Si un ciudadano de un Estado libre quiere conocer cuál es su estatus real en la sociedad basta con que necesite acceder a la justicia. Ahí medimos nuestra verdadera estatura: ante un juez, ante una ley siempre oscura, ante la impunidad del delito.
“Si el hombre sufriera lo que hizo, habría recta justicia”, dice Aristóteles en la Ética a Nicómaco. La impunidad se origina y está motivada por la imposibilidad de recibir castigo. Los crímenes existen porque la red para hacerlos impunes es más grande, organizada y efectiva que la débil e incongruente estructura que hay para castigarlos o prevenirlos. La justicia siempre está en desventaja. A eso se le aúna que la impunidad es un rasgo del poder. El impune está protegido, está resguardado, tiene alianzas; sabe, desde su posición, que lo que haga está libre de ser perseguido, juzgado o castigado.
Esta demostración es piramidal y se inicia desde las más elevadas esferas y se decanta hasta la cotidianeidad, hasta la mínima condición social. El poder se sabe impune, sabe que nadie por debajo de su condición tendrá capacidad para perseguir los delitos que cometa, así transcurrió el sexenio pasado, con la certeza de que la guerra inventada, dogmática y violenta del narcotráfico podría encubrir crímenes de toda naturaleza sin que éstos fueran castigados. Si hubiera existido una sola posibilidad de castigo esto jamás habría sido posible. Un crimen contra una sociedad entera, en complicidad con las facciones del narcotráfico, el encubrimiento de toda la estructura financiera que lava el dinero de los cárteles, se cometió al amparo de la apropiación de la ley a través del poder. El crimen para encubrir al crimen.
Mientras el crimen es absoluto, irreversible y casi siempre irreparable, la ley para castigarlo es relativa, sujeta a las más variadas interpretaciones y, además, con infinitas salidas para disminuir las penas o transformarlas. Esto sucede por una razón ética, que se desenvuelve en una pedestre cadena administrativa: no nos gusta ser castigados y negamos las culpas.
Mientras el crimen es absoluto, irreversible y casi siempre irreparable, la ley para castigarlo es relativa, sujeta a las más variadas interpretaciones y, además, con infinitas salidas para disminuir las penas o transformarlas. Esto sucede por una razón ética, que se desenvuelve en una pedestre cadena administrativa: no nos gusta ser castigados y negamos las culpas. La historia occidental está basada en mitos que parten de un castigo, universal, fulminante, y que se hereda, sin posibilidad de expiarlo. El castigo es la razón de ser de la humanidad misma. A partir de esa herencia fatídica nos dedicamos a evadirlo, a crear mitos y toda clase de argumentos que suplanten las razones reales de un crimen. Asesinar a una mujer es excusable: porque el hombre es más fuerte, porque ella es considerada una propiedad si tienen filiación, porque ella lo rechazó, porque lo engañó o porque a él le dio la gana; un crimen de pasión está justificado y tiene reducción de pena.
Desde argumentos culturales, religiosos o los muy subjetivos emocionales, el hombre tiene alguna forma de evadir la realidad de ser un asesino. De la misma forma un presidente tiene argumentos para iniciar una guerra sin razones, para darle poder asesino al ejército e implantar el caos en la población civil. Es una escala que crece y en la que la evasión de las responsabilidades es el objetivo. La ley existe porque existe la posibilidad de la injusticia y del delito, pero esta ley siempre se queda atrás de los crímenes. Las leyes, el sistema legal, nunca vislumbran lo que el ser humano es capaz de hacer. Con la inmensa trama de lavado de dinero del banco HSBC lo más que hicieron las autoridades en los países afectados fue aplicar una multa pues llegaron a la conclusión de que “Era demasiado grande para ser castigado”. La organización criminal fue más previsora, con más miras a largo plazo que la ley misma que no supo cómo crear una equivalencia entre delito y sanción. Estas debilidades de las leyes también se revelan cuando sucede el caso contrario: la pena desproporcionada, injusta e irracional. Estas penas, que pueden ser dentro y fuera del sistema legal, desde la que aplica un juez o el que designa el esposo sobre la mujer infiel o la muchedumbre que lincha a un ladrón, aquí la ley (estatal, tribal o social) se demuestra en su ineficacia y su falta de proporción.
Robar una tienda de conveniencia se paga con seis años de prisión, robar desde el escritorio de un banco carece de una estructura legal para ser perseguido. Crear las estrategias financieras que han quebrado a Europa no está penado, lo hacen doctores en economía desde las universidades. Si un hombre es responsable de implantar el caos que dejó más de cien mil muertes, que no cumplió uno solo de los demagógicos objetivos que enarbolaba, no hay una ley que le pueda ser aplicada ni un sistema legal preparado para hacerlo. Por eso se cometen los crímenes, porque el que manda nunca es igual al que obedece. La impunidad es parte de la desigualdad.
Si un hombre es responsable de implantar el caos que dejó más de cien mil muertes, que no cumplió uno solo de los demagógicos objetivos que enarbolaba, no hay una ley que le pueda ser aplicada ni un sistema legal preparado para hacerlo
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En la medida del poder está la culpa. Aunque todos nieguen la culpa, porque una vez frente a la posibilidad real del castigo, el delito se desvanece, el poderoso tendrá más acceso a la inocencia que el débil. El déspota siempre es inocente, el déspota tiene razones superiores, incomprensibles para los demás para actuar cómo lo hace, y esas razones son incuestionables y el argumento para defender su inocencia. La ley nunca llega a su altar. Pero la ley tampoco llega a las miserias del débil, tampoco llega a proteger a la víctima. La decepción que existe acerca de la ley y del sistema burocrático encargado de aplicarla es tan profunda que pareciera que hemos llegado a un punto de ausencia de justicia endémico. Si un ciudadano de un Estado libre quiere conocer cuál es su estatus real en la sociedad basta con que necesite acceder a la justicia. Ahí medimos nuestra verdadera estatura: ante un juez, ante una ley siempre oscura, ante la impunidad del delito. También nos enteramos con certeza de en qué clase de lugar vivimos. Eso sin pasar por la experiencia del miedo. El denunciante parte de una posición de vulnerabilidad al pedir ayuda y justicia. Está solo hasta que la ley se decide a actuar, si es que lo hace. Mientras las alianzas entre el poder y la ley son evidentes, se ensalzan, las que deberían existir entre la víctima y la ley no existen. El poder despótico persigue y castiga nimiedades para dejar impunes a las atrocidades. Esto lo protege a él y hace al ciudadano temeroso de pedir justicia. ®
Akmed
Los autores de esta ingenua serie de articulos confunden la justicia impartida y sostenida- esto es importante- por las leyes y las personas que las crean y sostienen – y eso somos o debieramos ser sino todos los miembros de una sociedad por lo menos la gran mayoria, en lugarde «exigir» justicia , con las consecuencias naturales de los actos.
Vaya, tenemos las leyes del hombre – que tienen que ser sostenidas a cada acto y con violencia o la amenaza de violencia – de ahi que la policia tenga pistolas y toletes, o la ley de la selva.
La famosa balanza cosmica que los ingenuos e idealistas buscan, simple y sencillamente no existe.