El arte atrapado en el futuro

El artista en busca de sentido

La obra de arte contemporánea encierra o plantea abiertamente la pregunta de si ella misma es arte, y de este modo el arte se vuelve un concepto auxiliar para la comprensión de su exposición que apunta a una indeterminación irresoluble y a dejar el futuro del arte al futuro.

La escuela de Atenas, Rafael Sanzio

Maurice Blanchot decía que “la palabra profética anuncia un imposible porvenir, o bien hace del porvenir que anuncia, y justamente porque lo anuncia, un imposible que debe trastornar todas las referencias firmes de la existencia. Cuando la palabra se hace profética, no se da el porvenir sino que se retira el presente así como cualquier posibilidad de presencia firme, estable y duradera”.

Este texto, que pretendía profundizar y no extenderse tanto, podría cómodamente concluir que el arte, especialmente el plástico, es un campo para producir basura deliberadamente y cuyo mercado es un fraude. Pero no es el caso. Niklas Luhmann decía que “el arte es de los sistemas sociales que más autonomía ha conquistado y cuya libertad de desempeño parece ilimitado”, no obstante que no se permita retomar ninguna tradición sino que continúa supeditada a la originalidad y la novedad hasta llegar a la negación de la propia vanguardia y su presente, y entonces se propone futuros que nunca alcanza pues ese tiempo que propone se adelanta, esto es, no es que se aleja sino que condiciona el presente del arte a un estancamiento sin precedentes.

La palabra arte nos lleva primero a la pintura y al último al teatro. Es un condicionamiento de la propia semántica del arte. Este escrito hubiera querido abocarse sólo a la pintura sobre todo porque sus contempladores siempre nos mantenemos leales por más que el pintor quiera apelar a la provocación o al escándalo. Las referencias a la música y a la literatura son ineludibles precisamente para destacar esa “libertad que no se libera” en la pintura, dados los requisitos de su exhibición: marcos, curaduría, sala.

Para entender el arte sería mejor que la crítica y la teoría del arte se deslinden de esencias, que eviten cualquier esfuerzo ontológico. Sin embargo, es inevitable preguntarse por la contingencia del arte: esto puede ser arte como puede no serlo, o esto no fue arte y ahora lo será, y finalmente, esto era arte y ahora es una pieza de museo.

Saber de antemano que estaremos ante obras de arte no constituye salvoconducto alguno para ingresar a una galería, pero las obras sí deben contar con la capacidad de distinguirse como arte; de otra manera se percibirían como decoración o accesorios o, como sucede recientemente, como desechos, como objetos sagrados, como bromas o como cualquier otra cosa. La confusión alentaría al público a intentar frustrar un asesinato a punto de consumarse en una pieza teatral, y con menos éxito si ésta se representa dentro de una película como El piano.

Todo lo que se produzca de manera artificial provoca en quien lo percibe la pregunta de para qué. Tal vez lo que en la Antigüedad se reconocía como algo que suscitara curiosidad, asombro o sorpresa pasaría después a llamarse arte.

Para entender el arte sería mejor que la crítica y la teoría del arte se deslinden de esencias, que eviten cualquier esfuerzo ontológico. Sin embargo, es inevitable preguntarse por la contingencia del arte: esto puede ser arte como puede no serlo, o esto no fue arte y ahora lo será, y finalmente, esto era arte y ahora es una pieza de museo.

Ligados al oficio, no fue hasta el Renacimiento que los artistas se desmarcaron de los artesanos para exentarse de toda planeación o programación, no obstante la teoría de la combinación (o de la acumulación) de formas que apunta al ornato como el origen del arte. Lo que después conoceríamos como decoración no es más que la acumulación, mediante una conservación gradual y yuxtapuesta, de los cambios en las formas anteriores del diseño de un objeto. Hasta el gótico, tal vez terminado el románico, no existieron prejuicios puristas por simplificar a base de despojar el objeto de cualquier rasgo antiguo. Se incorporaba la huella de lo ya disfuncional en calidad de forma en el nuevo diseño funcional. El minimalismo ahora detenta un purismo radical donde pretende hacer tabla rasa a costa de una asepsia de todo vestigio del pasado. Adopta una especie de clínica de interiores que responde al consumo de renovar lo accesorio en el espacio arquitectónico.

Lo que se pueda decir, crítica o teóricamente, acerca de las obras de arte es una comunicación secundaria si se compara con la pregunta sobre la posibilidad de comunicar lo percibido, de filtrar lo comunicable de lo percibido y de si una imagen comunica y cómo.

Por lo pronto, en lo referente a lo incomunicable en el arte, tenemos la intención inicial del artista. Ésta no es tal si vemos que es propia de lo que atribuye el crítico cuando examina la obra. De hecho, el artista puede ver lo que quería una vez que lo ha hecho, más ahora que se registra la improvisación, la creación espontánea o el libre flujo del inconsciente. Entonces, ¿a quién debe atribuirse la creación de la obra?, ¿al artista que la crea?, ¿al arte con su historia de temas, estilos, escuelas, movimientos?, ¿a la crítica que se cree llamada a hacer historia?, ¿o al público espectador? La intención de dar a conocer la obra de arte se deja entrever por la artificialidad de que ha sido creada expresamente para percibirse. Si el artista niega esta intención arguyendo que crea para sí mismo, lo que sigue es preguntarse para qué expone públicamente. Las intenciones son invisibles en tanto que lo que cuenta finalmente es la concreción de la obra de arte y no la conciencia que está detrás, así como tampoco los efectos psicológicos en el espectador, al menos que se socialicen como teoría de la percepción. No es nueva la idea de que la creación de una obra de arte tenga lugar por igual en la ejecución que en la contemplación. Un artista puede controlar su propia producción a través de la observación: deja que la obra que está emergiendo le muestre lo que ha sucedido y lo que va a suceder. Los bocetos ya cumplían con este requisito. Se puede bosquejar simplemente alejándose de la obra de vez en vez para observarla. El escritor es simultáneamente lector, el compositor un escucha. Sin embargo, la creación artística exige llenar el vacío que queda entre la contemplación y el contemplador, porque si no ¿qué sentido tiene entonces la diferencia de roles entre creador y espectador, cuando ambos quedan comprendidos por el objeto de la contemplación? La distinción activo-pasivo también fracasa porque el público no dejará nunca de ser el actualizador de la obra de arte.

