¿Por qué todos los Estados socialistas —sin excepción— traicionaron los ideales de liberación y progreso que los animaron y, en cambio, dieron origen a las dictaduras más totales, crueles e incompetentes de la historia?
Los comunistas no hemos construido nada duradero: ni sistema político ni sistema económico ni colectividades humanas ni ética —ni incluso estética. Hemos querido dar cuerpo a las más altas aspiraciones humanas y hemos dado a luz monstruos históricos.
—Paul Noirot, La Mémoire Ouverte.
La clase obrera va al paraíso
Revolución: rotación completa de un móvil alrededor de su eje. Vuelta al punto de partida. O, como resume la sentencia de Giuseppe Tomasi de Lampedusa en El gatopardo: “Que todo cambie para que todo siga igual”. ¿Qué permanece hoy del poderoso y arrogante super–Estado que nació de la Revolución de Octubre de 1917? ¿Qué de la república surgida de las revueltas campesinas, obreras y militares de 1910?1 ¿En qué se ha convertido, en los comienzos del siglo XXI, el gigante comunista trazado por el Gran Timonel durante la Larga —y penosa— Marcha?2 ¿Dónde está el Hombre Nuevo que concibieron el Che Guevara y Fidel Castro hace más de cuatro décadas? ¿Cómo pudo desvanecerse tan fugazmente la revolución de los gallardos comandantes sandinistas a los pocos años de su alardeado triunfo? ¿Era necesaria la inmolación de casi dos millones de personas antes de emprender la construcción del incontaminado paraíso comunista en Camboya?3 En suma: ¿por qué todos los Estados socialistas —sin excepción— traicionaron los ideales de liberación y progreso que los animaron y, en cambio, dieron origen a las dictaduras más totales, crueles e incompetentes de la historia?
En La gran mascarada Jean–François Revel afirma que no se trata de una traición o perversión de los ideales marxistas, sino que la vocación y tentación totalitaria y criminógena es consustancial en ellos: el comunismo y el nazismo tienen más rasgos en común de lo que quiere aceptar una izquierda anacrónica y largamente afectada de miopía: la imposición de una ideología única y excluyente, el monopolio de la economía y de la política, el control de los medios, del arte y la cultura y de la vida privada, así como la eliminación, la represión y el hostigamiento sistemáticos de los disidentes, los diferentes, los apáticos y los indecisos.4 Las cien millones de muertes —o más— causadas por purgas, asesinatos y ejecuciones en masa, genocidios, deportaciones y hambrunas deliberadamente provocadas en las naciones que ensayaron sus propias versiones del marxismo–leninismo en el siglo XX —o que les fueron impuestas— son la razón más contundente para dejar en claro que el comunismo, lejos de encarnar los deseos y las aspiraciones del pueblo, ha sido más bien su explotador y verdugo más eficiente.
Las cien millones de muertes —o más— causadas por purgas, asesinatos y ejecuciones en masa, genocidios, deportaciones y hambrunas deliberadamente provocadas en las naciones que ensayaron sus propias versiones del marxismo–leninismo en el siglo XX son la razón más contundente para dejar en claro que el comunismo, lejos de encarnar los deseos y las aspiraciones del pueblo, ha sido más bien su explotador y verdugo más eficiente.
Podrá argüirse que el llamado capitalismo salvaje es el sistema más irracional, rapaz e injusto que ha surgido en la faz de la tierra. Lo es. En las distintas variantes del capitalismo desde sus orígenes hasta nuestros días —del Estado benefactor al neoliberalismo— la desigualdad y la injusticia han sido una constante de este modo de producción, pero, ¿no se suponía que el socialismo rompería las cadenas que ataban a proletarios y campesinos y fundaría una nueva sociedad basada en la fraternidad y la justicia? (De paso, digamos que no es lo mismo el capitalismo aplicado en los países pobres que en los desarrollados: hay una notoria diferencia entre Haití, Sierra Leona y México, por ejemplo, e Islandia, Dinamarca y Canadá.)
