En algún punto previo al primer poblado de Durango apareció un campamento de militares. Ahí estaban las diez o doce unidades que yo había visto pasar enfrente de la gasolinera donde me había dejado el primer autobús. Subieron dos militares que nos solicitaron el desalojo de la unidad y dejar en los asientos los enseres personales.
uno.
Ahora que he regresado a casa puedo exponerte los hechos como fueron, Hilario. Tú sabes que estuve nueve días en un puesto de la Feria del Libro de la ciudad. Fue un espacio destinado de forma gratuita a los libreros locales. No sé si fue ganado o no a pulso pero me cedieron una franja de 3 x 3 metros cuadrados como un apando, es decir, una celda de castigo para los reos conflictivos en la antigua cárcel de Lecumberri. Espacio a un tiempo sagrado y maldito en la noveleta de José Revueltas. Al término de la feria, por cuestiones administrativas y compromiso con mis proveedores, pospuse una salida de fin de semana de la ciudad. Salida que se concretó la tercera semana de septiembre. ¿A dónde encaminé mis pasos? A Durango, un pueblo ubicado al norte de Zacatecas, a cinco horas en camión o unos quinientos kilómetros de distancia con escalas en cinco pueblos intermedios.
dos.
Para este viaje hube de levantarme a las seis a.m. del sábado pasado y con la maleta dispuesta desde el viernes. La idea era permanecer dos noches y volver a casa el lunes a media tarde. Llevaba en una bolsa dos mudas de ropa y en la maleta una caja con devoluciones a mis proveedores universitarios en Durango. Te hablo, Hilario, de alrededor de cincuenta títulos sin considerar el tomo de tus apuntes “Brooklyn en blanco y negro, Diario 2008-2009”, más dos paquetes de películas de Chaplin y Sherlock Holmes para dos clientes probables y una novela de Lobo Antunes para Fernando. Después de una escala dilatada en el primer poblado, Fresnillo, llegamos al segundo, en donde bajé, sin avisarle al conductor, que también bajó a checar en la oficina de O. de M., en el área de una gasolinera. Fui a la tienda de al lado de donde salí con un café y una coca-cola. El camión pasó frente a mis narices, en el área de expendio del combustible. Pero no se detuvo. Creí que lo haría fuera de la zona de servicio y lo seguí. Pero tampoco lo hizo. En el maletero se iba la caja con los libros para devolución y en el asiento 16 la bolsa de mano con tu libro enviado de Brooklyn y el cine mudo de Charlot y los DVD con las versiones antiguas del detective inglés. ¡Ay, sin ventura de mí!
tres.
Ya abajo cada pasajero recogió su maleta, maletín, mochila o caja de cartón del maletero para que pasaran el detector de objetos peligrosos, mientras que los perros entrenados exprofeso olfateaban aquí y allá sin distinción de sexo o inclinaciones de cada quien y cada cual.
El encargado de la oficina de O. de M. escuchó mi caso, me pidió el comprobante de boleto y el talón de la maleta en el maletero. De su móvil llamó a Sombrerete, donde el camión haría la tercera escala antes de salir de territorio zacatecano e internarse en el territorio del estado vecino. Pidió que ahí bajaran mis cosas y las retuvieran hasta mi arribo en la siguiente corrida, una hora más tarde. Mientras esperaba el transporte enviado por los dioses protectores salí a fumar y a caminar trazando ochos como el tigre del solterón López Velarde y Berumen, cuando hice como que me serenaba —imaginé que en mi ausencia alguien escondería mercancía restringida en la maleta en los espacios vacíos de ésta y la bolsa de mano, donde yo llevaba la muda, el cargador del móvil, el champú, el rastrillo, los juguetes sexuales, los calzones rojos para mantener la flama de la ilusión encendida, etc. Cuando supuse que recobraba la cordura y el equilibrio —¡Ay, sin ventura de mí!—, conté los jeeps y tráileres que trasladaban a militares con armas largas y pasamontañas, creo que conté entre diez y doce, que patrullan los límites y colindancias de Zacatecas y Durango, asolados por. Pero la siguiente corrida de la empresa de pasajeros llegó con cuarenta minutos de retraso. Por supuesto, el operador me regañó: su error fue que no avisó que iba a la tienda, al WC, a tomar aire, a fumarse un cigarro o a comunicarse a casa por X o Y asunto. A todo le respondía que sí; que fui un torpe, un distraído o una bestia, le confesé. Me dijo que abordara la unidad y que buscara asiento hasta el fondo, cerca del escusado. Así lo hice. La película en la video llevaba como una hora de iniciada y mejor contemplé el paisaje del semidesierto. En Sombrerete, a media hora de camino, me entregaron mis cosas e inmediatamente las llevé a sus lugares: el maletero y el asiento del fondo.
cuatro.
