Lejos de las fórmulas que dominan el mercado editorial, Para hechizar a un cazador, de Luciano Lamberti, es un artefacto de horror sui generis con la dictadura argentina como núcleo narrativo.
Blood of my blood
Flesh of my flesh
We are one
—Hunter As a Horse, The Passenger
Un mapa
En las primeras páginas de este tour de force Julia se cruza con Griselda. Mientras fuma, la anciana le revela que no es hija de quienes cree son sus padres. Que a ella se la apropiaron durante la dictadura. Llamame cuando puedas, y seguimos hablando, dice. Julia, por supuesto, quiere salir corriendo. Su mundo privado, ya de por sí jodido, se cae. Lo que sigue a continuación es un descenso al más puro estilo Lamberti. Feral, sanguinolento, satánico. La novela se complejiza en tres secciones con subtramas y episodios lógicamente espantosos. Llega un momento en el que incluso, a mitad de la noche, pausamos todo y nos preguntamos: Pero, ¿qué estoy leyendo?
Flashback. Griselda advierte en un punto dado que “lo que vemos es un mapa. Un mapa de otra cosa, que no podemos ver. Hay signos y flechas y dibujitos que representan las cosas, pero no son las cosas. Las verdaderas cosas están ocultas. Hay que cazarlas.»
La pata de mono, Cementerio de animales, Clavicula Salomonis. Los vasos comunicantes revelan secretos, ritos de magia oscura. También se filtran ciertos nombres: los que la dictadura argentina fue acumulando durante sus operaciones clandestinas. Desde el subsuelo, las víctimas van y vienen. Los alaridos sobrevuelan el relato. Una luz ominosa baña nuestro cerebro primitivo, esa cueva en la que proyectamos sombras platónicas. Es un resplandor muy tenue, quizás una epifanía inversa. En todo caso, Para hechizar a un cazador (Alfaguara, 2024) deja un sabor metálico, a hemoglobina. Lo que muestra y lo que oculta son igual de estremecedores.
El monstruo que llevas dentro
Salgamos, pues, a cazar. Lamberti coloca una trampa y espera. Nos arrastra. Somos testigos mudos. Otras voces emergen, guiadas por una mano que sabe dónde y cuándo aplicar los golpes. El horror ante lo desconocido nos martilla. No hay forma de regresar indemnes. La ansiedad aumenta y queremos seguir. Sentimos un malestar que asfixia pero no lo suficiente. Un puño que cierra nuestro cuello pero no lo suficiente. Una aguja que perfora el músculo y parece inyectar dolor absoluto en una solución espesa. La respiración, cada vez más febril, acompaña el galope de los latidos frenéticos porque, a fin de cuentas, nunca es suficiente.
Si decimos: Los crímenes de Estado y la atmósfera de impunidad que instauran en el cuerpo social son fenómenos cuyo malestar se extiende por generaciones y abren la puerta a lo siniestro, uno puede darse por satisfecho. Pasa algo muy distinto cuando los crímenes civiles se cometen a puerta cerrada y el monstruo está encerrado dentro de uno.
Creemos que nada peor puede ocurrir, y el pánico quiebra nuestro sistema nervioso. Allí donde antes hubo certezas, el Cazador las destruye. Sin recursos, huimos y sólo la sospecha de lo que se avecina, una intuición del vértigo, restaura el frágil equilibrio. Con maestría, Lamberti sostiene el storytelling de principio a fin. Algo que menciona en sus entrevistas es el reconocimiento al show, don’t tell de la literatura estadounidense. No hay parábolas, no hay agenda para dejar en claro ningún punto de vista. Sólo un buen relato —que va del folk horror al slasher— cargado de tensión. Una mujer, su padre desaparecido. Dos ancianos en duelo. Asesinatos. Desastre, cenizas.
El gótico en su apogeo.
Pesadilla mística
Para hechizar a un cazador apunta hacia una investigación de símbolos, rituales e ideas religiosas que van desde Platón y el cristianismo hasta la brujería pagana. El mito de la caverna, los estados de trance oníricos, las epifanías inversas son pistas que trazan una línea invisible hacia lo oculto. El propio autor explica que tuvo acceso a grimorios medievales como la Clavicula Salomonis. Nada de esto afecta la lectura o indica un tono pedagógico. En general, hay una oscilación calculada entre ver, mostrar, insinuar y revelar fenómenos atroces. La madurez narrativa prohíbe marcar una ruta o posicionamiento político. La ficción neutraliza tales discursos.
Wittgenstein escribe en el Tractatus: “lo inexpresable ciertamente existe. Se muestra, es lo místico”. Lamberti ha señalado que “donde se cruzan el terror y lo místico es en el silencio, en la incapacidad de nombrar”. A su modo, Doña Silvia le dice a Julia:
No hace falta. Entender no hace falta. Entender es una costumbre automática. Si no entendemos algo, dejamos de verlo. Así nos perdemos de vivir, porque lo importante pasa alrededor de nosotros y no lo entendemos, no lo vemos. Cuando un chico que todavía no sabe leer abre un libro y ve las letras, no ve lo que significan. Ve dibujos. Ve palitos y círculos. Así somos nosotros cuando tratamos de entender. Y así vivimos tristes porque aquello para lo que vinimos al mundo queda por siempre irresuelto.
Si bien los ecos a monstruos clásicos merodean la atmósfera, la prosa evita describir a uno en concreto. Aporta indicios, claves, elipsis. Construye en capas una figura sobrecogedora, la del Cazador, y deja que la imaginación se maree buscándole un origen, una genealogía. Pero no la hay, al menos de forma explícita. Más potente que mostrar a la bestia es apenas sugerirla. El monstruo crece en interpretaciones y muta. Se vuelve tan ambiguo como el miedo a la oscuridad. Para hechizar a un cazador concentra el sabor acre de la pesadilla. Lamberti, en síntesis, destaca por amalgamar factores de tensión social, cultura pop y subgéneros.
Novela indispensable en tiempos de ficción extraña. ®