Han sido los comunistas —sobre todo los de extracción pequeñoburguesa— los que nunca se han cansado de proclamar, como predicadores inflamados, un único credo libertario y de augurar el progreso y la felicidad de la raza humana; sin embargo, una vez en el poder, se han apresurado a instaurar un régimen totalitario donde las libertades más elementales se suprimen antes de hacer cualquier otra cosa: ya vendrán después la felicidad y la riqueza colectiva: para eso son las utopías, ¿no? Más aún: las conquistas históricas de la clase trabajadora —sobre todo en el siglo XIX, como los sindicatos, el derecho de huelga y el seguro de desempleo— son vigentes en las sociedades capitalistas avanzadas, en tanto que en las socialistas desaparecen de la noche a la mañana.
Su moral y la nuestra
El tabú que rodea hoy a la revolución castrista en el mundo de habla hispana es tan fuerte como el que envolvía hace cuarenta años a la entonces aún joven revolución soviética.
—Juan Goytisolo, Cuba, veinte años de revolución
En la Cuba de los años sesenta y setenta los homosexuales, los disidentes —incluso los de izquierda y los demócratas— y los rebeldes de pelo largo y apariencia “estrafalaria” —entre ellos Pablo Milanés, que después fue diputado a la asamblea del poder popular— fueron confinados en los campos de las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP) y otros de corte similar. Más que campos para “reeducar” o “regenerar”, los miles de presos eran obligados a trabajar en la zafra para escarmentarlos por contrariar los designios del caudillo Fidel Castro o, simplemente, por no encajar con su visión mesiánica de lo que habría de ser la Cuba del hombre nuevo.5 Para entonces los llamados Comités de Defensa de la Revolución (CDR) ya se habían instituido en cada cuadra de todas las poblaciones de la isla para que los vecinos y familiares de los probables disidentes o “traidores” pudieran denunciarlos por escuchar rock o tener un kilo de azúcar o una camisa europea o conocer a un extranjero o sospechar de su fidelidad a la revolución, del mismo modo en que años más tarde, durante la crisis del “periodo especial”, las Brigadas de Respuesta Rápida vejarían y golpearían con saña a los inconformes que se atrevían a protestar o manifestar sus intenciones de abandonar el país (¿acaso era necesario arrastrar de los cabellos y hacer tragar hojas de papel a la vieja poeta María Elena Cruz Varela, que había osado alzar su quebradiza voz contra Castro?).
La cantinela del mal llamado “bloqueo” ha servido al régimen castrista para consolidar y justificar un eficiente sistema militarizado de control, censura, chantaje y represión. La verdad es que Cuba mantiene relaciones comerciales con más de mil 200 empresas de todo el mundo —a excepción de Estados Unidos— desde la desaparición de la URSS, que prácticamente subsidiaba la economía cubana intercambiando azúcar sobrevaluada por petróleo casi regalado. A pesar del sempiterno discurso antimperialista del primer ministro —con más de cuarenta democráticos años en el poder—, es el capitalismo el que ha mantenido a flote la endeble economía de la isla, cuyos recursos naturales, playas y mujeres se ofrecen impúdicamente al mejor postor —igual o peor que en los años anteriores a la revolución, cuando Cuba, no obstante, ocupaba uno de los primeros lugares en ingreso per cápita de Iberoamérica.6
La intolerancia, las aprehensiones, los fusilamientos y la desbandada hacia el exilio comenzaron en cuanto los guerrilleros ascendieron al poder y continúan hasta nuestros días. No sólo escritores y artistas reconocidos fueron humillados, encarcelados o expulsados del país —Carlos Franqui (antiguo editor del periódico Revolución), Guillermo Cabrera Infante, Celia Cruz, Virgilio Piñera (una de las primeras víctimas de la Operación P, enderezada contra “prostitutas, padrotes y pederastas”), Heberto Padilla (poeta laureado y luego caído en desgracia), José Kozer, Norberto Fuentes, Reynaldo Arenas (un nombre impronunciable en librerías y círculos culturales)— sino miles de ciudadanos comunes y corrientes (los cubanos fuera de Cuba constituyen cerca de 10 por ciento de la población total: el porcentaje más alto de exiliados en el mundo). Los repetidos fracasos de la economía —culpa, al principio, de un inepto Che Guevara— produjeron escasez y racionamiento; la campaña nacional de alfabetización no fue otra cosa que un vasto y basto plan de indoctrinación —el acervo de las librerías y bibliotecas cubanas públicas, como cualquiera puede constatarlo, es irrisorio—, y los supuestos avances de la ciencia y la salud —las estadísticas, como en México, son elaboradas por el gobierno— no han servido más que para mantener en relativas buenas condiciones la fuerza de trabajo, del mismo modo en que los granjeros se ocupan del bienestar de sus rozagantes reses y cerdos.
