El chocolate azteca de la emperatriz

Biarritz: religión, imperialismo, locura y hedonismo

En el siglo XIX el chocolate conoció su mayor expansión europea al calor del proceso de independencia de las naciones latinoamericanas y de los avances tecnológicos que permitieron el incremento y abaratamiento de la producción, y el descubrimiento de nuevas formas de procesamiento del cacao.

Preparación de chocolate en la vieja España.

Pimienta de Sechuán (con ese aroma tan característico a madera y limón), vainilla, miel, jengibre, café de Etiopía, pistaches de Irán, menta, Grand Marnier, naranja confitada, cointreau, almendras y avellanas, son algunos de los tantos ingredientes, la gran mayoría procedentes de tierras ajenas y lejanas, que matizan y ensalzan el sabor de la profusa gama de chocolates que se ven hoy en día elegantemente exhibidos en los escaparates de refinadas pastelerías en el centro de Biarritz.

Hay, incluso, rumbo al faro de esta pequeña y glamurosa ciudad, ubicada en la costa atlántica del País Vasco francés, un coqueto museo dedicado enteramente al chocolate, fundado años atrás por un renombrado y apasionado maestro chocolatero. La tradición de este manjar, de origen netamente mesoamericano e introducido inicialmente en Europa, a través de España, por los monjes benedictinos en la época colonial, cuenta con una historia de gran arraigo en esta comarca marítima del sur de Francia.

Biarritz era un antiguo pueblo tradicional de humildes pescadores balleneros hasta que fue descubierto a mediados del siglo XIX primero por el novelista Víctor Hugo y luego por doña Eugenia de Montijo, emperatriz de Francia, que lo adoptó de inmediato como balneario y lugar predilecto para su descanso. Encandilada con sus paisaje y su fresco clima, la emperatriz mandó construir enseguida un inmenso palacio (Villa Eugenia, antaño; Hotel du Palais, ahora) que pareciera —como espejismo— adentrarse, sumergirse y flotar en el mar sobre una cama fina de arena blanca, en el medio exacto de una extensa playa de más de seis kilómetros, delimitada a ambos lados por paredes verticales de pronunciados acantilados.

A partir del arribo de las cortes imperiales, el apacible poblado se transformó en un fausto enclave de pompa y esplendor, urbanizado con mansiones, palacetes, salones de juego, confiterías, jardines y teatros, donde se darían cita veraniega la alta aristocracia y realeza europeas, abocadas al lujo, el hedonismo y el esnobismo, con base en las pautas y tendencias de moda marcadas en el palacio por la influyente emperatriz.

Originaria de Granada, en la sureña Andalucía, legítima esposa de Napoleón III, la emperatriz Eugenia gustaba, además de las perlas y los diamantes, los pronunciados escotes plisados, las anchas crinolinas, los encajes y los sombreros ligeramente inclinados sobre un ojo, de las tertulias políticas y del chocolate.

Entre sorbo y sorbo, la emperatriz avivaba las pláticas sobre los más acuciantes y variados temas de la actualidad política y social: el derecho a huelga de los obreros recién organizados a la vera de la expansión industrial, la desgastante guerra contra Prusia, la construcción del canal de Suez en Egipto o, con especial apasionamiento, la humillante derrota de las tropas francesas en Puebla y la necesidad imperiosa de propiciar la instauración de una monarquía católica en el convulsionado México.

En la sala principal de amplios vitrales con vistas al océano, cuando empezaba a soplar el viento del atardecer, solía convidar a sus selectos invitados a un espumante chocolate que, cuidadosamente batido con un molinillo a la usanza americana, los criados servían luego en delicadas tazas de porcelana.

Entre sorbo y sorbo, la emperatriz avivaba las pláticas sobre los más acuciantes y variados temas de la actualidad política y social: el derecho a huelga de los obreros recién organizados a la vera de la expansión industrial, la desgastante guerra contra Prusia, la construcción del canal de Suez en Egipto o, con especial apasionamiento, la humillante derrota de las tropas francesas en Puebla y la necesidad imperiosa de propiciar la instauración de una monarquía católica en el convulsionado México; una monarquía que no solamente contrarrestara el protestantismo estadounidense cada vez más pujante, sino que también garantizara el aprovisionamiento de las preciadas materias primas (entre ellas, naturalmente, el codiciado cacao), tan importantes para las economías colonialistas–capitalistas incipientes como para el deleite del paladar de las clases pudientes de la Europa aristocrática.

La tradición del chocolate, de hecho, ya se había asentado discretamente en el corredor vasco de Bayona–Biarritz desde el siglo XVI, a raíz de que comerciantes y artesanos chocolateros judíos se habían establecido en la zona en busca de refugio, tras ser doblemente expulsados, primero de la España unificada bajo la férrea inquisición católica de Tomás de Torquemada y, luego, del vecino y aliado reino de Portugal, bajo el mando de Manuel I.

Fue en pleno siglo XIX cuando el chocolate conoció su mayor expansión europea al calor del proceso de independencia de las naciones latinoamericanas (que supuso la liberalización del comercio al romperse el control monopólico de la península ibérica) y de los avances tecnológicos que permitieron no solamente el incremento y abaratamiento de la producción, sino también el descubrimiento de nuevas formas de procesamiento del cacao, dando lugar al chocolate sólido, apto para moldearse en tabletas y finos bombones. Esos mismos bombones que los chefs pasteleros del palacio de Biarritz preparaban con esmero para ganarse la complacencia de la emperatriz.

Esa misma emperatriz, Eugenia de Montijo, que era ferviente veneradora de la Virgen de Guadalupe, a quien rezaba todas las mañanas de verano en su capilla personal a pocas cuadras de mar. Esa misma emperatriz que al inicio alentó con vehemencia la coronación de Maximiliano como emperador de México y al final, vencida, en pleno derrumbe de la quimera americana y el poder napoleónico, dio la espalda a la desesperada Carlota, la otra emperatriz, la que clamaba por salvar a como diera lugar su imperio en tierras aztecas; la misma, Carlota, que más tarde, viuda, sola y abandonada a sus delirios en el castillo de Bouchout, en Bélgica, soñaría con embadurnarse toda ella en chocolate para redimirse, transmutarse y volver a vivir:

Hoy ha venido el mensajero a traerme noticias del Imperio. Vino cargado de recuerdos y de sueños […]. Me trajo un puñado de arena de la Isla de Sacrificios, unos guantes de piel de venado y un enorme barril de maderas preciosas rebosante de chocolate ardiente y espumoso, donde me voy a bañar todos los días de mi vida hasta que mi piel de princesa borbona, hasta que mi piel de loca octogenaria, hasta que mi piel blanca de encaje de Alenzón y de Bruselas […], mi piel, Maximiliano, mi piel quebrada por los siglos y las tempestades y los desmoronamientos de las dinastías […] se caiga a pedazos y una nueva piel oscura y perfumada, oscura como el cacao de Soconusco y perfumada como la vainilla de Papantla me cubra entera, Maximiliano, desde mi frente oscura hasta la punta de mis pies descalzos y perfumados de india mexicana, de virgen morena, de Emperatriz de América [Fernando del Paso, Noticias del Imperio]. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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