario a raíz de aquella fuerte experiencia? ¿Acaso se nos olvidó esa experiencia? ¿A los mexicanos no nos sirven, entonces, por ser un mundo raro, ni las catastróficas ni las pandémicas experiencias? ¿Para jalar parejo como nación siempre necesitaremos por los siglos de los siglos de un arrasador sismo?

Últimamente nos estamos olvidando de todo, nada es importante, dejamos ir todo, todo se nos escapa, se nos va. ¿Ya no soñamos con niños calcinados? ¿Alguien se acuerda de los damnificados? Seguiremos amando, pues, Nosotros los pobres por encima de Los olvidados. Los especialistas de estas cosas, los contemporáneos gurús de hoy, nos dicen que lo importante es el aquí y el ahora. Somos y tenemos que ser ahistóricos. Luego entonces, nada de lo que sucede a nuestro alrededor, importa en realidad.

La burbuja es lo que importa. La nuestra. Aléjate de la gente tóxica. No pierdas la esperanza. No dejes de mirar tu celular. Convive con tus amiguitos. Bájate la aplicación y vuélvete el chistoso influencer del momento.

Porque ahora todo tiene que ser reducido, chistoso, infantil, cortito, juvenil, adolescente, chistoso, concreto, gracioso, relajado, divertido, rápido, chistoso. La vida que deseas, pues, está justo ahí, al alcance de un click. Los sueños de nuestra vida ahora son parte del ocio. El sueño de la gente ya es así, vertiginoso. Acéptalo y ya. No tienes por qué lidiar con nada más. No escuches ni leas ni veas ni sientas ni observes ni comas ni votes ni pienses ni analices ni intentes ni digas ni escribas cosas diferentes. Rodéate de gente como tú. De tu grupo. Mantente en tu círculo. Defiende tu muro cibernético o real. No te compliques. La vida es muy simple, es sencilla. Enciérrate en tu casa. Ahí no entra este virus. Este virus viene de fuera. Este virus no es para nosotros. ¿Qué… no has aprendido nada? Los virus siempre vienen de fuera, de lejos. De China. Los virus siempre son para otros. Desde siempre y para siempre es y ha sido así. Enciérrate en tu mundo, ahí no entran bichos.

¡Allá en el rancho grande!

Sonríe. Todo el tiempo. Es una orden. Sé la mejor versión de ti mismo. Sonríe.

La música y el video, sin más, desaparecen. Golpes al dispositivo. Negra pantalla.

“¡Esperen! ¡Qué chingados! ¡Ya no me abre nada! ¿Qué es ese escarabajo? ¿Eso es un escarabajo? ¿Alguien de aquí me puede recomendar un antivirus?”

Me quedo sin batería. Fastidio total. Estoy que ardo, bañado en sudor, desnudo debajo de esta horrenda bata, en hora y media amanecerá. No puedo dejar de pensar, pues, en este mundo como esa aldea global de la cual nos hemos olvidado. En algún momento, en algún punto, y a pesar de estar plenamente conectados, nos estamos alejando en realidad, nos estamos dejando de conectar.

Y una vez más regresamos al mismo punto, los países son latifundios, las naciones pueblitos, las empresas exitosas tiendas de raya. Cuando hayamos superado todo esto, porque lo vamos a superar (sonríe), ¿seremos, de verdad, capaces de entendernos como aldea? ¿Volveremos a tener algún atisbo de sentido comunitario? ¿Esta vez sí nos pondremos en los zapatos del otro? ¿Comprenderemos que la hija de una es hija de todas? ¿Esta vez nuestros abrazos serán sinceros? ¿Nuestras miradas más francas? Somos burbujas.

Se me viene a la mente la imagen y la nota de aquel post que todavía alcancé a leer. Trasladaron a unos reos, a unas reas, a otro reclusorio, algunos, según sus familiares, tenían síntomas de coronavirus. ¿A dónde se las llevaron? ¿Por qué justo ahora? Hubo una gran concentración de personas afuera del penal. Cosa mortal. Otra vez groseras aglomeraciones, como esas que se dieron hace tiempo en no pocos mercados de pescados y mariscos, dizque por tradiciones dictadas por diosito, por el grandísimo, por la muerte de su único hijo. Y sin saber por qué se me viene al mismo tiempo la imagen de miles de chinos echándose su caldito de murciélago en medio de la misma social promiscuidad, todos sentaditos en cientos de destartalados e insalubres puestos.

He perdido toda dirección, sentimiento, conciencia y rumbo. Ya no sé si llevo meses, semanas, cinco… seis años, aquí. No me gusta este mugroso hospital. Nos segregaron. No entiendo muy bien del todo, pero sí vi cómo nos señalaban una y otra vez, y nos gritaban algo así como “parias”, “bananeros”, “sarnosos migrantes”, “apestados”, “extranjeros”.

De golpe, se hace presente. Dejo de evocar, de reflexionar. Es en este justo instante cuando siento un peculiar sofoco, diferente a todos los demás, esta vez sí que se está prolongando la falta de aire. Lo muerdo con todas mis fuerzas. El plástico tubo me estorba, mi mirada realiza estrambóticos recorridos en círculos, y por fin caigo en cuenta, lo tengo que aceptar, que este triste piso de hospital ha sido mi mundo. Mi casa. Mi cuarto. Mi exilio. Mi prisión. Mi burbuja. Veo sombras blancas abalanzándose. Esto no había pasado, esto lo vi pasar muchas veces, pero en otro lado, esta vez apenas si logro escuchar mi respiración. Un raquítico eco de destartaladas cañerías apenas audible. Esta vez sí siento cómo las espinas del nopal van encajándose poco a poco en mis debilitados pulmones.