Hasta antes de la caída del Estado soviético los cubanos se habían empeñado en exportar inútilmente la revolución a países de América y África. Las desastrosas campañas del Che en el Congo y después en Bolivia culminaron con su muerte que fue prácticamente un suicidio: sin apoyo de la población local, distanciado cada vez más de sus guerrilleros —quienes lo describían como un hombre arrogante y prepotente que se solazaba humillándolos y tachándolos de maricones—, asmático y ensimismado, decepcionado de la historia y de las condiciones materiales que se negaban a encender la llama de la revolución latinoamericana, el Che —un mito construido por Castro— se empecinaba en llevar a sus últimas consecuencias una aventura estéril y funesta.7
Hasta antes de la caída del Estado soviético los cubanos se habían empeñado en exportar inútilmente la revolución a países de América y África. Las desastrosas campañas del Che en el Congo y después en Bolivia culminaron con su muerte que fue prácticamente un suicidio.
En tanto, en La Habana, ya sin la sombra que le hacían Camilo Cienfuegos —cuya avioneta se perdió inexplicablemente en el contrarrevolucionario mar del Caribe— y el nuevo héroe sacrificado en las montañas bolivianas, Fidel Castro quedaba como único conductor y padre de la patria. El despedazamiento de la Unión Soviética lo orilló a convertirse en un líder pragmático —sin reparos para coquetear lo mismo con empresarios españoles o canadienses (¿no le regaló un Rolex de oro al rapaz mexicano Mario Vázquez Raña durante los Juegos Panamericanos en 1991? ¿No asiló gustoso al ex presidente Carlos Salinas de Gortari, su amigo y socio?), promulgar una ley para castigar con veinte años de prisión “la colaboración directa o a través de terceros con los medios de comunicación extranjeros” o besar la rugosa mano del papa y prometerle el respeto a la feligresía católica de la isla, antes víctima del escarnio del socialismo científico—, admirado y festejado por una cohorte de mediocrazos presidentes mundiales y casi único vestigio viviente de una casta de caprichosos dictadores empalagados con el poder: recuérdese el granguiñolesco y diabólicamente perverso juicio —televisado en vivo y en directo a todo el país— organizado por él y su hermano Raúl en 1989 contra los generales Arnaldo Ochoa, los gemelos Antonio y Patricio de la Guardia y otros más por narcotráfico, actividad que realizaban por indicaciones directas del propio jefe de Estado para crear otra fuente de divisas extranjeras. No obstante, Castro condenó a muerte a cuatro de ellos a pesar de haberles prometido el indulto si “confesaban”. En realidad el dictador se vengaba de ellos por dos razones: acallaba, por una parte, la inminente denuncia estadounidense, que ya había descubierto las operaciones, y silenciaba de una vez por todas las críticas de los generales sobre la masacre de la juventud cubana provocada por las intervenciones en Etiopía y Angola —por órdenes soviéticas, of course.
“Nos la pasamos defendiendo países en los que jamás viviríamos”, le dijo una vez Julio Cortázar a Pablo Neruda, estalinista arrepentido. Ahora, a poco más de cuarenta años de hipocresía, corrupción e ineficacia, el régimen cubano aún encuentra en el mundo una turba de defensores apasionados y enceguecidos.
