El asedio a la modernidad

El irracionalismo antioccidental

El “espíritu del tiempo” intelectual de las últimas décadas se define por el abandono de la sociedad occidental de todo lo que significaron sus rasgos distintivos: el racionalismo, la creencia en la ciencia y la técnica, la idea de progreso y modernidad. A la concepción objetiva de los valores se opuso el relativismo; al universalismo, los particularismos culturales.

Ilustración de Tiago Hoisel. www.oldskull.net/2012/02/tiago-hoisel/

Ilustración de Tiago Hoisel. www.oldskull.net/2012/02/tiago-hoisel/

Este ensayo* se propone la crítica de ciertas ideas predominantes en amplios sectores de la intelectualidad desde los fines de la década del cincuenta —aunque sus antecedentes vienen de más lejos, que alcanzaron su apogeo en los años sesenta y setenta, y que todavía no han perdido vigencia. Al reunir la diversidad de las corrientes de pensamiento —existencialismo heideggeriano, nietzscheanismo, estructuralismo, antropología culturalista, funcionalismo sincrónico, psicoanálisis jungiano y lacaniano, orientalismo, posestructuralismo, deconstructivismo, posmodernidad— soy consciente de caer en lo que los preceptistas llaman enumeración caótica, o en el procedimiento de la amalgama que consiste en confundir a todos los adversarios en uno solo para combatirlo con más facilidad. Intentaré mostrar cómo, más allá de los matices y aun diferencias y oposiciones, hay rasgos en común; será necesario distinguir, dialécticamente, lo diferente en lo similar, y lo similar en lo diferente.

El “espíritu del tiempo” intelectual de las últimas décadas se define por el abandono de la sociedad occidental de todo lo que significaron sus rasgos distintivos: el racionalismo, la creencia en la ciencia y la técnica, la idea de progreso y modernidad. A la concepción objetiva de los valores se opuso el relativismo; al universalismo, los particularismos culturales. Los términos esenciales del humanismo clásico —sujeto, hombre, humanidad, persona, conciencia, libertad— se consideraron obsoletos. La historia perdió el lugar de privilegio que tuvo en épocas anteriores, y fue sustituida, como ciencia piloto, por la antropología y la lingüística, y sobre todo por una antropología basada en la lingüística. Al mismo tiempo surgieron ciencias nuevas, la semiótica, la semiología, o seudociencias como la “gramatología”, las cuales no se ocupan de ningún contenido y se reducen tan sólo al “discurso” que es, según parece, de lo único que se puede hablar.

Cada época elige otra en el pasado para hacer de ella una fuente de modelos. El historiador George Duby se lamenta de que en su juventud esa referencia fundamental era el siglo XVIII, el Siglo de las Luces, de la Razón, en tanto que ahora éste ha sido desplazado por el resurgimiento del siglo XIX, donde se encuentra desde el romanticismo exuberante hasta las raíces de la irracionalidad.

No es una mera erudición de monografía académica lo que me lleva a rastrear minuciosamente la historia de las ideas remontándome hasta el siglo XVIII y en algunos casos más atrás, incluso hasta la Antigüedad clásica; con ello me propongo mostrar que lo que se presenta hoy como post sólo es un pre. Jurgen Habermas, en los párrafos elegidos como epígrafe, sostiene que los posmodernos no hacen sino renovar los viciosos ataques del prerromanticismo y del romanticismo del siglo XIX a la Ilustración y al Iluminismo.

Por otra parte, y al mismo tiempo que se iba disolviendo el mito del stalinismo, surgían otros mitos políticos sustitutivos como el tercermundismo, el maoísmo y el guevarismo. Por ese lado el terreno estaba también preparado para el recibimiento triunfal de la antropología estructuralista con su exaltación del “pensamiento salvaje”, su idealización de los pueblos primitivos, su rechazo de la universalidad, la unidad y continuidad de la historia.

