En los predios de la comedia los temas se agotan muy rápido si sólo se guardan las balas para la disidencia, con secuelas tenebrosas a largo plazo pero, sobre todo, con un humor cada vez menos gracioso, menos simpático, más forzado y más lamentable.
Para un genio de la comedia como Charles Chaplin, en una eventual confrontación entre poder y gente común —como en el caso de algún personaje policía y su célebre vagabundo Charlot—, la burla tenía que ser, por fuerza, dirigida al poderoso. No resultaría chistoso si el hombrecito común resultase humillado en una persecución; la gracia estaba en mofarse de la autoridad. Ésta es una ecuación que ha resistido el paso del tiempo: sigue siendo cómico hacer humor a costa del poder, en tanto usar la comedia para combatir a los enemigos de éste redunda en un equivalente a que el policía, en lugar de chocar con un poste o golpearse con su propia cachiporra, cerrase la escena abofeteando al vagabundo y riendo satisfecho.
Lo mismo con un micrófono de stand–up en un teatro que delante de las cámaras de un programa noticioso, el chascarrillo político pierde gracia, o hasta se descompone, si los recursos de comedia se enfilan en proteger, en adular o hasta en servir de punta de lanza a un partido o caudillo gobernante.
Porque el poder es el poder, del bando que sea, sigue siendo el policía en la escena de cine silente, incluso si el gendarme está convencido de ser un buen oficial que protege y habla por la mayoría de sus ciudadanos, los vagabundos de ropa roída, bombín y bastón. Nada cambia al respecto si el humor es un estilo de periodismo, un recurso comunicacional recurrente en la prensa de cualquier país democrático. Lo mismo con un micrófono de stand–up en un teatro que delante de las cámaras de un programa noticioso, el chascarrillo político pierde gracia, o hasta se descompone, si los recursos de comedia se enfilan en proteger, en adular o hasta en servir de punta de lanza a un partido o caudillo gobernante.
Algo tan simple como eso lo comprendió Víctor Trujillo con su personaje Brozo. Después de muchos años fustigando a los diferentes gobiernos y a sus representantes, el payaso bocón no se detuvo al llegar Morena al poder. Incluso habiendo apoyado a Andrés Manuel López Obrador hasta ese momento, no bien el recién estrenado presidente comenzó a dar muestras de su talante caprichoso y tendencias autoritarias, Brozo retomó el uso de aquello que José Martí denominase alguna vez como “un látigo rematado en cascabeles”, y mantuvo la ecuación de cuestionar y fustigar al poder, antes que a sus vasallos, como premisa fundamental de buen funcionamiento para el ejercicio de la comedia. Haberlo hecho tuvo para Trujillo un costo en espacios y seguidores, pero su coherencia permaneció intacta.
Jairo Calixto Albarrán, desde su nicho del diario Milenio, por el contrario, optó por refugiarse bajo el manto ideológico de un gobierno que, a diferencia de los anteriores, desde sus mismos inicios demostró nula tolerancia a la crítica, así como una propensión enfermiza a la lisonja. Y actuar sólo para divertirlo a Él.
La piel más delgadita
Durante años, en su breve programa “Política Cero”, Jairo Calixto hizo mofa de cuanto acontecimiento, grupo o persona se le pusiese a tiro. Sin distinción de credos o tendencias ideológicas. La burla inmisericorde a políticos de oposición y movimientos populares igual de cuestionables —como la CNTE o el EZLN— se legitimaba con el escarnio parejo al poder del Estado. Todo el mundo se llevaba lo suyo en “Política Cero”, no sólo Calderón o Peña Nieto, aunque para ellos y sus funcionarios próximos siempre reservó un sitial de honor, tal y como mandan las buenas costumbres. Hasta el momento, congruencia. Y resultaba, digamos, divertido.
En una entrevista para MVS con Yoelí Ramírez, en el ya casi prehistórico 2013, ésta le preguntaba sobre quiénes solían tener “la piel más delgadita” entre aquellos que recibían sus sátiras, dejándole claro que, aun considerando “de izquierda” a su entrevistado, éste a veces “pisaba algunos callos”, entre ellos al mismísimo Andrés Manuel López Obrador, por entonces con un poder más simbólico que real.