“Nos la pasamos defendiendo países en los que jamás viviríamos”, le dijo una vez Julio Cortázar a Pablo Neruda, estalinista arrepentido. Ahora, a poco más de cuarenta años de hipocresía, corrupción e ineficacia, el régimen cubano aún encuentra en el mundo una turba de defensores apasionados y enceguecidos: García Márquez, Saramago y Galeano le dedican al envejecido comandante tiernas miradas de arrobo y aprobación, y el insulso grupo británico Manic Street Preachers le dedica una pieza sobre el teledramático caso de Eliancito en el auditorio Carlos Marx de La Habana. En México, para muestra bastan tres selectos botones (además de las histéricas señoras que, Christopher Domínguez dixit, van y vienen por Cuba): los inefables perredistas Marco Rascón (“Fidel forever”), Ricardo Monreal, gobernador de Zacatecas, zalamero profesional y promotor del doctorado Honoris Causa por la universidad estatal al dictador más viejo del mundo, y el ex troskista Ricardo Pascoe, ex embajador del gobierno de Fox en La Habana, quien se apresuró a declarar al asumir su cargo que no tendría ninguna relación con la disidencia cubana…
Camarada Hitler, camarada Stalin…
La lucha final será entre comunistas y ex comunistas… No puede haber espectáculo más repugnante como el de una tiranía posrevolucionaria vestida con las banderas de la libertad. El ex comunista está tan moralmente justificado como lo estaba el jacobino al denunciar el espectáculo y revolverse contra él.
—Isaac Deustcher, Herejes y renegados
“El odio de clase debe de ser cultivado por la repulsión orgánica respecto del enemigo, en tanto que ser inferior, un degenerado en el plano físico y también en el moral.” ¿Pertenecen estas líneas a algún párrafo del Mein Kampf? No, son del tierno autor de La madre, Máximo Gorki. Hitler, en cambio, declaró a Hermann Rauschning:
No voy a ocultar que he aprendido mucho del marxismo… Lo que me ha interesado e instruido de los marxistas son sus métodos. Todo el nacional–socialismo está contenido en él: las sociedades obreras de gimnasia, las células de empresa, los desfiles masivos, los folletos de propaganda redactados especialmente para ser comprendidos por las masas. Todos esos nuevos métodos de lucha política fueron prácticamente inventados por los marxistas. No he necesitado más que apropiármelos y desarrollarlos para procurarme el instrumento que necesitábamos… [Hitler me dijo].
El implacable Stalin sólo había retomado y perfeccionado los incipientes pero efectivos métodos represivos de Lenin, quien a su vez le había hecho caso a las sugerencias e insinuaciones esbozadas —embozadas— por el propio Marx en varios escritos: hay grupos étnicos con la tradición tan pegada a sus huesos que sólo estorbarán en el proceso de construcción del socialismo, como algunos pueblos eslavos, los gitanos y los avariciosos judíos (véase, como que no quiere la cosa, La cuestión judía; Marx y Engels, recuerden de pasadita, opinaban que lo mejor que podía sucederle al descoyuntado México del siglo XIX era la completa anexión al naciente imperio del norte, como anhelan hoy no pocos neopanistas iletrados).
La desilusión, la crítica y la disidencia se expandieron por todas las latitudes, de la Unión Soviética a los partidos comunistas de Occidente. En 1936, a su regreso del país de los soviets, André Gide escribió un testimonio que causaría el estupor y la furia de la exquisita izquierda francesa: “Dudo que en ningún otro país, incluso en la Alemania de Hitler, el espíritu sea hoy menos libre, más doblegado, más temeroso y aterrorizado que en la URSS” (Regreso de la URSS). Sin embargo, la crítica y las denuncias de propios y extraños, de Trotsky, Gide, Panaït Istrati, Victor Serge, Romain Rolland, George Orwell y Arthur Koestler a Solyenitzin, Rudolph Bahro, Vaclav Havel, Cabrera Infante y Octavio Paz, por mencionar tan sólo unos pocos, parecían estrellarse ante las firmes convicciones de los comunistas del mundo occidental. Los errores del comunismo eran sólo eso: errores y perversiones de la sagrada y perfecta doctrina marxista: “Marx ha dotado a los partidos comunistas, por primera vez en todos los tiempos, de los medios científicos para comprender la Historia”, escribió en 1976, sin creérselo del todo, un pobre diablo llamado Louis Althusser. Perversiones que se repetían sistemáticamente en todos los países que ensayaban el proyecto comunista y que parecían cortadas con el mismo patrón.
Los errores del comunismo eran sólo eso: errores y perversiones de la sagrada y perfecta doctrina marxista: “Marx ha dotado a los partidos comunistas, por primera vez en todos los tiempos, de los medios científicos para comprender la Historia”, escribió en 1976, sin creérselo del todo, un pobre diablo llamado Louis Althusser.