En cuanto a la percepción, el arte goza del privilegio de una inmediatez ofrecida a los sentidos como parte del mundo dado que no se puede eliminar, aunque el filósofo dude acerca de si existe tal como aparece. Y si los griegos nos legaron la libertad de poner en duda lo que se ve, tampoco en la percepción puede uno sustraerse del mundo figurado, de la imaginación. Cuando se leen novelas, primero se debe tener el texto frente a los ojos y luego se le puede recorrer con el ojo interno de la imaginación y del recuerdo. Se puede muy bien saber que ningún mundo real corresponde a la propia imaginación, así como tampoco se puede eliminar las ilusiones ópticas mientras se sigan viendo. Ya decía Kandinsky que la forma percibida no es otra cosa que delimitación frente a lo otro, denominación hacia fuera. Dado que lo externo oculta necesariamente lo interno, fuerte o débilmente conforme a la transparencia, así toda forma tiene contenido interno; la forma es exteriorización del contenido interno. Pues bien, de acuerdo con esto, ¿forma es continente? Para Niklas Luhmann, la forma pretende generar arte cuando aspira a una doble clausura: la interna y la externa. Hacia fuera, la obra de arte no debe perderse en el mundo. El exterior se desempeña para la percepción, disminuye las posibilidades de encontrar combinaciones y aumenta las dificultades de seguir adelante en esa reticencia del impulso inicial que se pierde en los esfuerzos por salvar lo comenzado. Hacia adentro, la obra delimita el espectro restante de posibilidades de su desenlace, de su solución definitiva. Esto no quiere decir que la obra de arte no admita formas que la lleven más allá de sí misma, algo muy notorio cuando un paisaje presupone su extensión más allá del cuadro. Tampoco que se degrade frente a un espacio saturado de otras obras. Pero sabemos que una pintura difícilmente se desempeña fuera del marco así como también corre el riesgo de dejar de ser arte, sea un Picasso, si se desprende del marco y se arroja a la calle, es decir, si hiciera algo así como el recorrido inverso del readymade. Esto suscita la pregunta de si el montaje, la curaduría, el recinto, el público, extienden los límites de la obra y, más aún, si no serán parte de ella.

Al menos que consideremos la ficha técnica parte de la obra plástica, ésta no utiliza medios lingüísticos hasta entrado el siglo XIX. En el XX tenemos letras sobre paisajes como en Villa R. de Klee. Pese a que el arte plástico participa informaciones que puedan ser comprendidas, no utiliza el lenguaje verbal (oral o escrito).

En el siglo XVIII se empieza a tematizar la relación entre artista y público, el estatus de los conocedores y la valoración de la obra. Ya no solamente se pretendía comunicar a través de la obra, sino sobre ella. Aunque el arte se había liberado de representar lo sacro y lo noble, no llegaba todavía el momento en que no se imitaría más a la naturaleza ni al arte mismo y se arribara a una encrucijada. Hay quienes conciben la obra de arte como un tipo especial de comunicación, como ampliación y complemento de la comunicación verbal, donde formas de transmisión se suponen más rápidas y más complejas. Sin embargo, mientras la comunicación depende de que la percepción reconozca sus signos, la percepción, a la inversa, se deja influir en sus distinciones por el lenguaje. Es de esta manera como el arte trata de sincronizar la percepción y la comunicación; de oponerse a la introducción del lenguaje en la conciencia contra la simultaneidad de la percepción. Ya Magritte desterró la posibilidad de ver y leer a un tiempo los caligramas, fracaso que Apollinaire, Paz o Eielson nunca reconocieron. Los caligramas, cuyos precursores son los ideogramas, lo único que consiguen es restituir a los signos el poder de representar formas puras carentes de contenido que deben funcionar tan sólo como intentos de lo que no pueden ser: re-entrada del significante en el significado. La escritura puede otorgarle a los signos licencia de representar lo ausente para los ausentes y servir al autor para autoausentarse e incluso anticiparse a la posteridad en el diálogo de muertos. La atención prestada a la obra de arte se ve obligada a reforzarse no respecto de lo que ella señala como distinto, sino de lo que ella misma presupone ya como su otro y que pasa inadvertido: como trazo, como fisura, como lineamiento, como dibujo y hasta como signo. En medio de su gradual transición al abstracto se le preguntaba a Kandinsky sobre los referentes en sus cuadros, a lo que contestaba que se trataba de una mancha de tal color o de un trazo con el pincel acompañado de tal gesto.