Es curioso que esta corriente de pensamiento tenga su centro de difusión en París y sus principales representantes se consideren pensadores de avanzada, de izquierda, rebeldes y hasta revolucionarios, pero su fuente de inspiración es la vieja filosofía alemana de la derecha no tradicional. También Habermas observó la paradoja de que, cuando, por primera vez y como consecuencia de la derrota del nazismo, el pensamiento alemán abandonó sus tendencias antioccidentales y aceptó abiertamente el racionalismo y la modernidad, le llegó desde París, presentado como la última novedad, el retorno de las ideas autóctonas de las que trataba de alejarse. Los alemanes debían ahora volver a leer a Nietzsche y a Heidegger, traducidos del francés.

De otros autores alemanes en cambio no se habla ahora, pero la deuda no es por eso menor, tal el caso de Spengler, que predijo cincuenta años antes que los posmodernos la decadencia de Occidente. Fue también el primero en disgregar la unidad y la universalidad de la historia en círculos cerrados e incomunicables, como luego harían los estructuralistas y los culturalistas.

¿A qué se debe esta extraña trasmutación del pensamiento reaccionario en revolucionario, de la derecha en izquierda, de lo represivo en supuestamente liberador? Para explicarnos este fenómeno de la filosofía contemporánea es preciso remitirnos a la coyuntura política de donde surgió. No es un puro azar que uno de los hombres claves de esta manera de pensar, Claude Lévi-Strauss, después de una larga carrera académica más bien oscura, haya conocido sus primeros éxitos masivos entre 1956 y 1958, años del comienzo del derrumbe del mito stalinista, tras el informe Krushchev en el XX Congreso, y el principio de la disolución del bloque llamado “socialista” con las rebeliones polaca y húngara.

A los orgullosos intelectuales franceses —y también de otros lugares— que durante largos años y en contra de toda evidencia, habían confundido a Stalin con Marx, y al sentido de la historia con el destino del stalinismo, en lugar de responsabilizarse por el error cometido, les resultó menos hiriente para su narcisismo considerar que no eran ellos, sino la historia misma la que se había equivocado, o mejor aún, que no había sentido alguno en la historia, o, al fin, que no había historia para nada. Su escepticismo y su nihilismo estaban en proporción directa a su extasiada devoción de ayer. En esa particular circunstancia estaba a mano una doctrina que cuestionaba precisamente el concepto mismo de historia; el estructuralismo le venía ya bien predispuesto, como esperando su demanda.

Por otra parte, y al mismo tiempo que se iba disolviendo el mito del stalinismo, surgían otros mitos políticos sustitutivos como el tercermundismo, el maoísmo y el guevarismo. Por ese lado el terreno estaba también preparado para el recibimiento triunfal de la antropología estructuralista con su exaltación del “pensamiento salvaje”, su idealización de los pueblos primitivos, su rechazo de la universalidad, la unidad y continuidad de la historia. El relativismo cultural, la primacía de lo particular sobre lo universal, daban razones filosóficas a los nacionalismos, los fundamentalismos, los populismos, los primitivismos, las distintas formas de antioccidentalismo, el orientalismo, la negritud, el indianismo. Hay pues una sutil, secreta coherencia en esa mezcla rara de filosofías académicas sumamente esotéricas e iniciáticas con movimientos revolucionarios que pretendían expresar a masas analfabetas y primitivas, aunque, en realidad, sus portavoces eran los profesores y alumnos de aquellas mismas universidades de elite.

Juan José Sebreli

Ya hacia fines de la década del setenta esta corriente de pensamiento comenzó a mostrar sus debilidades, el sólido edificio político en que se apoyaba empezó a agrietarse. El paso del tiempo mostró lo ilusorio de las expectativas suscitadas por los movimientos tercermundistas, incluidos los guerrilleros. Después de su “Revolución Cultural” —clímax del irracionalismo del siglo— China hizo un espectacular vuelco hacia Occidente. La integración económica a nivel mundial, el apogeo del reformismo socialdemócrata y el desmoronamiento final de los capitalismos burocráticos de Estado llamados “socialismos” son otros tantos procesos que dejaron sin base material a las doctrinas que exaltaban los particularismos antiuniversalistas y proclamaban el fin de Occidente.