Las desapariciones, los fusilamientos, las deportaciones, los genocidios y los trabajos forzados empezaron con los primeros días de las revoluciones rusa y china (véase el extraordinario libro Koba el Temible, de Martin Amis), extendiéndose más tarde a los países de la Europa oriental y a los del sudeste asiático. Las invasiones contra los intentos húngaros, polacos y checoslovacos de democratizar el comunismo acabaron en un baño de sangre y en el endurecimiento del antiguo régimen. En Albania, Rumania, China y Corea del Norte los infalibles dirigentes eran poco menos que dioses enviados del cielo, omnipotentes y sanguinarios: “Que este libro —el Libro negro el comunismo— nos sirva para no olvidar que en nuestra juventud hemos coqueteado con una Idea infame, admirado a hombres repugnantes y girado la cabeza para no ver que la Idea estaba produciendo un número infinito de crímenes”, anotaba en 1999 en el diario italiano La Repubblica el ex comunista Sandro Viola.
En el occidente europeo la izquierda ha oscilado de la socialdemocracia al terrorismo. Más allá de los ideales independentistas, el Ejército Republicano Irlandés y el Euskadi Ta Askatazuna, pequeños ejércitos desquiciados, parecen perseguir la desolación, el terror y la muerte antes que la autonomía o la independencia.
Salvo en Cuba y en Chile, la izquierda hispanoamericana fue siempre incapaz de tomar el poder. Las guerrillas se alejaban cada vez más del pueblo en cuyo nombre decían pelear, ocupándose más de marcar sus diferencias y, por supuesto, de ajusticiar desertores y traidores: en “Camaradas enemigos” Gabriel Zaid da cuenta de la traumática historia de las guerrillas salvadoreña y nicaragüense, con su larga lista de asesinatos, fusilamientos y ajustes de cuentas. En Colombia el modus vivendi del guerrillero convive amable o ríspidamente —según el clima político— con el de narcotraficantes y funcionarios de gobierno. Los fundamentalistas milicianos de Sendero Luminoso dejaron también una estela trágica y funesta en el Perú de los años ochenta, con miles de campesinos inocentes asesinados. A casi setenta años de distancia y con cien millones de muertos a sus espaldas —¡cien millones de muertos!—, el comunismo agonizante aún se resiste a abandonar el planeta.
El mundo bizarro de Supermán
“Qué prefieres: mierda caliente o mierda fría?”, preguntaba el viejo y bienamado Bukowski. Y Cioran advertía que la militancia es una forma de la histeria. En efecto: los histéricos militantes de la izquierda recalcitrante se desgarran las vestiduras restregándonos en los ojos los crímenes del capitalismo salvaje —como si fuéramos insensibles, incapaces de verlos—, la libertad de morirse de hambre y la injusta distribución de la riqueza, ciegos para reconocer la sarta de aberraciones de la otra cara de la moneda, espejo negro y distorsionante de la sociedad occidental (¿Me estás escuchando, imbécil Bejarano?). Ya en los años setenta el economista estealemán Rudolph Bahro (La alternativa) había caracterizado a la URSS y sus países satélites como sociedades cuya riqueza era usufructuada casi exclusivamente por la nomenklatura, en un fenómeno similar al de las corruptas e ineficientes sociedades estatistas, como el México de los años treinta a los ochenta, y la Francia de Miterrand. Desarticulada y cada vez más desplazada, la izquierda occidental oscila entre los puestos en el poder y las diatribas infantiles contra el neoliberalismo. De Joseph Bové al subcomandante Marcos, pasando por el cretinismo de los estudiantes universitarios agrupados en el CGH,8 la “nueva revolución mundial” ha consistido más que nada de marchas, bloqueos, boicots, bravatas y comunicados inflamados de retórica libertaria. (En el fondo, el discurso de Bové —cuya máxima hazaña es la destrucción de un MacDonald’s— es un furibundo alegato contra las importaciones de productos agropecuarios estadounidenses, españoles e iberoamericanos y en favor de una férrea política proteccionista para los productos del campo francés, aun cuando éstos han perdido calidad y son más caros: está contra el neoliberalismo y la total apertura económica pero no contra el