He perdido toda dirección, sentimiento, conciencia y rumbo. Ya no sé si llevo meses, semanas, cinco… seis años, aquí. No me gusta este mugroso hospital. Nos segregaron. No entiendo muy bien del todo, pero sí vi cómo nos señalaban una y otra vez, y nos gritaban algo así como “parias”, “bananeros”, “sarnosos migrantes”, “apestados”, “extranjeros”.

En este sitio soy el tipo del chistoso sombrero imaginario, el del cactus, el atrasado, el panzón prieto, el mexicano, el sidoso otra vez.

Da igual. Nos han hacinado en este tétrico lugar. Nunca pensé que llegaría a decir esto, pero… No me gusta Italia. ¡La detesto! ¡Odio Lombardía! ¡La ooodiooo! ¡Maldita la hora en que quise maravillarme y vine a visitar! Quiero que se acabe esta eterna oscuridad. Quiero que amanezca. Que amanezca ya. Quiero volver a ver el mundo. Juro que esta vez no me quejaré de encierro ninguno. Vuelvo a mirar por la cerrada ventana. La veo ahí, a la desgraciada, muy quitada de la pena, orgullosa, ondeando. ¡Maldita y mil veces maldita bandera! Si tan sólo tuviera el águila Real.

Mi mente añora, vuela hasta el mero Centro Histórico de la gran Tenochtitlán y me veo sin más otra vez en casa, yendo de nuevo de la cocina a la recámara, del pasillo a la covacha, de la sala al baño, de la oficina al comedor y del comedor a la cocina, de la cocina a la recámara, del pasillo a la covacha, de la sala al baño, de la oficina al comedor y del comedor a la cocina.

“¡Alexa… Spotify!”

Es por demás, vuelvo a aterrizar aquí. “Doctor, doctora… por favor, por favor, una cosita… que digan que estoy dormido, por favor, que digan que estoy dormido… es lo único que le pido”. El italiano rostro embozado detrás de la mica se queda suspendido en una siniestra mueca que intuyo. Non capisco. Non capisco. Qualcuno puó parlare spagnolo, per favore?… per favore?

En medio de tanto griterío, en medio de todo este enorme caos que parece no tener fin, lo sé, no me van a creer, pero daría todo por volver una vez más a recordar mi oscura niñez, a la familia de mis primeros años, ¡no me importa!, a ese atemorizante y perturbador mundo, con toda su injusticia, su ignorancia, su maldad, su oscurantismo y su estupidez. Volver a escuchar esas noticias de enfermeras y de doctores siendo escupidos, bañados en cloro, agredidos por la turba. Olvidar de golpe lo que se viene con la crisis del petróleo. Daría todo por estar otra vez en el atraso, en aquella gélida y tétrica casa de dos pisos venida a menos, en aquellas ruinas, humildes y en absoluto históricas, y no aquí, tan lejísimos, en medio de otras, acostado, postrado, al lado de tantísima gente aislada con estos putos tendederos de plástico, postrada en este claustrofóbico espacio en donde, ahora que miro bien, el virus y sus réplicas son hermosos globos de pueblo que comienzan a crecer y a flotar. Heme aquí, cual ofrenda, ante la ferocidad.

Ni los más sanguinarios virus asesinan ni son encarnizadamente tan despiadados como esa atroz, implacable y oscura pandemia llamada humanidad.

Estoy ardiendo como nunca había ardido, de verdad. Sudando frío. Desorientado. Alucinando. Esta vez ya no tengo mi mundo salvador, mi pantallita, hacia donde agachar la cabeza y enfocar mi mirada, y perderme. Mi pecho ahora se infla y se desinfla a pasos demasiado acelerados sin que yo se lo ordene.

¡Chingada madre! Esta vez sí que me duele. Ridículo, me veo abriendo extraordinariamente la boca de más, como pez en atascado acuario. Mi cuerpo comienza a hincharse de un modo macabro. Ya puedo verme. Insisto, frenético, en llevarme las manos al mismo lugar. Con razón no vi la serpiente. La tengo enredada, haciéndome un fuerte y apretado nudo en el cuello. Cascabel, sonido de sonaja. Me estoy ahogando. ¡No mames! ¡Mi pecho no para de hincharse! ¡No aguanto el dolor! ¡No aguanto la asfixia!

Como puedo, giro un poco la cabeza, pez arrogante. Pegando una y otra vez en el plástico, el gafete de la doctora aquella parece crecer, enorme, a la altura de mis desorbitados ojos. Benita no sé qué. No sé de dónde, pero me invade por completo el sentimiento.

Yazgo aquí, mientras el mundo ha vuelto a inundarse de venados, de osos, de zorros, de canguros, de puercos, de lechuzas, de hormigas y de mariquitas, me repito. Justo cuando se ha puesto a pintar cielos más azules y turquesas semejantes al milenario espejo de Xcacelito, su mar y su cenote de oro. Ballenas jorobadas y orcas yacen saltando de alegría, celebrando la lejanía del verdugo y el regreso de su planeta, su mundo, su burbuja, su tesoro.

Benita. Ahora lo sé. Agárrame, soy esa hoja al viento. Quiero aferrarme a la alta y fornida negra aquella. Fundirme entre lágrimas con ella en mil abrazos.

Soy soplo y aliento. ¡Ábranse, cabrones! Grité ya sin gritar. Creo que voy a explotar en mil pedazos.

¿Quién puede ser tan insensato como
para morir sin haber dado,
por lo menos,
una vuelta a su cárcel?

—Marguerite Yourcenar ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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