Las izquierdas pasaron a ser las derrotadas en este giro de la historia, cuando en realidad les hubiera correspondido a ellas, por derecho propio, dar la batalla contra las expresiones del irracionalismo y del relativismo tanto en la teoría como en la práctica. Tenían para apoyarse su propia tradición clásica, la de Hegel y Marx, que constituyeron la culminación del racionalismo occidental. Por tratarse de autores a los que hoy pocos se animan a reivindicar, debo aclarar que me refiero por cierto a un Hegel muy distinto del precursor del totalitarismo que quieren presentar sus críticos liberales, y a un Marx que nada tiene que ver con el que imaginan sus adversarios, y menos aún con el de quienes se llaman marxistas en nuestro tiempo.

Las izquierdas no pudieron recoger la herencia de su prestigiosa tradición porque gradualmente, a partir de 1930, la habían tergiversado hasta hacerla irreconocible —a través del stalinismo—, o en el caso de la nueva izquierda de los años sesenta, la habían abandonado, lisa y llanamente, para pasarse, dejándose llevar por la moda, a las corrientes irracionalistas opuestas al pensamiento crítico y dialéctico, en un intento enloquecido de sintetizar a Marx y a Nietzsche.

Los escasos esfuerzos que se hicieron desde la izquierda para atacar el pensamiento irracionalista identificándolo con la derecha política —El asalto a la razón de Georg Lukács o El pensamiento de derecha de Simone de Beauvoir—, pese a sus aciertos parciales mostraron serias limitaciones, en un caso por adoptar una perspectiva igualmente irracionalista como era el stalinismo, en el otro por no advertir que muchos de los mitos que se condenaban en el pensamiento de derecha eran compartidos también por la izquierda.

La degeneración de las izquierdas en la segunda mitad del siglo XX hizo que la crítica al relativismo cultural fuera abandonada en manos de algunos liberales, a veces simplemente conservadores, como Karl Popper, Alan Bloom o Jean François Revel. Aunque coincido con estos autores en un punto particular —la crítica del relativismo cultural— no me identifico con el conjunto de sus ideas, y aun el acuerdo se debe a diferentes razones. Sería, por lo tanto, un paralogismo inferir de un solo aspecto en común la concordancia con el conjunto.

Por otra parte esta coincidencia tiene también sus razones históricas. Del mismo modo que la izquierda autoritaria suele coincidir con el fascismo —los une el odio común a la democracia política y a la libertad individual—, un auténtico conservadurismo, que tome en serio la tradición del humanismo clásico burgués y se oponga al fascismo y a todo nihilismo de derecha, puede estar más cerca de una izquierda democrática que no niega esa tradición sino que quiere superarla, en el sentido dialéctico de conservar parte de lo que se cambia.

La degeneración de las izquierdas en la segunda mitad del siglo XX hizo que la crítica al relativismo cultural fuera abandonada en manos de algunos liberales, a veces simplemente conservadores, como Karl Popper, Alan Bloom o Jean François Revel.

¿Desde qué perspectiva criticar a las izquierdas y a las derechas, a lo uno y a lo otro? En otra parte me definí como un marxista proscripto, un militante sin partido, un socialista solitario. Soy, no obstante, consciente de los peligros que esta posición implica: el delirio de presunción del “alma bella”, la tentación del profeta que se retira a lo alto de la montaña para imprecar desde allí a los hombres que actúan. Hay que desconfiar de la originalidad absoluta, nadie piensa en el vacío, todo pensamiento es expresión de su tiempo y ningún hombre puede jamás escaparse totalmente de su época. Las ideas contra la corriente forman a su vez parte de otras corrientes, sólo que éstas permanecen subterráneas, ocultas o dispersas, pero están destinadas a aparecer, a hacerse notar en el momento en que la situación madure. Las ideas que aquí se exponen ya están en el aire; por aquí y por allá aisladamente, van apareciendo expresiones de esas contracorrientes, con las que puedo sentirme afín, en algunos aspectos: Habermas, El discurso filosófico de la modernidad; Marshall Bermann, Todo lo sólido se desvanece en el aire; Agnes Heller y Ferenc Feher, Anatomía de la izquierda occidental; Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento, y seguramente muchos otros que están escribiendo en estos momentos en distintas partes del mundo y que desconozco.