capitalismo de Estado. Marcos —el humilde “portador de la palabra verdadera”— supo capitalizar la prolongada situación de injusticia y precariedad en que han sobrevivido las comunidades indígenas mexicanas; sin embargo, no hay que desdeñar su estancia en la Nicaragua sandinista ni sus orígenes en las antiguas Fuerzas de Liberación Nacional, de viejo cuño marxista, donde también hubo desbandadas, traiciones, ejecuciones y desgajamientos (un caso poco estudiado es el de las constantes deserciones del Ejército Zapatista de Liberación Nacional; véase al respecto, entre otros estudios, Marcos, la genial impostura, de Maite Rico y Bertrand Lagrange, periodistas vetados unilateralmente por el propio Marcos en sus días de gloria).9 A pesar de su discurso libertario y desparpajado —esgrimido sobre todo después de constatar que nadie más en el país, salvo grupúsculos aislados, se levantaba en armas—, Marcos Guillén nunca se ha deslindado claramente del despótico y opresor socialismo cubano —el mismo que aún tienen como paradigma incuestionable de nueva sociedad muchos de los nuevos zapatistas— y más bien cometió el error garrafal de coquetear con la ETA, como lo ha hecho con los estudiantes del CGH —muy parecidos en términos ideológicos a los exaltados promotores de la “paz en Chiapas” y la “dignidad indígena”:10 la única, la mejor, la que nos redimirá a todos—, actualizando una variante izquierdista que parecía ya olvidada: la imbecilidad.11 En su seno lograron conjuntar una purulenta gama de intolerancias, prejuicios, atavismos ideológicos, ignorancia, irreflexión y una actitud violenta contra todo lo que oliera a “autoridad” o simple discrepancia y diferencia —y puede decirse, aunque no en su descargo, que las autoridades universitarias también dieron suficientes muestras de pobreza intelectual e intolerancia.
Qué paradójico resulta —y lo digo sin ironía— que sea precisamente en los países capitalistas —con todo y su vaciedad de valores, su desprecio por el hombre, su rapacidad infinita— donde se están creando espacios para todos: feministas, homosexuales, inmigrantes, deudores, indios autonomistas, izquierdistas democráticos, religiosos…
El socialismo —todas las versiones que ha conocido la historia— ha probado con creces su inoperancia. “Me gustaría cambiar el mundo, pero no sé qué hacer, así que mejor te lo dejo a ti…”, podrían cantar de nuevo los roqueros de Ten Years After. El capitalismo, a pesar de las sobadas profecías marxistas (y sus actualizaciones trotskistas y demás) sobre su inminente desaparición, ha dado muestras de una asombrosa capacidad de renovación. Qué paradójico resulta —y lo digo sin ironía— que sea precisamente en los países capitalistas —con todo y su vaciedad de valores, su desprecio por el hombre, su rapacidad infinita— donde se están creando espacios para todos: feministas, homosexuales, inmigrantes, deudores, indios autonomistas, izquierdistas democráticos, religiosos… No es suficiente con dejar atrás las ideologías, los ídolos y las banderas de todo signo. Es necesario también tratar de socavar cualquier forma de hegemonía nacional y mundial, todas las formas de injusticia, autoritarismo y corrupción. Quizá la sociedad occidental no sea la mejor que tenemos, pero sin duda es perfectible, como la siempre tambaleante y aséptica democracia: quizá no sea tan difícil extender día a día los espacios de la libertad. ¿No es esto también una revolución? ®
Publicado originalmente en la revista Complot en 2001 y después en la versión impresa de Replicante, 2004; posteriormente se incluyó en el libro El dilema de Bukowski, 2006.
Bibliografía
Martin Amis, Koba el Temible. La risa y los Veinte Millones, Barcelona: Anagrama, 2004.
Guillermo Cabrera Infante, Mea Cuba, Barcelona: Plaza y Janés, 1992.
Fernando Claudín, La crisis del movimiento comunista, Barcelona: Ruedo Ibérico, 1977.
Stéphane Courtois, El libro negro del comunismo, Madrid: Espasa–Calpe, 1998.
Régis Debray, Alabados sean nuestros señores. Una educación política, Barcelona: Plaza y Janés, 1999.
José Landowsky, Sinfonía en rojo mayor. Un médico al servicio de la NKVD, México: Editorial Arcos, 1952.