La pintura abstracta, ya sea textural o geométrica, es tan sólo un eufemismo para el arte no figurativo. Si el abstracto no es una mera depuración de la pintura figurativa al menos sería una simplificación o un empobrecimiento del realismo. En este sentido, los cuadros realistas ya contenían a los abstractos y éstos pasan a ser plagios subrepticios del figurativo. La única manera en que el abstracto se reivindica es acusando al realismo figurativo de atentar contra la imaginación.

Lo que se pueda decir, crítica o teóricamente, acerca de las obras de arte es una comunicación secundaria si se compara con la pregunta sobre la posibilidad de comunicar lo percibido, de filtrar lo comunicable de lo percibido y de si una imagen comunica y cómo.

Con el arte conceptual ocurre algo distinto por su pretensión de hacer de las ideas, material de trabajo. Hasta donde se tiene conocimiento no ha habido arte sin ideas, sin conceptos. En el arte conceptual hay una simple primacía de la idea por encima de su materialización, de la forma material en que es resuelta. ¡Y no se refiere a una ponderación del bosquejo por encima de la obra acabada! Aunque se dice compartir puntos de intersección con el abstracto, el arte conceptual trabaja con el mínimo de distractores para resaltar la idea. Pero el artista conceptual justifica la ejecución en la idea como si se tratara de una explicación o una interpretación. Como John Cage que se veía en la situación de tener que explicar los largos silencios en su Apartment House 1776 como una reinterpretación musical (en realidad una simple anulación de notas) de los corales de William Billings. La explicación de una obra de arte, sobre todo por parte del artista, pone en peligro la relación comunicativa entre éste y el público que se expone a percibirse como algo que se desprende de la obra y que luego se hará extensiva a ella y se convertirá también en arte. Es el caso de la susceptibilidad del lector de ser ficticio si el personaje de una novela es un lector de la misma novela, un efecto parecido a prestar irrealidad al lector. También el de contribuir con todo el reparto en los sueños: somos a un tiempo protagonista, actores de reparto, público, escenario, recinto… ¡ah! y el guión. Sólo bajo este principio se le pudo haber ocurrido a Antonin Artaud la prescripción de asistir al teatro con fines terapéuticos donde el público interactúa con los actores, suben y bajan del escenario a las butacas hasta que la representación se empalma con lo representado. De esta doble asimilación de la realidad por su representación y viceversa se hace una puesta en escena en La rosa púrpura de El Cairo, a tal punto que la policía emprende la búsqueda del actor para que convenza a su personaje a que regrese a la pantalla.

Como el límite entre pasado y futuro la obra de arte es una nada o, en el mejor de los casos, un objeto. Después se pregunta cómo se puede distinguir un objeto de arte de otros objetos naturales o artificiales. Duchamp trató de anular esa distinción con los readymades, objetos de uso común descontextualizados y por ello erigidos a obras de arte. Hizo posible que el arte planteara y resolviera la distinción arte/no arte en la obra misma simplemente reingresando el distingo funcional/disfuncional e identificando lo que no es arte con lo funcional y al arte con lo disfuncional. Este planteamiento es aun vigente hoy en día y es incompatible con la pretensión de universalidad del arte en el sentido de que todo podría ser arte o de que todo es arte mientras no se compruebe lo contrario. De ahí que hoy sólo se pueda distinguir algo como arte en función de lo que no puede ser: que no tenga el señalamiento espacial e institucional de que es una obra de arte.

Aunque nuestra familiaridad con los cuadros que cuelgan en las paredes de una casa nos haya domesticado como público, pasear por galerías y museos puede resultar agotador si se compara con la ganancia tecnológica de poder evitar la presencialidad y así ver la obra en un libro o en una pantalla: el tiempo de observación de imágenes compactadas, con corrección de color y resolución de nitidez, es equivalente a la disponibilidad en formato digital de un concierto cuantas veces queramos escucharlo. La secuencia de observación de una obra de arte está aparentemente disponible a la libertad del espectador, pero el artista puede dirigirla deliberadamente. También la composición (contraste, equilibrio) puede condicionar el desplazamiento óptico. Si el artista no sabe cómo el espectador asimilará la obra, puede intentar colocar dentro de ella el control de las expectativas y sorprender. Sólo así podrá la obra desplegar el punto ciego del engaño cuya clarividencia no convendría a la comprensión del observador —sea el espectador o el artista mismo. Hoy que las obras necesitan sobreindicar que se tratan de arte resulta más difícil develar en qué consiste el engaño, si es que lo hay, pues un cuadro con un paisaje nunca pretendió suplantar una ventana con vista a un paisaje. En las obras de arte son determinantes las ausencias, no tanto la sustracción en el campo perceptual como las indeterminaciones tan quisquillosamente puestas que desalientan la necesidad de que se interprete la obra como concluida. Pero el espectador tiene la autoridad para darlas por terminadas, con excepción a El gran vidrio que el propio Duchamp advirtió que estaba definitivamente inacabado.

La comunicación del arte contemporáneo es ambigua y no polisémica como pretenden los semióticos. Si las diferencias en las posibilidades de interpretación fue planeada o no, es con independencia de una dirección hacia una “obra de arte abierta”. Los espectadores no se ponen de acuerdo en una interpretación unánime, que es un aspecto inevitable o deliberado de diferenciación del arte hoy en día. La novedad y la originalidad son tan sólo algunos de los criterios que confirman y refuerzan esta diferenciación.

