El arte de perder el tiempo con elegancia

Elogio a la pereza

El humorista satírico austriaco Karl Kraus solía decir que las peores cosas pasan siempre antes del desayuno y que el buen ciudadano tiene como deber quedarse en la cama hasta el medio día. “Sólo los dictadores y los fanáticos se levantan temprano”.

Mesurar, con cierta amargura, el problema

El jardín de las delicias, panel izquierdo, Hieronymus Bosch

Con su habitual lucidez, Cioran rubricó la siguiente sentencia a aquellos indiscretos que le interrogaban sobre la naturaleza de sus actividades: “¿Acaso tengo la jeta de alguien que debe hacer algo aquí abajo?” Elegante respuesta que debería obtener cualquier imprudente que considere el hacer algo como perentorio e ineludible. Lo que extraña en el caso del rumano es que haya escuchado la cuestión de su interlocutor. En la opinión de otros pensadores de sayos más locuaces y didácticos y de canina sonrisa, a semejante necedad, una bofetada vendría mejor. De tal suerte, escribir sobre la pereza se presenta como una proeza invulnerable, no sólo por la paradoja intrínseca que implica, sino además porque para escribir sobre un tema que le es a uno tan familiar se necesita osadía y una voluntad, no me atrevo a calificarla de otra forma, sospechosa. Y es que emprender algo, lo que sea, siempre me ha procurado un sentimiento de escepticismo: demasiado brío, mucho ánimo, optimismo desbordado y ese cursi voluntarismo. Al cabo de un rato uno siente necesidad de entregarse al pillaje. Por eso es preferible la pereza, ese placer de la irresponsabilidad meditativa, ese estado de lucidez que el ocio sólo ofrece a intervalos y es que, cada vez que el hombre acomete algo, acaba en las antípodas de su original propósito.

Orgulloso de ser el hombre “más inactivo de París”, el autor de Del inconveniente de haber nacido cuenta que en su juventud leyó libros como nadie, devorando bibliotecas enteras sin “ningún beneficio evidente”, con el simple y honorable propósito de huir a sus responsabilidades. Pero también, confiesa, para darse la ilusión de una actividad. Y es que ya no es posible imaginar una vida consagrada enteramente a la inactividad, al ocio, a la pereza. Siglos de cristianismo y el espíritu del capitalismo no han pasado en vano. Se trata de actuar, de dar pruebas de voluntad, mientras que la pereza, estado puro del ocio, se presenta como algo alegre, diletante, procurador de goce y buen gusto, sabio. En su Elogio de la ociosidad Bertrand Russell no titubea en afirmar que “el sabio empleo del tiempo libre es un producto de la civilización y de la educación” y recuerda que, a pesar de todo, fue la clase ociosa la que cultivó las artes, descubrió las ciencias, escribió los libros, inventó las filosofías y refinó las relaciones sociales. El perezoso es un artesano del tiempo vacío.

Malhumorado dandi y amante del buen sentido cultural, Charles Baudelaire propone un bello oxímoron para contrarrestar los fatídicos efectos de la moral del trabajo: la “pereza fecunda”; una especie de producción secreta, una suerte de contra-actividad. El elegante poeta también escribió: “Ser un hombre útil siempre me ha parecido algo verdaderamente espantoso”.

El trabajo es una tortura

Oh, lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte.
—Edgar Allan Poe

Algunos peritos atribuyen a la palabra “trabajo” un origen que nada tiene que ver con el labor latino. Aseguran que es del vocablo Tripalium, instrumento de tortura donde se inmovilizaba a las víctimas para azotarlas, donde se originó la palabra trabajo. De tripalium derivó inicialmente tripaliare, torturar, para dar paso finalmente a trebajo, esfuerzo, sufrimiento, sacrificio. Anécdota verídica o vulgar chisme, hecho histórico o fábula ocurrente, poco importa: a final de cuentas el culto del trabajo es todavía una antigua patraña difícil de remediar.