Jean–François Revel, La gran mascarada. Ensayo sobrela supervivencia de la utopía socialista, México: Taurus, 2001.
Notas
[1] De acuerdo: la revolución mexicana —o revuelta, según algunos autores— no fue socialista, más bien una matazón entre pandillas, gavilleros y hacendados. Sin embargo, la Constitución de 1917 es una de las más avanzadas en el mundo en materia de justicia social. Todos sabemos que, hasta ahora, ha sido letra muerta desde hace muchos años.
2 En estos momentos convendría poner Revolution en la rocola, el inesperadamente crítico, lúcido y malescuchado rocanrol de Lennon y McCartney sobre las vociferantes manifestaciones estudiantiles de los años sesenta, adornadas con pancartas con imágenes del Che y del camarada Mao: “You’re gonna make it with anyone anyhow…”.
3 A pesar de la profusa información que ha circulado en relación con el genocidio de Pol Pot, los criminales del Khmer Rojo nunca fueron juzgados y, de hecho, muchos de los funcionarios de su gobierno fueron reciclados por los ocupantes norvietnamitas. La cinta de Roland Joffé Los gritos del silencio (The Killing Fields, 1984) recrea las memorias del periodista del New York Times Sidney Schanberg, que cubrió la desocupación estadounidense y los primeros meses del terror polpotiano.
4 Con la diferencia, dice Revel, de que los nazis no engañaron a nadie: desde el principio enarbolaron su doctrina racista y sus intenciones de crear el gran imperio de la raza aria, el Cuarto Reich que duraría mil años y dominaría al resto de la raza humana.
5 Véase, por ejemplo, el documental Conducta impropia, de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal (1984), para escuchar los testimonios de diferentes personas que creyeron en la revolución cubana y que fueron engañadas, encarceladas o exiliadas más tarde por el despotismo castrista. Playor editó en Madrid ese mismo año el guión que incluye las partes omitidas en el documental por razones de tiempo.
6 ¿Es necesario recordar otra vez las palabras de Castro sobre lo educadas y preparadas que son las nuevas putas de la revolución?
7 Cristo contemporáneo, humillado y asesinado por los esbirros del imperialismo yanqui (como se decía en los setenta), el Che Guevara —o sus restos— vivió en 1997 un pasmoso proceso de desagravio y canonización que se inició con el hallazgo de su osamenta meses antes del trigésimo aniversario de su desaparición: decenas de gruesas biografías salieron a la venta en varios países; documentales y programas de televisión sobre su vida y obra llenaron las pantallas de medio planeta; cientos de reportajes, artículos y editoriales se publicaron para honrar —raras veces para discutir— su legado revolucionario; miles de jóvenes se volcaron a las calles de las grandes ciudades para gritar su nombre —los mismos miles que aún visten camisetas con su efigie y escuchan al poeta indignado declamar versos presurosos tratando de rescatar la memoria y la imagen del mártir argentino–cubano de las garras terribles del comercialismo y la banalidad.
8 El Consejo General de Huelga, formado poco después de que las autoridades de la Universidad Nacional Autónoma de México decidieron en 1999 aumentar las cuotas de inscripción, contando al principio con la simpatía de gran parte de la población, la que fueron perdiendo conforme daban más muestras de torpeza y estupidez.
9 Una razón más para desconfiar de la poética retórica del niño mimado por la izquierda internacional, el subcomandante Marcos, es el nombramiento del llamado “comandante Germán” como interlocutor del zapatismo con la Comisión de Concordia y Pacificación. Ex integrante de la Liga Comunista 23 de Septiembre y fundador de las Fuerzas de Liberación Nacional, sobre Fernando Yáñez, su verdadero nombre, pesa la acusación de haber ejecutado a dos miembros de las FLN en agosto de 1974 por “traidores”. Habría que elucidar cuál es el papel de Germán en el EZLN: ¿ha sido siempre el cerebro oculto del EZLN, al que ahora Marcos reconoce públicamente?
10 Para promover la paz es necesario que exista una guerra, lo cual no es el caso de Chiapas. Hay, sí, una intolerable situación de opresión e injusticia, pero no una guerra. Ha habido más mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, transeúntes atropellados y periodistas en todo el país que indígenas muertos en Chiapas en los últimos años.