Wassily Kandisnsky

La marca de la novedad en el arte sólo es posible si hay suficientes elementos conocidos que sirvan de sustrato y la contrasten. Novedad no es originalidad, tampoco es actualización de lo desconocido. Es una imprevisibilidad que se ha topado con su propia limitación al tener que anunciarse como tal. Pero, ¿cómo el artista puede todavía controlar tanta variedad y hacerla valer como novedad? La novedad surge en contraposición a la imitación y aunque pueda explotarse de manera inagotable, desemboca irremediablemente en la repetición. La novedad siempre está en alerta para evitar la repetición de formas. Pero esta repetición es sobre lo que está fundado el estilo y que llevará de vuelta al artista a hacerse artesano o a enfrentarse al dilema entre fidelidad temática y libertad artística. Es paradójico que a la desemejanza pueda abrírsele cada vez más espacio siempre y cuando esté garantizada la repetición. El artista no puede engañar al espectador con respecto a si la obra es nueva porque podría tratarse de una copia o de una imitación más o menos escondida o una variante de formas harto conocidas. La Mona Lisa es una copia de la Gioconda. ¿Tendríamos que creer que su sonrisa es original o Da Vinci le pidió que sonriera de esa manera? Sólo sobre lo nuevo se tematiza dado que la comunicación no puede estancarse en la pura repetición de lo conocido. Sin embargo, la novedad parece limitarse a una reutilización de lo nuevo, como en las modas, por el solo hecho de que envejece.

Paradójicamente, en la creencia de que la originalidad se encuentra a través del desvío es donde se ha descubierto la exigencia de repetición. El artista podrá aceptar repetirse a sí mismo en variaciones siempre nuevas de su ejecución primera, pero deberá mediar entre redundancia y variedad para hacer comprensible lo atractivo en lo novedoso. El manierismo que se redujo a mera perpetuidad del estilo, es decir, de la redundancia, ahora toca un nuevo asidero en aquel arte que sólo se repliega como relación autorreferencial, esto es, de que de sí misma sólo sostiene ser arte. Esta nueva imposición hace más difícil la admisión de una obra como obra de arte y el reconocimiento de este fracaso es más vistoso ahora pese a que nunca antes había habido la oportunidad de que el que quiera (o pueda) hacer arte lo haga.

Existe una variante semántica para unos muy precisa, para otros vaga: lo auténtico (evitaremos “autenticidad” para no entrar en certificaciones). Transcribo un fragmento de diálogo de Copie Conforme del iraní Abbas Kariostami:

Él: —Yo escribí el libro (Copia certificada) para convencerme de mi idea (que la copia vale igual que el original; caso del David cuyo original estuvo en la Plaza de la Señoría, Florencia, y ahora está reemplazado por una copia y el original está en la academia). En cambio, Marie (la hermana de la interlocutora que decidió cambiar su nombre por MMMMMMMarie pues así lo pronuncia su esposo tartamudo) lo cree de manera espontánea, no necesita razonarlo.

Ella: —Una idea simple de una persona simple.

Él: —Me temo que no es nada simple ser simple. ¿A dónde nos dirigimos?

Ella: —No sé, a donde sea.

Él: —Deliberadamente sin rumbo, ajá. [No se especifica si el rumbo del camino o de la conversación.]

Las posibilidades de fugarse hacia lo exótico o hacia lo trivial ya no son suficientes para generar variedad. Cuando parecía haberse agotado la provocación y el escándalo el tópico a seguir fue lo esotérico, misterios que el artista arroja hacia el lienzo en un intento por develarlos o, por el contrario, hacérseles comensal para fabricar más misterio. Los artistas plásticos de hoy trabajan como el místico que genera misterio a base de omisiones o incompletitudes. Las obras de arte que detentan la reflexión filosófica no trascienden mental ni materialmente esta condición. Parasitan a la poesía y a la metafísica para inmovilizarlas en objetos. Así sean portadoras de acrobáticas proezas lógicas que pretenden encerrar paradojas irresolubles, como en el arte conceptual, sus-obras de arte seguirán esquinadas y tanto o más concretas y singulares que los objetos comunes porque serán abandonadas al término de su uso: percibirse. Y así, sin duda, habrá que reconocer la ganancia que se adquiere al poder reducir el peligro de cualquier ignorancia o estafa en posibilidad de asimilarlas al arte de vanguardia.

La originalidad, por otra parte, documenta el surgimiento inesperado e inexplicable de lo nuevo, escondido como actualización de lo olvidado. La obra, como cualquier otra cosa, pierde su memoria y no tiene que dar cuenta de su origen. Pero cuanto más convencido de que lo original de una obra de arte es determinante, tanto más tentado estará el artista a provocar, con el inconveniente de que habrá que inventar siempre nuevas provocaciones hasta conseguir casi de manera inevitable en el espectador un estado de habituación seguido de uno de indiferencia. Si los clásicos de la provocación resucitaran ya no lo intentarían. La provocación viene siendo una modalidad de la desesperación y radica en el empeño del artista en dejar siempre atrás al público, exhibirle su anacronismo: apenas había empezado a apreciar el expresionismo abstracto de un Pollock cuando las vanguardias le anuncian que está superado. El espectador, incluido especialmente el artista, ya no se ríe de ninguna obra de arte. Guarda solemnidad porque sabe cómo quedó el que se burló de las vanguardias y teme quedar mal ante la posteridad. Pero, ¿por qué ese miedo a la posteridad si ésta hasta ahora no ha hecho nada por nadie?

En un momento dado, la única forma de renovar el arte descansó en la integración de lo excluido, como es el caso del uso de basura y chatarra. Una variante de esta integración se dio con el cuidadoso descuido de la apariencia física que pretendió excluir para sostener que la inclusión no interesa. Se trata de una corriente que todavía corre, la del tránsito del pintor hacia el “artista sin más” que ya está impedido a que se le señalen criterios. En esta modalidad todavía prevalece una prescripción propia de la temprana modernidad, de que los artistas no deberían seguir ideales sino guiarse por su propia genialidad o guardar fidelidad a su título de reveladores o medium.

