El ángel que nos mira

Cuentos, de Thomas Wolfe

Me he encontrado con una lectura intensa y renovadora: en los mejores relatos de Thomas Wolfe se puede encontrar la totalidad de una vida y del mundo encerrado en un cuento, como sólo la mejor literatura tiene la capacidad de hacerlo.

Thomas Wolfe se sube a un tranvía en Berlín, 1935. 

La desbordante fuerza narrativa que destila Thomas Wolfe es la de quien intuye, inconscientemente, que su vida será corta y por eso en cada palabra, en cada imagen verbal que sale de su pluma, detalla con ambición la experiencia de existir.

Muerto a los 38 años, la obra de Wolfe (Carolina del Norte, 1907) es un testamento imperante que revive y disfruta, una y otra vez, los episodios de luminoso descubrimiento que hay en la juventud desde su propia experiencia —no es casualidad que los hechos biográficos aparezcan ficcionalizados en su obra—, a la vez que imagina y ensaya, inocentemente, los que no probará en la madurez, como una especie de visión poética que se desborda a través del lenguaje para saborearlos lo más posible. Por eso su escritura se acerca a la descripción máxima de la vida a través de una mirada que abarca todo, y crea un paisaje de la humanidad que termina ahogando al lector en más de un sentido.

Si bien al estadounidense se le conoce principalmente por sus inmensas novelas —El ángel que nos mira, Del tiempo y el río, The Web and the Rock, You can’t go Home Again—, en las que relata desmesuradamente el reino de las sensaciones, son sus cuentos los que nos permiten asomarnos poco a poco a las obsesiones que condensa en su largo aliento.

Así, Cuentos, la titánica labor que Páginas de Espuma hizo a mediados del año pasado para reunir, por primera vez en español, gracias al increíble trabajo de Amelia Pérez de Villar, en un solo volumen los 58 relatos que conforman su narrativa breve, se revela también como una oportunidad para conocer la intensa obra de uno de los autores esenciales de la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos.

Hay, entre esos temas, dos que me gustaría destacar: la juventud y el oficio de la literatura. Cada uno con sus atmósferas y símbolos bien definidos en todos ellos, la mayoría optimistas sin dejar, claro, las partes oscuras del ser humano, porque si algo tiene la obra de Wolfe es que es profundamente humana y teatral. No podía ser de otra manera, pues sus inicios fueron como dramaturgo, aunque su adictiva escritura no se adecuara al formato más breve de la obra de teatro.

Para el nacido en Carolina del Norte la juventud es la etapa vital del descubrimiento, de ello deja constancia en relatos como “El circo al amanecer”, en el que dos hermanos se escapan de sus casas para observar a los “fenómenos” que ahí habitan; “Oktoberfest”, en el que conoce uno de los ritos de paso de cualquier persona: la primera borrachera, pero especialmente “Los vagabundos cuando se pone el sol”, en el que un grupo de mendigos veteranos marcha sumando adeptos, y donde llega un “un muchacho del campo de piel fresca y con ojos brillantes y llenos de sorpresa”, que avanzan hacia una especie de tierra prometida para ellos, un lugar que a contrapunto de la suciedad que los cubre se imagina como un espacio virginal, limpio.

Pero, si bien las anécdotas de descubrimiento enlazan estos relatos, son las atmósferas llenas de luz las que convierten a los relatos “de juventud” de Wolfe en un universo cerrado de pureza constante.

Ya sea que sucedan en primavera, especialmente en los meses de abril y mayo, o a finales de septiembre, todos están repletos de una luminosidad enceguecedora: para el autor la exploración del mundo no puede estar cubierta de sombras o lo relevante, la experiencia profunda del viaje puede perderse y por eso pone al sol como un faro que guía a sus personajes.

Aun así el final lo vale todo, pues una cálida despedida entre los hombres y una risa de cansancio de la chica hace que se abran las nubes y aparezca el astro rey para iluminar, ahora, un nuevo comienzo.

Esto queda ejemplificado en uno de mis relatos favoritos del libro, “El sol y la lluvia”, en el que un joven aventurero americano que viaja en tren —otro de los símbolos innegables del escritor— se encuentra con una familia francesa con la que la comunicación es imposible, y cuya plática es interrumpida constantemente por dos cosas: una chica adolescente que no soporta la imbecilidad de su padre y la lluvia que repiquetea por fuera del cristal. Aun así el final lo vale todo, pues una cálida despedida entre los hombres y una risa de cansancio de la chica hace que se abran las nubes y aparezca el astro rey para iluminar, ahora, un nuevo comienzo.