El jardín de las delicias, panel central, Hieronymus Bosch

Thierry Paquot, autor de Art de la sieste, libro donde recupera una pequeña antología sobre sus mejores siestas, sostiene un diálogo con Alain Corbin en el número dedicado a la pereza de la Magazine Littéraire donde recuerdan que ésta, hasta antes del siglo XIX, constituía una falta moral y religiosa. No hacer nada implicaba caer en el ensueño voluptuoso, los pensamientos lúbricos y, por consecuencia, el fatal abandono al onanismo y el vicio. Clérigos y médicos prescribían todo tipo de actividades para evitar la pereza, que, constituida como vergonzosa disfunción individual, devino un estatuto de rebeldía moral. Es con la industrialización de la sociedad y el establecimiento del trabajo moderno cuando la pereza se convierte también en una falta social. Al rechazar la rentabilidad y la productividad, pone en peligro la lógica tecnológica y de esta forma “se enriquece de un nuevo valor, libertario e iconoclasta”. Los autores insisten en que “la pereza entonces toma una noción de complejidad suplementaria porque aparece asociada directamente al trabajo, al rechazo del trabajo bajo su forma moderna, como la constatación de la alienación del hombre a los intereses de la industria”. Y por ello no sorprende que las utopías socialistas se hayan fundado “sobre el sueño donde el trabajo alienado dejará lugar al trabajo libre y creativo”.

Pocos enemigos tan sensatos del trabajo existieron como el inusitado Paul Lafargue. Autor de un panfleto que lleva por nombre El derecho a la pereza donde no escatima vituperios para referirse al “decadente”, “malsano”, “embrutecedor” “vicio del trabajo”, que ha deformado al mundo con su propaganda. Para escapar a esa gran mentira, “acaso la más grande de la modernidad, es necesario que el proletariado pisotee los prejuicios de la moral cristiana, económica, librepensadora; es necesario que regrese a sus instintos naturales, que proclame los Derechos de la pereza, mil y mil veces más nobles y más sagrados que los tísicos Derechos del hombre, elaborados por los abogados metafísicos de la revolución burguesa”. En Paul Lafargue: défense de travailler (Magazine Littéraire), Paquot señala que para Lafargue no existe vuelta atrás: la libertad es la libertad de hacer o de no hacer. Lafargue ataca “el edificio social impregnado por la moral cristiana y el sentido común pequeño burgués de hay que trabajar para vivir”. Quiere demostrar que el trabajo no es propio del hombre sino una invención maléfica relativamente reciente y que los griegos despreciaban. Incendiario y comprensiblemente molesto, Lafargue escribe que “el derecho al trabajo no es otra cosa que el derecho a la miseria”. El autor propone una vida escogida, tranquila, donde no es necesario el despilfarro ni la sobreproducción y donde se pueden repartir mejor los bienes en oposición a la esclavitud voluntaria del trabajo. Aún joven e insumiso, Lafargue (Cuba 1842 – Francia 1911) sucumbió a los encantos de una de las hijas del monumental Karl Marx, Laura, de quien escribió: “Su opulenta cabellera rizada tenía el brillo del oro; se diría que el sol, acostándose se había refugiado ahí”. En un gesto más poético y menos afectado, el ulterior yerno del prolífico alemán se suicidó a los setenta años por temor a devenir senil.

El longevo pensador creía sinceramente que la fe en las virtudes del trabajo ha hecho daños terribles en el mundo moderno y que el camino a la felicidad debería de pasar por la reducción de éste.