Algunas de las ideas que ahora comienzan a aflorar fueron esbozadas en mis libros anteriores, en épocas en que era difícil sostenerlas porque lo que se criticaba no era tan evidente como lo es hoy. Debo reconocer que me he concentrado obsesivamente durante treinta años sobre los mismos problemas, y este libro intenta ser una síntesis abarcadora, un punto de llegada, aunque sólo sea un nuevo punto de partida. Esa persistencia de temas e ideas, pese a los muchos cambios a lo largo de mi evolución intelectual, más que discontinuidades y rupturas, muestra un proceso de profundización de un pensamiento que estaba en germen desde el comienzo.

Si, como trato de mostrar, contra la interpretación historicista, el lugar y la fecha de nacimiento de las ideas no limita su objetividad y validez universal, al mismo tiempo debe admitirse que la elección de los temas, la formulación de las preguntas —aunque no de las respuestas— está condicionada por la situación, por el lugar en el mundo desde donde se las hace: ser un escritor sudamericano y a la vez habitante de Buenos Aires constituye una situación peculiar, ya que esta ciudad difiere del resto del continente. No existieron en la región rioplatense grandes culturas precolombinas ni tampoco una importante sociedad colonial hispánica como en México o Lima. La mayor parte de la población desciende de las corrientes inmigratorias europeas de fines del siglo XIX, a las que se sumaron los exiliados políticos de guerras y persecuciones. Esto hizo que Buenos Aires, a pesar de su desfavorable situación geográfica, llegara a constituirse en un cruce de caminos de diversas culturas. En esas condiciones únicas en el continente la apertura a todas las ideas, el anhelo de asimilar el acervo de todo el mundo fue la actitud distintiva de su intelectualidad. Pero al mismo tiempo y como defensa ante ese cosmopolitismo se dio también la corriente diametralmente opuesta, la de un provincialismo resentido, un nacionalismo xenófobo obsesionado por la defensa de una identidad supuestamente amenazada desde afuera. Un intelectual argentino de mediados del siglo XX se vio empujado por esas dos corrientes centrípeta y centrífuga. Pero lo que puede parecer una peculiaridad meramente local, estaba vinculado a tendencias generales dominantes en el mundo. Paradojalmente, aquellos que en mi país o en el resto del tercer mundo atacaban a Occidente, no tenían más que ir a buscar argumentos en una de las tradiciones occidentales, la del irracionalismo antioccidental. Del mismo modo la defensa de la racionalidad, la universalidad, la modernidad —desde este confín de la Tierra— implica una contradicción, una paradoja, una ironía histórica: rehabilitar la tradición progresista occidental a pesar y en contra del pensamiento predominante hoy en Occidente denunciando desde la perspectiva de sus valores, el incumplimiento, la traición o la abjuración de los mismos. ®

* Introducción a El asedio a la modernidad [Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1991; si deseas adquirirlo, pulsa aquí.

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Publicado en: Destacados, Filosofía contemporánea, Julio 2012

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  1. Sera posible una acuerdo entre el relativismo y la modernidad?

    Yo me entere de la posmodernidad por un libro de Tomas Ibañez en el que al final llegue a la conclusion de que el relativismo necesita de gente educada o cuando menos informada acerca del relativismo si no este sera usado como plataforma para dominar o de dicho de otra forma de que nos dejaria mas a merced de la ley del mas fuerte.

    Esta es una graciosa ilustracion creo de este tema http://www.taringa.net/xblackflag/mi/xsuM

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