Los artistas plásticos de hoy trabajan como el místico que genera misterio a base de omisiones o incompletitudes. Las obras de arte que detentan la reflexión filosófica no trascienden mental ni materialmente esta condición. Parasitan a la poesía y a la metafísica para inmovilizarlas en objetos.

La naturaleza permaneció por mucho tiempo como referencia de lo bello en el arte hasta que éste se volvió medida para lo bello en la naturaleza. Luego se pasaría del art happens a que la naturaleza imite al arte. Es así como Oscar Wilde contempla un crepúsculo como un Turner de la peor época. Sin embargo, sólo tiempo después de haberse realizado este vuelco la referencia del arte ya no será la naturaleza sino la historia del arte, sobre todo cuando se inicia la proscripción de que las obras o sus formas se repitan. Al perder su naturalidad, el arte empieza a desclasificar sus formas y estilos y las pone a disposición como materia para la creación. Los museos serán una referencia invisiblemente obligatoria. Estos depósitos antiguos y universales de formas son socorridos para seleccionar y producir el fondo sobre el cual lo viejo, que por olvido ya no lo es, pueda perfilarse como nuevo. Con la historia del arte como sustrato la obra se protege de la interpretación psicológica, de cualquier indagación sobre las intenciones del artista. También se libera del pasado al barajarlo atemporalmente. Y es así que, aun bajo la insistencia en la novedad y en la originalidad, la obra se crea por la combinación de antiguas formas. Aunque para el arte el pasado se vuelva insignificante o prescindible, ésta no puede sustraerse de incluir esa segunda huella indeleble que se deja al borrar cualquier huella, como el dripping de Pollock que de ser el sujeto en el lienzo ahora se importa como técnica de fondeo. Las obras de arte mismas ponen de manifiesto que ya no guardan ningún compromiso con la tradición, sino que juegan con el material de las formas tradicionales o —en sintonía con la amnesia que se propone el arte— con las formas disponibles. Si están ligadas las formas artísticas a un contexto de origen o si deben superarlo siempre de nuevo, ya no se sabe. Tampoco si ese origen está disponible para cualquier combinación independiente de su contexto. En el arte la historia se deshistoriza y se la toma como creación de un material cuya simultaneidad se vuelve disponible. El tiempo empieza a correr con cada obra que olvida las secuencias y los periodos históricos, no obstante que jamás se libere del uso de formas pasadas (aunque las ignore). El reingreso de la tradición al arte-que-no-acepta-la-tradición se llama posmodernidad, que es cuando a base de prolongar la ruptura con la tradición, esta ruptura se constituye ya como una tradición y que será lo único que motivaría la creación. La posmodernidad es un simple producto de la memoria: el olvido de la mayoría de las cosas, especialmente de lo que no se repite, y el recuerdo de algunas que llamaron la atención por no decir que escandalizaron.

Mucho tiempo antes de haberse dado el paso que rompió definitivamente con la imitación, la atención se dirigía a la habilidad artística misma. Si las capacidades técnicas eran tan decisivas, el arte como imitación ya estaría perdiendo su fuerza de convicción. Otro motivo para descalificar la imitación descansó en que ésta era demasiado fácil y, por eso, indigna de admiración. Únicamente la imitación difícil, paradójicamente aquella dirigida a lograr el desengaño, era susceptible de sostenerse como arte. Un tercer motivo es que los conceptos de imitación y representación tuvieron que separarse no porque la imitación coartara demasiado la libertad del artista sino porque rinde homenaje a un ilusionismo del mundo en vez de desenmascararlo. Y porque condiciona al observador a la estrecha expectativa de estar siempre frente a retratos, paisajes o naturalezas muertas.

El afán por seguir desterrando cualquier asomo de imitación da lugar a ironías en las recreaciones o remakes, intertextualidades en el más mínimo influjo y plagios en los homenajes y tributos. A cambio de la imitación, tenemos la percepción imaginada, una simulación autoprovocada de la percepción y que es lo que conocemos como figuración. Difiere de la pura percepción en que va más allá de lo inmediatamente dado y desembaraza la realidad de una ubicación espacio temporal. Sólo a través de la figuración el arte se hace capaz de construir mundos imaginarios, aunque éstos sigan dependiendo de las percepciones que los detonan. Las variaciones se perciben en el mundo únicamente como formas relativas de aquello que en el instante no se mueve o, conjugando a Zenón y a Parménides, que no cambia. La libertad que ofrece la percepción a la conciencia está restringida: siempre se refiere a algo dentro de ese mundo perceptible. Dicho de otra manera, pensando se puede estar en todas partes pero percibiendo tan sólo donde se encuentra el propio cuerpo. Aun así, uno cierra los ojos, se concentra, se ve todo negro y allí acontece un excitante juego de colores o esas primeras incursiones astronómicas que los niños emprenden con asombro. A diferencia del acto de pensar y sobre todo de la comunicación, la percepción decide rápido, mientras que el arte tiene, al parecer, la función de ralentizar y relativizar la percepción: en el arte plástico uno se detiene largo tiempo en el mismo objeto, lo que sería desusado en la vida cotidiana. Pero esa función retardataria no puede constituir algo privativo del arte, de otra manera la minuciosa observación del entomólogo o la magnánima contemplación del excursionista convertirían a la naturaleza en obra de arte. Precisamente la cultura, y en ella el arte, surgió como una forma de reflexión de subsumir bajo ese término todo lo que no es naturaleza. La cultura como contranatura. Sin embargo, Abbas Kariostami, en Copie Conforme, revisa esta dicotomía: “Colocas cualquier objeto ordinario en un museo y cambias la manera en que la gente lo ve. No es el objeto lo que importa sino la percepción que se tiene de éste. ¿Tendría que estar avalado por una firma famosa como Jaspers Johns? Un árbol… no hay dos iguales. Originalidad, belleza, edad (antigüedad acumulada), funcionalidad… pero no es una obra de arte porque no está en una galería, están en el campo y por lo tanto no reciben la atención que merecen”. Hay que especificar aquí que en el momento en que James dice esto están en una carretera vecinal cuyo borde tiene un bosque de galería compuesto por cipreses.