Otro inconforme con la moral del trabajo es el filósofo británico Bertrand Russell (1872–1970), quien acumuló bellas frases para denostarlo. El longevo pensador creía sinceramente que la fe en las virtudes del trabajo ha hecho daños terribles en el mundo moderno y que el camino a la felicidad debería de pasar por la reducción de éste. Al igual que Lafargue, Russell creía que “la moral del trabajo es la moral de los esclavos, y el mundo moderno no tiene necesidad de la esclavitud” (Elogio de la ociosidad) y consideró que el concepto del deber siempre ha sido usado con fines políticos. Es cierto que los atenienses eran propietarios de esclavos, opina, pero empleaban gran parte de su tiempo libre en hacer una contribución permanente a la civilización, lo que, en esa época sería imposible de lograr mediante un sistema económico justo. En épocas pasadas sólo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos, ese tiempo libre esencial para la civilización. “Pero el trabajo era valioso, no porque el trabajo en sí fuera bueno, sino porque el ocio es bueno. Y con la técnica moderna sería posible distribuir justamente el ocio sin menoscabo para la civilización”. Se ha trabajado demasiado en el mundo, dice el autor de Por qué no soy cristiano, y aunque acepta que cierta medida es necesario el manipular y mover materia de un lado para otro, no podemos aceptar el trabajo, bajo ningún concepto, como una finalidad de la vida humana: “si lo fuera, tendríamos que considerar a cualquier bracero superior a Shakespeare”.

Todas estas reflexiones nos imposibilitan ignorar la complejidad que, en palabras de Denis Grozdanovitch, plantea “el ejercicio de la pereza en el mundo de hoy” que lleva como divisa el áureo becerro de la emancipación y la redención mediante el trabajo y el “sacrosanto credo del rendimiento y la productividad”, y que ha hecho del activismo anglosajón, esa metafísica de cuáqueros, su religión y su motor. En las sociedades desarrolladas la pereza es un vicio, peor aún, un crimen. El perezoso siempre es el otro, uno “está a gusto” o disfruta de “tiempo libre”, se trata de justificarse moral y socialmente a fin de seguir siendo lo que sólo Leon Bloy pudo ironizar con tanto humor: “Ser un hombre como Dios manda”. Éste debe ser, “ante todo, un hombre como todo el mundo. Cuanto más se parece uno a todo el mundo, más es uno como Dios manda”.

Desde esta perspectiva, sin rubor se puede decir entonces que la pereza, voluntaria o involuntariamente, no es otra cosa que un elemento esencialmente contestatario. Una especie de freno al progreso y un estado de resistencia. Una interrupción en el orden de la vida social, esa broma de mal gusto. Una forma de romper con las reglas, ese trascendentalismo de los simios. Sartre y Camus estiman que el hombre se define por sus acciones, y bien, la pereza no es otra cosa que el nihilismo físico y las no-acciones parecen más prudentes en un mundo en el que ya se ha hecho demasiado: el Clochard como cínico recordatorio, insolente, contemporáneo vividor a cielo raso.

Negligentes viñetas sobre literatura

El jardín de las delicias, panel derecho, Hieronymus Bosch

El culto del trabajo también ha arruinado la literatura. De la misma forma que la universidad liquidó la filosofía produciendo ideas en mesas de trabajo, en sus despachos, la literatura, concebida en jornadas laborales de ocho horas diarias, parece haber hecho del esnobismo su marchamo característico.

El empedernido Baudelaire sabía que el arte, al menos el suyo, no se puede crear sin conocer la holgazanería. A pesar de haber vivido “afrentas públicas”, como llama él a su falta de fortuna y sus deudas, el autor de Las flores del mal asegura que en gran medida creció gracias al ocio. Obtuve provecho, dice, “en lo relativo a la sensibilidad, a la meditación y a las posibilidades del dandismo y del diletantismo. Los demás hombres de letras son, en la mayoría de los casos, viles braceros muy ignorantes”.

Autor de extraordinarios vituperios, preciso y de pocas palabras, Cioran se manifestó su vida entera contra cualquier acción. Apologeta de la escapatoria de la responsabilidad, desertor de todo y sabio de la inactividad, Cioran encontraba bien todo lo que le impedía trabajar: “cambio de mesa, cambio de silla, de cuarto cada cinco minutos, como si buscara un lugar ideal para trabajar”, como si tal lugar existiera. Para él, del culto al trabajo “procede la superproducción, auténtico azote, que es funesta para la obra, para el autor, para el propio lector”. No se trata de trabajar, sino de ser. “Eso es lo que los escritores han olvidado”, escribir en estados de excitación febril.

