Partamos de la base de que no es fácil tratar con un dealer. Y si la persona que necesita establecer una relación comercial con el traficante “no es profeta en su tierra”, menos aún.
Así que Alejo Bayote se las ve bien negras en Buenos Aires. El yucateco que vive hace más de siete años en Argentina depende del humor y los caprichos de su dealer cada vez que necesita proveerse.
Porque seamos honestos, los dealers son mañosos, perseguidos, tienen costumbres extrañas y, sobre todo, poseen la certeza absoluta de que “los necesitan”. Eso les da un poder insoslayable. Y si para colmo son argentinos, ni les cuento.
El otro día Bayote había cobrado su sueldo y necesitaba ese motorcito que le permite poner sus papilas gustativas y demás sentidos en órbita para dibujar, soñar y escribir. Entonces le mandó un mensaje de texto a R. (Aclaración: el verdadero nombre del dealer del yucateco tampoco empieza con R., hasta en eso se pone mañoso), solicitando de sus servicios.
Como a las tres horas recibió el mexicano una contestación escueta que decía:
“Q. sos?”
Bayote se puso como loco porque hace un tiempo largo que se conocen, pero a la vez podía imaginar que R. no lo tenía agendado en su celular por el simple hecho de que es el Drama King de la persecuta.
A las dos horas, en la puerta de su casa, R. se bajaba del auto y sacaba, de una mochila rosa de la Doctora Juguetes una bolsita para Bayote. El mexicano le daba, a cambio, el dinero justo.
Eso sí, R. es un dealer perseguido. Siente que un gran ojo al mejor estilo Big Brother lo toma de acá y de allá, siente que los paparazzis lo acosan, cambia su número de celular cada dos por tres y se ausenta durante meses sin explicación alguna.
R. no es un dealer amigo. No es dado a la plática, no entra a tu casa aunque lo invites, no vende a precio preferencial y mucho menos fía.
Eso sí, R. es un dealer perseguido. Siente que un gran ojo al mejor estilo Big Brother lo toma de acá y de allá, siente que los paparazzis lo acosan, cambia su número de celular cada dos por tres y se ausenta durante meses sin explicación alguna. Eso sí, cuando regresa lo hace renovado y siempre trae bajo el brazo material inédito vaya uno a saber de dónde. Entonces Bayote, aunque tiene el culo lleno de preguntas, calla y se muestra profundamente agradecido.
En contra del común denominador, R. no es un dealer hippie. Jamás se lo ve con la mirada extraviada, como si estuviera persiguiendo una mosca rosada ni mucho menos usa la palabra ochentona “loco” cada dos oraciones. No hay mucha “paz y amor” en la actitud de R., aunque tampoco tiene aspecto de dealer de los noventa, con la quijada dura. Es más bien un tipo normal, probablemente padre de familia —conclusión a la que llegó Bayote luego de ver la mochilita de La Doctora Juguetes— y empleado en algún negocio familiar. Para el mexicano, R. no vive exclusivamente de su trabajo de dealer, ya que muchas veces hace las entregas vistiendo un overol manchado de grasa.
R. no será perfecto pero tampoco es un canalla. Descuida a su cliente, eso sí, pero jamás tuvo una actitud deshonesta en cuanto a la entrega del material. ¿Qué si Bayote lo recomendaría? Claro que sí, aunque R. jamás acepta recomendaciones de sus clientes.
Y así la llevan el mexicano necesitado y el argentino proveedor. A Bayote le gustaría que R. lo tratara distinto —que por lo menos se aprenda su nombre, como mínimo, cuando se encuentran—, pero “es lo que hay” y el yucateco sabe a ciencia cierta que debe cuidar la relación que tienen: frágil, casual, oculta, sin papeles ni preguntas…
… por lo menos hasta que la cosa cambie y se libere la importación de habanero, chipotle, jalapeño y esas madres —hoy en día entran a cuentagotas en las cadenas de supermercados argentinos—, o que Bayote se anime a cultivar solito sus chiles picantísimos —prohibidos para el paladar sudaca—, esos que les dan color, textura y empuje a la salsa de su vida. ®