En el arte no aplican las distinciones falso/verdadero y ser/apariencia, pero sí la un tanto conflictiva realidad/ficción. El arte en sí no se puede definir como ficticio, tampoco su referencia se puede decidir sobre la distinción realidad/ficción pues tendríamos que desterrar de la realidad a los sueños, a lo simbólico, al juego y a la imitación misma. La comprensión de lo ficticio exigía primero que su representación no se mezclara con la realidad y que se reaccionara incrédulamente. Tiempo después, esa incredulidad se cancelaría momentáneamente (la fórmula del “willing suspension of disbelief” acuñada por de Samuel Taylor Coleridge) para contemplar la obra de arte como realidad sui generis. Contrario a esto, en la literatura el lector se ve seducido a reconocer situaciones de su propia vida y a adaptar lo leído a éstas. Ahí no se trata de copiar los patrones de vida presentados, sino poner ante los lectores situaciones de decisión.

Introducida o no la ficción en la realidad, hoy se suele decir que ésta supera a aquélla. La ficción como copia de la realidad es patente en ese lector que busca los libro-espejo dada su indisposición a aprender algo nuevo o verse frente a situaciones imprevisibles, indisposición que suple reafirmando su ignorancia al autocomplacerse con un “eso ya lo había pensado”. Un poco de la mano con el “sólo tú puedes ser maestro de ti mismo” de muchos místicos. Siguiendo con la miseria del arte realista, al cine se le atribuye responsabilidad por inducir violencia, cual ficción que irrumpe en la realidad. Alejandro Estrada plantea lo contrario: “Si no hubiera cine violento nos estaríamos matando más de la cuenta”. Aun si se descree que las guerras de los imperios antiguos se libraban con más crueldad, ¿no será más bien que el cine violento y el deporte estén conteniéndonos de matarnos definitivamente? ¿Ayudarán a descargar la agresión, aunque sea de manera simbólica, que está latente en el espectador que acude al cinematógrafo o al estadio como quien acude a una sesión colectiva de violentos anónimos?

Hay una nueva distinción: “realidad real–realidad ficticia”. Los intentos por liberar al arte de su referencia a la realidad se vuelven un tiro por la culata porque utilizan la realidad ficticia de fondo para resaltar la realidad real. Pero en lo ficticio se volverá cada vez más difícil valorar con seguridad si las realidades ficticias puedan existir simultáneamente a las realidades reales. En Shakespeare in Love se pone triplemente a prueba la actuación con el fingimiento: Viola, la protagonista de la película, representa el personaje llamado Julieta en una obra de teatro, pero tiene que fingir que es hombre, incluso fuera del escenario porque estaba proscrita la actuación a las mujeres. El escenario ficticio no es tan evidente en la narrativa porque se puede presentar desde el inicio como ficticia y luego repetir la ficción dentro de la ficción. Es así como gracias al engaño autocreado el arte puede copiar en sí mismo lo que de hecho hace, como en dos escasas páginas tituladas Continuidad de los parques, cuyo personaje lee en un sillón una novela donde se descubre que el blanco de un asesinato es un personaje que lee en un sillón una novela donde… Se sugiere que la relación personaje-novela se extrapola a la de lector-cuento. Se sugiere, pues, el asesinato del lector que lee Continuidad de los parques. Lo anecdótico, tan vituperado y autocensurado por las vanguardias, ofrece al lector que vea tan sólo a unos cuantos pasos adelante y sólo hasta el final le sea revelado el desenlace. Se tiene el recurso del suspenso como desconocimiento autoproducido y de apertura a los diversos futuros de un Groundhog Day, Sliding Doors o Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Realidad real y realidad ficticia se diluyen en Synecdoche, New York de Charlie Kaufman, cuando un dramaturgo va escribiendo una obra sobre la vida del día anterior de todo el staff de la compañía de teatro y a los que pone a ensayarla. Puesto que la mayor parte del día los absorbe el trabajo, que no se sabe cuándo tocará su fin, el director necesita contratar a otro director que lo dirija dirigiendo y más actores que actúen la actuación de los primeros actores en el día anterior. La obra adquiere una dimensión multiplicativa inconmensurable y el escenario va supliendo la ciudad de Nueva York.

Por último, a despecho de las esculturas y las fotografías de John Waters, mientras la ética contemporánea piensa muy ingenuamente que distinguir entre lo políticamente correcto y lo políticamente incorrecto es ya de por sí correcto, el arte ha hecho intentos por renunciar a la distinción entre lo artísticamente permitido y lo artísticamente excluido.