El escritor estadounidense Philip Roth, sensato, piensa que, nos guste o no, toda la historia se resume a la imposición de ideas de los unos a los otros y, por ello, “al menos que se tenga un gusto desmesurado por la subordinación, uno siempre está en guerra”. También dejó claro que su aversión al trabajo era la mejor prueba de ser un antifascista inveterado: ¿no es “el trabajo libera” la divisa nazi?

No por nostalgia, por sabiduría

“Perezoso” es el nombre vernáculo con el que se conoce al Bradypus variegatus, mamífero tropical de tamaño diverso, beatífica mirada y costumbres relajadas. Su ascética dieta, redonda cabeza, cola corta y terribles garras son características minúsculas de ese indolente y peludo ser. Por el contrario, el despreocupado y refractario ente puede quedarse hasta diez días abrazado a la misma rama sin manifestar la menor intención de cambiar de posición. ¿Medita o duerme? Poco importa. El perezoso sólo baja de su morada para satisfacer las únicas y extremas necesidades que le exige su placidez: la defecación y el hambre. Una vez en tierra, se desplaza a una impactante velocidad de cincuenta metros por hora, husmeando aquí y allá, dejándose llevar, asombrado, por todo tipo de distracciones al punto en el que su proyecto inicial ha sido completamente olvidado y entonces se tumba sobre la hierba, el vientre al sol, meditando (¿o durmiendo?) nuevamente y de manera casi indefinida, irresponsable. A pesar de que el hombre es su mayor amenaza, y de ser supuestamente tan poco dotado para la competición, parece que el perezoso “ha sobrevivido a todas las vicisitudes de la vida salvaje desde los tiempos más recónditos”, afirma en L’art difficile de ne presque rien faire el escritor francés, y aficionado a los Bradypus variegatus, Denis Grozdanovitch. Tal constatación, asegura el autor, parece “invalidar” de manera decisiva la sacrosanta teoría de la competencia de las especies”. Lo interesante de todo esto, juzga Grozdanovitch apoyado en estudios sobre la materia, es que el perezoso “durante sus indolentes idas y venidas o sus somnolientas meditaciones que constituyen sus hábitos, ostenta siempre una sonrisa que no podemos describir que como la expresión de una completa beatitud”. Tal es el ejemplo que nos ofrece la naturaleza sobre el arte de perder el tiempo.

La pereza, el ocio. Se trata de un arte. Un arte difícil y, creo sinceramente, no apto para todos. Casi nadie parece capaz de adherirse sin problemas a una vida de verdadero perezoso, de anular la acción mediante la palabra: hablar para no trabajar. Demasiado respeto al voluntarismo y fe en la virtud del esfuerzo. La vida del ocio, de la pereza, no parece apta para los amantes de las reglas, las leyes, los respetuosos de los credos y las iglesias. Del poder. Vieja postura aristocrática, luego dandi y romántica tardía, el perezoso actúa según su propia ley y su propio placer. Hay que celebrarla, no por nostalgia, por sabiduría, simplemente. Si uno recuerda que al compositor Eric Satie lo consideraron en el conservatorio como el alumno más perezoso…

Algunos viejos filósofos lo sabían: “Los hombres están enfermos de no saber vivir”. El trabajo aliena e integra a la actividad fútil y colectiva. La propuesta ociosa trata de construir una actitud estética en relación con el mundo. Una correspondencia distante y sonriente, burlesca. Casi con el desdén de quien sabe que se ha escapado cuando ve a los otros picar el anzuelo con insistencia. Pero también trata de devolverle al hombre el goce de los sentidos. La alegre grasse matinée, el sensato dolce far niente. La democratización del placer, el arte de la mesa y el vino, la universalización de la voluptuosidad, eliminando así cualquier inclinación al “sacrificio”: experimentar los placeres y su independencia en lugar de sacrificarse al quimérico honor de inmortalizar las letras de nuestros nombres y acciones.