En algún punto previo al primer poblado de Durango apareció un campamento de militares. Ahí estaban las diez o doce unidades que yo había visto pasar enfrente de la gasolinera donde me había dejado el primer autobús. Subieron dos militares que nos solicitaron el desalojo de la unidad y dejar en los asientos los enseres personales, que serían revisados. Nadie chistó, sólo permaneció en su asiento un anciano de más de ochenta años que apenas podía con su estuche. Ya abajo cada pasajero recogió su maleta, maletín, mochila o caja de cartón del maletero para que pasaran el detector de objetos peligrosos, mientras que los perros entrenados exprofeso olfateaban aquí y allá sin distinción de sexo o inclinaciones de cada quien y cada cual. Cuando dirigí la vista al punto donde aparecía mi maleta sobre los rodillos metálicos escuché la pregunta del uniformado verde olivo: ¿Es suya esta maleta, señora? Le respondí afirmativamente e imaginando lo peor, me acerqué. ®
EMA
Felicitaciones Uriel, la imagen que proyectas sobre el constante viaje de nuestros tiempos, multiplica las historias y las devela como una silueta que recorre nuestro país. Podría decir que tu historia es parte ya de nuestros viajes cotidianos a lo infinito y al pasado hecho presente y futuro en un tiempo estático, que alimenta nuestras formas de reconocer en otros nuestra propia existencia.
Buena ventura y suerte para el siguiente viaje.
P.D. Nunca olvides dejar una hoja con un texto que les recuerde a quien esculca sin permiso alguno las cosas de los demás, que está advertido de encontrar lo que no desea descubrir.
Eduardo Gutiérrez
¿En qué momento la literatura se ha convertido en un viaje hacia Allá? En estos instantes, me pregunto si lo que he leído se ha vuelto hacia horizontes que se (des)dibujan y crean montañas perdidas en las verticales. La literatura es, ciertamente, un viaje hacia nuestra condición humana, aunque muchas veces es resaltada con la crueldad o la frialdad de un frigorífico. Hace unas semanas, me encontré con un escritor de mi ciudad, Uriel Martínez, amigo de mi familia desde que tengo memoria (o, mejor dicho, siempre ha estado ahí, aunque jamás me quise preguntar sobre el origen de la amistad entre él y mi padre, pues es irrelevante). Irrelevante como este paso introductorio que he escrito en menos de quince minutos. Decía que Uriel Martínez me dio la noble tarea —digo noble porque siempre lo he considerado un escritor con carácter y ya con un camino recorrido que, a diferencia de su servidor, apenas da los primeros pasos— de comentar el cuento (¿o relato?) El autobús que me dejó.
He de confesar que peco de inoportuno e incluso de prejuicio, pues el título me recordaba más a una novela de Orhan Pamuk —La vida nueva— que al claro juego referencial a Lo que el viento se llevó, aunque estas referencias son, básicamente, tomadas de pelo hechos por mi propia experiencia, aunque, en cierta medida, por algo me recordó. El tema, he ahí lo esencial de esta pieza literaria es el viaje. Por supuesto que hilo este cuento con Pamuk por la idea del viaje en autobús y las constantes paradas en pueblos olvidados y por desaparecer.