Ya dijimos que el origen del arte se intentó explicar bajo la teoría de la acumulación y combinación de formas. Esto desde el punto de vista de una teoría de la evolución y no de una presentación diacrónica. Evolución, en sentido estricto, es decir, entendida como transformación y no progreso, como adquisición de complejidad pero no de perfección. El arte ha logrado la emancipación de la contingencia tal como otros eventos evolutivos han emergido independientemente de una causalidad fundada en la articulación de eventos anteriores. Esta emancipación de la contingencia se vuelve modelo para una sociedad que “así es”, “que es posible” o “que pudo haber sido de otra manera”. El arte muestra a la sociedad que el futuro ya no está garantizado por el pasado, sino que escapa a toda estimación. Sin embargo, la obsesión por preservar formas en el arte se acentúa en dirección proporcional a la improbabilidad de que surjan nuevas formas. La destrucción siempre será posible. En palabras de Marguerite Duras, “destruir es adelantarse al tiempo”, tomar ventaja del futuro. Pero la modificación se hace cada vez más difícil mientras el artista sea el que introduzca la variación y el espectador la selección.

El arte no siempre puede ser abordado como sistema, la ciencia sí. En la ciencia, unas cosas llevan a otras. En el arte, las obras evitan sus antecesoras; no precursoras dado que eluden todo influjo. Pero, para no poner la ciencia y el arte en conflicto, se les concede una relación de reciprocidad: la ciencia es el arte de las leyes y de las regularidades; el arte es la ciencia de las particularidades y de las excepciones. Los grandes científicos son producto de la ciencia: They were just in the right place at the right time. Si Einstein no formula la relatividad, otro lo hace. Las condiciones estaban dadas como las estaban para Leibniz y Newton cuando formularon el cálculo infinitesimal de manera independiente. Las ideas sobre la evolución de las especies were in the air pero el propio Wallace cedió la autoría a Darwin. En Turner, su épica de las tormentas, de los crepúsculos y de los incendios es un hito sin precedentes y único (probablemente irrepetible salvo en el plagio) y cuya capacidad de dejar escuela o secuela es contingente. La casualidad conduce hacia la sorpresa cuando aparece sin relación a un acontecer regularizado. Un artista que se convierte en crítico de arte puede reconocer la sorpresa de otros y por tanto planearla. El que observa a quien hace la observación de que la casualidad es azar puede ordenar las casualidades en un entramado causal. Pero con todo, el artista está colocado en la improbabilidad del surgimiento del arte y el espectador en la probabilidad de su preservación. Siendo esto así, ¿cómo es que el artista no se dice producto del arte? En lugar de concebirse como sujeto de su tiempo, ¿no sería mejor describirlo como un subproducto?

Los pintores son sin duda los más conservadores entre los artistas. Ya no toleran que un cuadro suyo acumule tiempo para que pueda estar en un museo. Como si muriera casi en el acto de creación, un cuadro se compromete a la especulación financiera y se condena a esterilizarse como pieza de galería que es la antesala al museo. Este tipo de registro contradice lo deliberadamente efímero que se propone el happening o performance. Y por más que la pintura haya querido liberarse de la academia llevando su creación espontánea hasta el action painting, sigue adoleciendo de un trascendentalismo al reclamar un lugar privilegiado en la posteridad sometiéndose a incubaciones y restauraciones fuera de toda proporción de cara a lo que el presente exige como acondicionamiento funcional del arte. Pongamos por caso el rescate de los centros históricos como una adaptación operativa a la demanda social vigente por que la arquitectura y el trazo urbano históricos sean funcionales y que salve a los edificios del embalsamamiento arqueológico, o sea, de la muerte.

Se dice que la reflexión parafrasea la creación pero igualmente puede sostenerse lo contrario como ya dijimos antes con respecto a que la plástica parasita a la poesía y a la filosofía. Existe en la obra una tercera posibilidad: la autorreflexión. La obra de arte contemporánea encierra o plantea abiertamente la pregunta de si ella misma es arte, y de este modo el arte se vuelve un concepto auxiliar para la comprensión de su exposición que apunta a una indeterminación irresoluble y a dejar el futuro del arte al futuro. Para el arte sólo el presente parece importar, y cualquier presente nuevo debe llegar por sorpresa.

Si antes se suponía que la obra de arte misma señalaba que se trataba de arte, existían condiciones elementales externas, en el caso de la pintura la curaduría y la museografía, las cuales se utilizaban de deslindamiento y, a la vez, para señalar “esto es arte”, independientemente de la calidad artística de la obra. En el arte contemporáneo más reciente, cuando se experimenta renunciar a señalética propia de la exhibición, una obra de arte trae como consecuencia una mayor supeditación a marcos externos y a señalamientos que pueden llegar a indicar que un objeto que no se reconocía como obra de arte llegue, no obstante, a ser considerado como tal. Antes, la obra de arte se autoaislaba por medio de un principio y un fin, un marco, un escenario, ignorando y excluyendo toda inmediación. Ahora el arte de punta linda con su propia ortodoxia: la de tener que socorrer a la señalética para que una afrenta al espectador o un desplante público se indique como arte, no vaya a ser que se diluya la distinción entre arte y cualquier otra cosa y llegue la policía. Pero si la obra de arte ya no pretende convencer de que es obra de arte sino tan sólo señalarse como tal, no faltan espectadores que rechazan la indicación de considerarla arte y se queden extraviados en las reliquias de las identificaciones convencionales. Sobre esto se puede discutir de manera interminable, lo cual significa tan sólo que el discurso debe darse su propio fin como se deja una moda pasando a otra.