El humorista satírico austriaco Karl Kraus solía decir que las peores cosas pasan siempre antes del desayuno y que el buen ciudadano tiene como deber quedarse en la cama hasta el medio día. “Sólo los dictadores y los fanáticos se levantan temprano”. ®

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Publicado en: Diciembre 2010, Ensayo

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  1. Walter Rojas

    Sr. foca: Hizo usted mal uso de su precioso tiempo depositando su atención en este artículo. Peor aún contestándolo. Vuelva a su inhóspito y productivo cubículo que su prole a pico abierto pide su sacrificio. Deje de estar de ocioso y póngase por favor a trabajar. Caramba con estos denodados hombres de bien que caen en estos pecados de la consciencia.

  2. Don foca, o sr. foca, como quiera, la errada opinón del mexicano de que se tiene uno que matar trabajando para vivir, es tan equivocada como dañina. En Suecia, y otros paises de Escandinavia (donde viví unos años), la semana laboral es de 40 hrs. y la quieren disminuir a 35. Las vacaciones son de 3 semanas obligatorias al año, y su productividad compite con cualquier país de Asia y a EEUU se los lleva de calle. Yo he visto en Mexico como mucha gente pasa horas en la oficina, chateando, aparentando que trabaja, para complacer al jefe, lo cual es detrimento del disfrute familiar, el cultivo de actividades extra, hobbies, cultura, socializar, etc. No le tenga miedo al ocio pues, sr. foca, no es tan malo como se pensara.

  3. Natalia Fong

    Pedro,

    es la primera vez que participo en esta red de comentarios, así que no sé cómo funcione a ciencia cierta pero me gustó tu artículo, seguí buscando y llegué a leer el que escribiste sobre los cínicos ya hace tiempo. Dejé mi comentario al pie de aquél otro artículo así que espero llegues a leerlo.

  4. Pedro Trujillo

    «Vulgar» tiene la acepción de «conocimiento popular» o «corriente» no sé por qué quieren leerlo como un insulto. Decir «prole»es sencillamente eso.

    yo no propongo fundamentos, ahí están los autores citados y desde Fourier a Marx se pueden encontrar esas respuestas que buscas.

  5. «La pereza, el ocio. Se trata de un arte. Un arte difícil y, creo sinceramente, no apto para todos». Efectivamente, no es un arte apto para todos, por la simple razón de que hay gente que jamás sabrá lo que es el ocio. Entiendo al lector foca, y no creo que sea «vulgar» lo que dice.

    Y sobre la «ética de trabajo que permita crear espacios de ocio para todos», ¿qué fundamentos propones como base para crear «eso»? Hoy por hoy, para que alguien tenga un verdadero tiempo pleno de ocio, necesita liberarse de esas lastimosas actividades que implican ganar dinero para… tú sabes, sobrevivir y todo eso. Y hay gente que nunca podrá hacerlo.

  6. La vida no se gana, se escoge, si piensas que solo con sudor y trabajo duro puedes alimentar y sacar adelante a la familia, estas en un error, cuando se a visto que el que trabaje más viva mejor…, de ahi la diferencia entre quien siempre será un empleado o un empresario, lo comento con el animo de compartir ideas, y no de ofender, ni etiquetar con palabras como vulgar o prole, el trabajo es una actividad intrinseca en la mayoria, pero a mayor inversion en tiempo al trabajo, se destina menos tiempo a la creatividad y a la busqueda de otras opciones de vida.

  7. Pedro Trujillo

    Paul Lafargue estaba lejos de ser lo que llaman «pequeño burgués», era marxista.
    Por otra parte, parece que no se ha entendido cuando se hace referencia a una ética de trabajo que permita, justamente, crear espacios de ocio para todos… lo que, supongo, vulgarmente el lector (foca) llama «prole».

  8. Refelxiones de pequeños burgueses acomodados. Si tuvieran que buscarse la vida para alimentar y cuidar a su prole todos los días se dejarían de tantas tonterias.

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