Tal vez la primera imagen al leer el cuento fue una propia construcción o, en otras palabras, apropiación del mismo, enfocado en mis propios viajes hacia el interior de la república mexicana. Lo tormentoso que resulta estar sentado por horas en un autobús, los filmes tan ordinarios y fútiles que son ya insignificantes cuando el conductor las coloca en las pantallas y, por otro lado, lo maravilloso que son las pinturas campiranas de ese México que está siendo devorado por las constantes imágenes o cuadros de costumbres donde hay militares, armas, narcotráfico y sangre. He ahí lo que despierta El autobús que me dejó: un volver hacia los orígenes rurales de mi propio estado, sin olvidar que el presente continua, reflejando las acciones de un presidente que, gracias a los ángeles, está por irse. Como tal, la obra va encaminada a construir un cuadro de lo que ahora es nuestro estado, sin satanizar (¿o volver cotidiano?) a los soldados con sus vestimentas y sus armas largas. Sin embargo, ese cuadro tiene un rumor que colinda con el humor, sí, un humor que se construye sutilmente, llamando a clientes frecuentes o amigos del personaje narrador. Humor que va creciendo como la escarcha o la espuma del champán, hasta borrar las imágenes que, para un lector contemporáneo que ha vivido la violencia actual, se han construido alrededor del militar.
Otro acierto de este cuento es el lenguaje, que intenta reproducir, como lo ha hecho siempre la escritura, la oralidad. Ante esta escritura, el lector se enfrenta a un pasado que puede insertarse en los cánones de una literatura mexicana de la centuria pasada, no por ser despectivo, pero con un toque de lo contemporáneo. Es decir, El autobús que me dejó se inserta entre el pasado —por el lenguaje, principalmente, y los cuadros— y el presente —retratada en los militares. ¿Es acaso El autobús que me dejó un cuento postmoderno?
Fernando
Se me hace que lo que te dejó fue el tren…
Jerónimo
Felicitaciones, Uriel. Fui y vine a Sombrerete en calzones rojos.
Si hay una segunda parte pudiera llamarse «Daños colaterales (de la memoria)».
Jael
Desventurado de ti, Uriel. Tuviste suerte: tus enseres pudieron terminar en manos del chofer. En manos del viejito que apenas podía con su estuche…
Fernando AC
Tu relato nos describe tal cual, nuestros miedos y paranoias actuales, y nos hace -en su brevedad- vìctimas del misterioso desenlace, que nos obligas a imaginar. Yo supongo que el soldado que abriò la maleta y neceser de la dama culta -pero fetichista- que creas a tu imagen y semejanza ,se quedò helado con el consolador rèplica del pene de Nacho Vidal, pero que por verguenza se hizo como que la virgen le hablaba, y la dejò seguir a Durrancho. En agradecimiento ella le regalò el libro de Lobo Antunes que llevaba para un tal Fernando, por lo que quedò en deuda con èl que la recibiò y diò alberge en su oficina, donde se apropiò durante dos dìas del equipo de còmputo con internet..
Sergio Ortiz
Felicidades Uriel. Ya todos los reconocimientos están descritos por Maria de Jesús Salazar y Javier , me adhiero a ellos, lo único que me resta decir es que toda mujer se vuelve loca sin su neceser.
María de Jesús Salazar
Querido Uriel:
Me ha gustado mucho tu relato-cuento-poema in extenso-testimonio. Soy una asidua lectora tuya. Me parece estupendo que andes por el mundo como un «Pípila» o como un Sisífo; pero con carga librezca. Gracias. Te dejo un saludo aquí, que sé que te llegará. La semana pasada fuí a Tepetongo, y pregunte por tí a los que te conocen para dejarte saludos, no saben mucho. En lo que sí coinciden es que eres un hombre extraño y que cuando se te ve por el pueblo de S.S. vas muy abstraído y poco saludas.
MJ
javier
Poeta, quizá sería mejor que, a partir de hoy, decidieras viajar sobre el amoroso lomo de un jamelgo simulando ser poeta agricultor o agricultor poeta (como tu amigo Llamas), pero, como siempre, se impone el deseo ardiente de la experiencia y loo idóneo es hacer el periplo sobre un maquillado y democrático O de M. ¿No crees que viajas con demasiada ropa y enseres amorosos? Pero como siempre, lo tuyo son los arrebatos escénicos y la grandeza desconocida.
Un saludo.
H. Barrero
Recibo la carta, Uriel. Gracias. Llega sin sello y con el sobre abierto. Al abrir el buzon y meter la mano para recogerla me han mordido los dedos perros rabiosos. Me estan creciendo rosas envenedadas.