En general, la izquierda son los que tienen la piel más delgada [confesaba Albarrán], eso tiene que ver con que están acostumbrados a que ellos son los buenos, que no se equivocan, porque son la oposición, porque lo que señalan es contra un gobierno canalla, denunciable… Pero no tienen sentido del humor. Los priistas están tan acostumbrados, que tienen la piel muy dura, les haces un chiste y se aguantan, tienen defensa, saben boxear ¿no?… Las izquierdas no. Le dices algo a los Chuchos y hacen un drama, una Rosa de Guadalupe. […] El Peje no tiene sentido del humor, tú le dices “Peje” y se enoja, y al Peje le gusta el mote, y luego los fundamentalistas, “nooo, no le digas Peje, que es una falta de respeto”…
Por entonces el comunicador ya estaba consciente de que a la izquierda no le caían bien sus bromas, que los villanos eran más chidos en eso de aguantar vara, y que, comparando con los tiempos del priismo clásico, en 2013 se disfrutaba de una libertad de expresión bastante más que aceptable. Aunque pisar los callos a AMLO mientras duró el reinado del PRIAN, llamarlo “cabecita de pañal” tras haber perdido una (otra) elección y salirse del amargado PRD, era pan comido. Sus “fundamentalistas” (Albarrán dixit) eran vehementes, ya con esa costumbre de andar siempre muy enojados —incluso cuando sus gallos resultaban vencedores—, pero el periodista/comediante se las arreglaba muy bien, estableciendo un balance con las burlas progres al poder de facto. Si lanzaba dardos al Secretario de “Goberna–Chong”, o llamaba “Gel Boy” a Peña Nieto, el equilibrio de la comedia se mantenía intacto.
Con todos menos conmigo
Al quedar rebasada la crítica barrera de 2018, el rincón de humor periodístico de Milenio sufrió un cambio drástico: el otrora bufón contestatario de la comedia política se convertía en una versión más relajada, infantiloide, del siempre malhumorado Epigmenio Ibarra, compartiendo trinchera con éste, haciendo cada vez más inútiles malabares para seguir luciendo espontáneo, campechano, ocurrente, con el más estrecho de los márgenes de ataque en un portal noticioso que apostó por un distendido espectro ideológico, a discreción de la redacción: desde Gil Gamés hasta Gibrán Ramírez, desde Aguilar Camín hasta Ricardo Monreal.
Sin entrar a especular en si las motivaciones fueron de índole material —como en el caso de los célebres 150 millones obsequiados a su nuevo camarada Ibarra— o de simple supervivencia en una era de pieles extremadamente delgadas en la cúpula del poder ejecutivo, Jairo Calixto Albarrán corrió a refugiarse en el bando oficialista sin mucho regodeo ni disimulo, casi con sorna, dejándole a su columna de opinión el penoso hándicap de sólo hacer chistes en contra de la disidencia, o lo que es peor y menos saludable para el buen estado de la sátira periodística, la burla a quienes se burlen, la guasa contra quienes se tomen la libertad de no endiosar a un movimiento político, de reírse de quienes gobiernan —para bien o para mal—, de aquellos que siguen sin creer en la existencia de una entelequia denominada “Cuarta Transformación”.
Los dardos del ahora decadente Jairo Calixto —rebautizado como Chairo Calixto en los foros de redes sociales— apuntan a cualquier parte excepto en dirección a la famosa “mano que alimenta”, sea esto dicho literalmente o no.
Los dardos del ahora decadente Jairo Calixto —rebautizado como Chairo Calixto en los foros de redes sociales— apuntan a cualquier parte excepto en dirección a la famosa “mano que alimenta”, sea esto dicho literalmente o no. Imposible proseguir con motes presidenciales alusivos a cierta ridícula ave de corral, mucho menos al que se diseminó tras el desafortunado y vernáculo “fuchi–caca” del discurso populista. Ahora la cosa es con todos menos con el caudillo y su corte, o sus “fundamentalistas”, que a estas alturas ya son casi todos funcionarios bien situados y, bueno, merecen respeto. Porque también podrían volverse despechados, peligrosos. No importa si a Bartlett, Irma Eréndira o a Gertz Manero le quepan unos cuántos buenos chistes, si Pío, Martín o Felipa dan para carrillas espléndidas, o si los hijos del presidente, con su repentina fortuna chocolate brillarían siendo la diana de bromas inteligentes. La banca morenista en pleno, como sus diputados a cualquier nivel, se manifiesta fuente perpetua de material burlesco… Pero mejor no, mejor “déjense ahí”. No hay que ser. A todos ésos, que se los quede Brozo, buen provecho.
Para columnistas circunspectos, cejijuntos, de gravedad más o menos impostada como don Epigmenio o Gibrán, resulta incluso natural la adhesión a un bando político, la defensa a ultranza de aquellos que respetan, veneran, que los benefician o chayotean, pero tal actitud es históricamente insostenible en el área de la sátira política. En los predios de la comedia los temas se agotan muy rápido si sólo se guardan las balas para la disidencia, con secuelas tenebrosas a largo plazo pero, sobre todo, con un humor cada vez menos gracioso, menos simpático, más forzado y más lamentable.
Como es el caso. ®