El canto de las arenas

Obra fotográfica de Alfredo De Stéfano

Líneas, pliegues monstruosos, lejanías insondables, brumas donde se desdibuja todo afán humano. Moles de polvo o de piedra donde la sombra del hombre es apenas silueta infinitesimal.

Where sun is god and god eats life.
—Lawrence Ferlinghetti

Atacama. Dos rocas, 2014.

Más que el desierto, el horizonte.

Contemplo la serie que a lo largo del mundo Alfredo De Stéfano (Monclova, Coahuila, 1962) ha buscado–capturado–construido–mirado y vuelven a mí los ecos que este tema despliega y provocó antes en infinidad de artistas a lo largo de los siglos: su presencia en los textos sagrados de casi todas las culturas de la antigüedad hasta proyectos interdisciplinarios como el del poeta chileno Raúl Zurita.

Atacama. Ofrenda de sangre a Licanbur, 2014.

Pienso en Ansel Adams quien —en un afán de registro firmemente documental— intentó atrapar su majestuosidad inhumana, mientras por los mismos años su coterránea Dorothea Lange retrató de manera indirecta sus efectos en el éxodo humano del hambre y el sufrimiento de los norteamericanos más depauperados; o la pintora Georgia O’Keeffe, quien se quedara a vivir en él durante más de una década, poetizando sus colores, resumiendo sus pliegues y formas en pinturas que inauguraron todo un estilo y una visión de la naturaleza salvaje —espejo contrapuesto a la obra paisajística de su esposo, el también fotógrafo Alfred Stieglitz.

Hablemos de Arthur Rimbaud o Sebastiao Salgado, el desierto como tema, ya la vemos, es infinito.

El cielo protector

Es desde la década del noventa cuando la búsqueda artística de este fotógrafo coahuilense lo llevó a los confines del mundo, buscando un puñado de imágenes que resuman posibilidades y discursos diferentes a los que ya atisbaron otros.

Puna. Los profetas, 2012.

Afirma Alfredo que el famoso “instante decisivo” del documentalista Cartier–Bresson para él es distinto:

Ese instante es una cuestión relativa. Lo mío son horas de estar en el desierto, por lo menos lo que tiene que ver con mi obra, estar en el desierto esperando la luz adecuada, la intervención que hago en el espacio. Entonces, el instante puede ser en el clic de la cámara, pero ésa es la parte mecánica de la fotografía, y ése no es el concepto.
Eso toma mucho tiempo.
Para mí planear una fotografía toma a veces meses, semanas u horas.1

Atacama. Tapete de ceniza, 2014.

El periodista cultural Fernando Benítez, investigador de la naturaleza de nuestro país él mismo y viajero irredento, dijo ante el desafío de un espacio como éste:

La inmovilidad y el silencio propio de los desiertos son agobiantes y las montañas desnudas al fondo, unas montañas de suaves pliegues minerales, sobreponen un nuevo silencio, una nueva inmovilidad, una sensación de intemporalidad absoluta.2

Chihuahua. La nube, 2012.

Frente a los fotografías hechas porDe Stéfano estamos pues ante una suerte de indagación del espacio. Una búsqueda que lo ha llevado hasta Australia, Namibia, el Oeste norteamericano —Utah, Nuevo México—, el Sahara, Chile, Perú, India, Mongolia e Islandia.

El no vacío

“Mis desiertos”, serie construida a lo largo de exploraciones ininterrumpidas a lo largo del globo, apoyadas en un inmenso despliegue logístico y trabajo de planeación y gestión anticipada durante años —la cual a partir de 2008 ha designado como “Tormenta de luz”— pretende confrontar el extendido lugar común del desierto como un espacio vacío. Una idea durante mucho tiempo difundida desde la literatura por autores como fray Luis de León, donde éste es un limbo de castigo y sufrimiento, o el teórico ambientalista estadounidense Paul Shepard, que lo volvió metáfora de lo inabarcable:

La constancia de experiencia en el desierto es en efecto la privación sensorial. Ésta es la saturación de la soledad, el último proyecto de vacío, necesitado de valor y sanidad para enfrentarlo. Trae introversión, contemplación, alucinación. Espacio, tiempo y silencio son las metáforas de lo eterno y lo infinito.3

Sahara. Momia roja en desierto blanco, 2008.

Es en este infinito donde De Stéfano y su mirada nos sumergen en la contemplación y la desmesura.
Líneas, pliegues monstruosos, lejanías insondables, brumas donde se desdibuja todo afán humano. Moles de polvo o de piedra donde la sombra del hombre es apenas silueta infinitesimal.

Islandia, Anillo de fuego. 2011.

Imágenes como sueños y delirios donde se transpira ese aire denso de la montaña nevada o el brillo inclemente del sol como un cuchillo, su ubicuidad reverberante.

El fulgor, la disolución

Esa posibilidad de disolución y de infinito que lo mismo cegó a Rimbaud o fascinó al novelista Paul Bowles se trasvasa en la obra del fotógrafo coahuilense.

Sahara. Pirámide, 2008.

Porque mucho más allá de la intención documental, el potente proyecto conceptual de este artista —llevado literalmente hasta el límite— se alimenta lo mismo del propio paisaje que de guiños al land art, la instalación, la intervención y, por qué no, una suerte de poética antropológica.

Islandia. Glaciar, 2011.

Uno de nuestros últimos poetas modernistas, el potosino Manuel José Othón, en su famoso “Idilio salvaje”, tradujo este desolado espacio como una inmensa metáfora de la imposibilidad del amor, de la más arrasadora pasión y cifra del dolor humano:

Mira el paisaje: inmensidad abajo,
inmensidad, inmensidad arriba:
en el hondo perfil, la sierra altiva
al pie minada por horrendo tajo.

Bloques gigantes que arrancó de cuajo
el terremoto, de la roca viva;
y en aquella sábana pensativa
y adusta, ni una senda, ni un atajo.

Por otro lado, contemporáneo de nosotros, el chileno Raúl Zurita lo equiparó a la imposibilidad del sueño:

El desierto de Atacama sobrevoló infinidades de desiertos para estar allí.
No sueñen las áridas llanuras
Nadie ha podido ver nunca
Esas pampas quiméricas.

Aun así, la obra del coahuilense expande mucho más allá nuestra noción del desierto. Complementa, contradice y amplía ahora sus recursos en un proyecto cinematográfico conjunto con el cinedocumentalista Everardo González.

Islandia. La banca, 2011.

Porque esa huella del hombre puesta en los desiertos del mundo —árboles sangrantes, tapices de ceniza, voces de profetas— son más que fotografías, un resumen y un símbolo.

Namibia. Solo, 2011.

Un discurso que a través de formas universales y complicadamente simples alcanza dimensiones oníricas, más que textuales, profundamente humanas, es decir, metafísicas. ®

Notas

1 Entrevista con Carolina Martínez, Vanguardia, noviembre de 2017.
2 Benítez, Fernando, Los indios de México, México: Era, 1989.
3 Shepard, Paul, Environ/mental: Essays on the Planet as Home, Boston: Houghton Mifflin, 1971.

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Publicado en: Fotografía

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