Si bien Wolfe se aferra a la vida juvenil, entiende, también, que la vida es tránsito, cambio y avance. Esto muchas veces simbolizado en el tren: máquina imparable como el tiempo. Entre los relatos que lo demuestran están “En lo oculto del bosque”, “Extraño como el tiempo”, un relato nocturno que habla sobre la muerte, y “Tan lejos, tan cerca”, en el que un maquinista idealiza una pequeña casa y a una pequeña familia que durante años lo saludan en su recorrido pero que, cuando al fin tiene la oportunidad de conocerlas, se mira acabado al igual que esa madre e hija. Estos cuentos hablan de una existencia en constante cambio, no estática y por ello mismo triste, pues la vida se va.

Es quizá, como el poeta irlandés Seamus Heaney dice en “Mares de luz”, uno de los ensayos que conforma Al buen entendedor (Fondo de Cultura Económica, 2002); en él habla de un soneto de Shakespeare —otra influencia clara en la obra de Wolfe—, y dice que el poema del bardo, plagado de una luminosidad directa está, también, “atento a la tristeza de los cambios de la vida” y sin embargo es “perseguido por el anhelo de alguna ‘serenidad pura’”.

No puedo dejar pasar aquí un apunte interesante: el trabajo narrativo de Héctor Manjarrez es, en cierto modo, un paralelo oscuro de la experiencia vital de descubrimiento de Wolfe. Sólo que mientras en el estadounidense hay luz y sus personajes miran el camino, en Manjarrez la oscuridad permea todo y sus jóvenes héroes andan a tientas en la oscuridad.

Esa parte oscura aparece en Wolfe, de forma especial, cuando se toca el oficio de la literatura o la vida artística en sí.

Entre esos cuentos están “La fama y el poeta”, una conversación entre artista y esa idea abstracta y divina del reconocimiento, pero también en “Anatomía de la soledad”, un bellísimo monólogo en el que el narrador reflexiona sobre “la eterna paradoja de esa situación”, ya que “si un hombre ha de conocer la tarea triunfante de la creación, deberá resignarse a pasar largos periodos de soledad y aceptar que esa soledad le robará la salud, la confianza, la fe y el gozo que son esenciales para el trabajo creativo”.

Esa idea de la intranquilidad como pago de peaje hacia la obra maestra puede entenderse si uno conoce la vida de Wolfe: adictivo, problemático con sus textos editados por el legendario Max Perkins, y una mente que no dejaba de narrar, convirtiéndose seguramente en una tortura diaria.

Esto entronca directamente con mi cuento favorito de los que llenan el libro: “El invierno de nuestro descontento”, en el que una niña y su padre asisten a la última función de un actor que da su mejor papel en la obra Ricardo III, de Shakespeare.

El relato no es sólo la narración del descenso a la locura de un actor en pos del arte, sino un ensayo de la poética de Wolfe ante la literatura como algo que abarca más de lo que él mismo puede recordar:

Yo he observado mucho los bosques, he caminado por entre los árboles y he atravesado en tren los continentes, he mirado hasta que se me han caído los ojos para intentar captar la tierra de un vistazo… y apenas puedo distinguir una hoja de otra. […] Yo camino por la calle, veo la multitud, miro a un millón de rostros hasta que el cerebro me da vueltas, me mareo con todo lo que he visto y, después, todos esos rostros nadan y se mecen como los corchos en el agua. No soy capaz de distinguir unos de otros. Veo un millón de caras y no puedo recordar ni una sola. […] Si yo volviera a ser joven, me gustaría vivir así: intentaría ver un bosque entero en una hoja, la tierra entera en un solo rostro.

Aunque opté por leer los cuentos desordenadamente, me he encontrado con una lectura intensa y renovadora. En los mejores relatos de Wolfe —entre los que también puedo contar “Un ángel en el porche”, “La campana que recuerdo” y “La muerte, ese hermano orgulloso”—, se puede encontrar la totalidad de una vida y del mundo encerrado en un cuento, como sólo la mejor literatura tiene la capacidad de hacerlo, y eso se debe a que, al contrario de la idea del “menos es más”, en Wolfe más es más: cada palabra se siente necesaria para atrapar la experiencia.

Eso me recuerda, también, la idea de que el lenguaje se habla a través del ser humano, o como dice Goerge Steiner en su ensayo “Los logócratas”, al sentir durante la lectura una conjunción exacta “sugiere de manera irresistible que las palabras, las palabras singularmente justas e inevitables, así como su reagrupamiento sin precedentes, han sido dados al poeta, no queridos por él; que le han visto como esa incandescencia de exactitud y de evidencia que todos hemos experimentado cuando una palabra olvidada, buscada durante mucho tiempo, “centellea” en el umbral de la conciencia”. Porque leer a Wolfe es vivir, iluminarse a través del lenguaje. ®

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Publicado en: Éstos son nuestros papeles

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