El fin del arte —tantas veces anunciado— no tiene que significar parálisis; puede seguir en movimiento si no como río, sí como mar. El fin del arte como imposibilidad del arte o saldo último de todas las formas posibles, deja de ser arte para convertirse en una generación de obras de arte que no anuncian el fin del arte sino que ellas mismas emprenden la materialización de ese fin. Cuestionan la distinción entre objetos artísticos y objetos cotidianos para demostrar en sí mismas la universalidad del arte como inclusión del mundo en el arte, ya no al revés.

El arte muestra a la sociedad que el futuro ya no está garantizado por el pasado, sino que escapa a toda estimación. Sin embargo, la obsesión por preservar formas en el arte se acentúa en dirección proporcional a la improbabilidad de que surjan nuevas formas. La destrucción siempre será posible.

En un mundo que a la vista de todos es inseguro, al parecer poco se puede hacer con las verdades si éstas no se disfrazan. El arte contemporáneo le ha apostado al lenguaje oscuro, aquel ambivalente que juega con las palabras y que es paradójico y en este sentido ingenioso. Y si no engaña o sorprende, al menos provoca e irrita. Si el arte hizo visible el engaño como sorpresa autoprovocada, como doble engaño, hoy el asombro y la admiración están subordinados a la irritación. El arte alcanza este logro sin que resurja la discusión de si el arte debe ser para el pueblo común o para el conocedor. Más bien se dirige hacia la permisibilidad de la provocación y del escándalo para producir más de lo que quiere desterrar: asombro. Entonces, en una concepción del mundo como ésta, si no con el arte desbordado sí con sus límites desdibujados, si la realidad ya no puede seguir definiéndose como resistencia del mundo exterior frente a las intervenciones del conocimiento y de la acción, la obra de arte sí queda atrapado en esa permanente resistencia frente a las demás obras de arte, incluyendo las del futuro.

En una franca contradicción, la sabiduría del arte ha detentado la misión de desenmascarar pero con el halo de misterio que encierra lo incompleto, lo fragmentado, ya no lo sugestivo. Por otro lado, el arte señala con ironía la seria convicción de que se ha separado del mundo real, pero se toma demasiado en serio el no tomar el mundo en serio, y persevera en eso como única manera de autoafirmarse. Desterrada la imitación en el arte, lo que éste comunica intenta aparecer sólo en la obra y sin referencia externa alguna, pero los esfuerzos son dudosos, más aun si el límite entre arte y autorreflexión del arte se desvanece. No se sabe si sea posible que la ejecución de las obras y su autodescripción como arte sin más vuelvan a divergir para interestimularse, porque demasiada identidad significa inevitablemente no esperar ningún futuro.

El esteta se aprovecha parasitariamente de que los criterios para el gusto y la crítica del arte se hayan hecho laxos. Siempre habrá aquellos que se ocupen de la obra de arte pero el objeto de interpretación señalado se rezagará por el rápido desarrollo del arte que huye de toda pregunta acerca del porqué y del cómo. Ni las innovaciones en el arte ni las nuevas formas del espectador de concebirlas están estimuladas por estética alguna. El artista ha renunciado a la estética académica cuya anacronía radica en que niegan que las obras de arte sean el punto de partida para la reflexión sobre el arte, y no viceversa. En todo caso, el arte se origina como pura reacción ante su propio quehacer como procedería el más pasajero de los realismos.

Al introducir el concepto ambivalente de verosimilitud, se encubre y se ahorra la concesión de que el arte en general tenga que ocuparse de la disimilitud entre lo verdadero y lo falso, entre la realidad y la ficción. Es así que el arte fue estableciendo un dominio propio, no para entrar en competencia con el conocimiento teórico y factual, sino con el fin de desarrollar criterios internos de éxito para sus propias representaciones y sus efectos en el público. La comunicación en el arte ya no se ensaya en torno a un pretendido contenido sino que se reduce exclusivamente a dar a conocer que se trata de arte. Se limita a sellar algo y olvida contra qué se dirigían sus innovaciones y con qué ahínco las defendía o se hostilizaba. La obra de arte contemporánea sólo confía en sus propios medios de convencimiento y, sobre todo, en que se le reconozca que su motivo sea convencer únicamente a base de superar las ofertas existentes. Se aprovecha de otras originalidades que sólo responden a la capacidad de innovación o disidencia. El arte abandona lo reconocible y las redundancias se efectúan exclusivamente como “intertextualidad”. Las obras de arte se distinguen de otros artefactos por el hecho de no necesitar someterse a otras pruebas que a las del arte mismo.

Superado el momento en que la crítica dejó de regirse por atributos como buena o mala, correcta o falsa, exitosa o fracasada, éstos se suplieron con los vínculos que la obra guardaba con la tradición. Sin embargo, para los artistas, la tradición se presenta ahora como inmadurez impuesta de la que hay que despojarse. En la medida en que ya no proceden las limitaciones objetivas de lo artísticamente permitido, el arte reconocido se define mediante una relación “atemporal” y, por tanto, contradictoria con el arte “del momento”. Más aún, las vanguardias pretenden colocarse por encima de su época pero como no pueden actuar en el futuro, terminan prácticamente distanciándose (criticando, polemizando) del presente común. Digamos que se resguardan como permanente retaguardia de ese futuro al que, lejos de alcanzarlo, se han sojuzgado y es que presumirse contemporáneo conduce a que el arte se vuelva anacrónico todas las veces. ®

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Publicado en: Arte contemporáneo, Destacados, Julio 2011

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