“He viajado a lo largo de la mayoría de los 31 estados de México. He escrito dos libros sobre el país. Y aun así me cuesta trabajo reconocer el terreno ahora”, dice Sam Quinones. “México está destrozado por una insurgencia criminal capitalista. Se halla luchando por su vida. Y muchos de los estadounidenses parecen no darse cuenta de lo que está ocurriendo justo al lado suyo”. Manuel Guillén revisa el artículo del analista californiano.
I
La visión analítica estadounidense en relación con la circunstancia mexicana actual tiene dos características esenciales: es realista y es pragmática. Igualmente, posee información precisa, muchas veces privilegiada, y cuenta con la ventaja de la perspectiva panorámica, desde fuera de los acontecimientos acuciantes que intenta desbrozar. Con la característica funcional de la sociedad estadounidense, la mayoría de los análisis sobre asuntos exteriores se halla circunscrita lo mismo en un amplio conjunto de inteligencia acumulada (en los planos militar, político y académico) que en el encuadre de los intereses globales propios del Estado imperial estadounidense.
Esto no quiere decir que en México no existan esfuerzos analíticos de importancia o que se carezca de la capacidad periodística e intelectual para llevarlos a cabo. Sobre la realidad contemporánea, en general, y sobre el asunto de la confrontación entre el Estado y las bandas paramilitares de narcotraficantes, en particular, casi todos los medios serios han dedicado lúcidas páginas a desmenuzarlos. Ahí están los ensayos, artículos y reportajes especiales de Nexos, Milenio semanal y Letras Libres. La labor cotidiana, penetrante, valiente, de los semanarios Zeta y Proceso; las páginas diarias de El Universal, La Jornada y Reforma, y varios más en los ámbitos nacional, local y regional. (Unos más, otros menos, pero en suma todos ellos trabajando en un entorno enrarecido y nefando que ha convertido a la actividad crítica y periodística en una de las profesiones más peligrosas de México, especialmente si ésta tiene como objetivo esclarecer el estado de guerra interna que se vive en el presente.)
Ningún juicio de la analítica estadounidense se realiza en el vacío y todos ellos implican algún tipo de ideología, motivación o agenda política.
La penetración de la mirada estadounidense en la condición mexicana posee un elemento determinante: proviene del mayor poder mundial existente. Esto da un cariz ineludible a todo lo que allá se afirme, se especule y se prospecte sobre nuestro país. Bajo la delimitación de los intereses nacionales estadounidenses, junto con el apoyo de una eficiente maquinaria académica de construcción del saber, más el aprovechamiento de los inmensos canales de difusión planetaria que tienen a su disposición, los estudios estadounidenses sobre el momento acuciante de México llegan hondo cuando asientan la crudeza de los hechos y la inexorabilidad de las circunstancias.
Hablar de una hipotética neutralidad examinadora se halla fuera de lugar. Ningún juicio de la analítica estadounidense se realiza en el vacío y todos ellos implican algún tipo de ideología, motivación o agenda política. A pesar de ello, poseen sin duda el privilegio de la veracidad, es decir, tienen como trasfondo un sólido aparato de investigación, puntual obtención y comparación de datos y libre divulgación pública que les garantiza un mínimo de descriptibilidad; la suficiente para conformar redes conceptuales fiables de aprehensión del mundo por ellas escrutado.
II
Esto nos lleva de vuelta a las dos características primordiales de la analítica estadounidense. Ambas poseen una honda raíz filosófica. Por una parte, el principio de realidad hunde sus cimientos hasta el realismo aristotélico con su máxima de que la verdad es decir de lo que es, que es; y decir de lo que no es, que no es.1 En tiempos de la Ilustración, el realismo adquiere la forma del empirismo con los inicios de lo que hoy conocemos como tradición filosófica anglosajona en los escritos epistemológicos de Hobbes, Locke y Hume. El tono realista de estos filósofos ancla en su aseveración de que nada puede describirse con certeza que no haya pasado por los sentidos. Es decir, que tiene que ser observable en el amplio sentido del término.
Este talante llega a principios del siglo XX en la forma del cientificismo que afirma que en filosofía sólo hemos de fiarnos de aquello que está fundamentado por el método científico, y tiene el corolario de buscar en la lógica matemática la base de ese método para los estudios filosóficos. En la época contemporánea, una vez que el cientificismo recibió diversas críticas tanto en los propios Estados Unidos como en Europa, el realismo ha tenido eminentes representantes, como el filósofo de Massachusetts Donald Davidson (1917-2003), quien retomando el principio de verdad de Aristóteles afirmó que creencia, significado y verdad forman una triada indisociable que vincula a los hablantes entre ellos y con su medio ambiente vital.2
Por otra parte, sobre esta base realista y en este entorno de pensamiento, el pragmatismo es la coronación del realismo al sostener que si efectivamente hemos de dar una descripción adecuada de la realidad, ésta debe ser comprobable por sus consecuencias palpables.3 Si algo puede ser afirmado con corrección, entonces es verificable en la práctica. Todo lo demás o bien es mera especulación o bien es discurso vacío, carente de sustento empírico. Así, uno de los pioneros del pragmatismo, el psicólogo y filósofo de Harvard William James, afirmó en 1907 que:
El método pragmático trata de interpretar cada noción [filosófica] trazando sus respectivas consecuencias prácticas. ¿Qué diferencia de orden práctico supondría para cualquiera que fuera cierta tal noción en vez de su contraria? Si no puede trazarse cualquier diferencia práctica, entonces las alternativas significan prácticamente la misma cosa y toda disputa es vana. Cuando la discusión sea seria, debemos ser capaces de mostrar la diferencia práctica que implica el que tenga razón una u otra parte.4
El giro que la postura de James introduce en el pensamiento filosófico estadounidense del siglo XX remite al innegable anudamiento entre conceptos, personas, acciones y circunstancias. Una estructura vital que opera en bloque y que sólo de manera analítica, y en cierto sentido fantástica, puede ser disociada, ya que en la cotidianidad se presenta como un tejido funcional que pone en circulación la marcha efectiva del mundo. Sin ese tejido, la estancia de nuestra especie en la Tierra sencillamente no hubiera sido posible.
Realismo y pragmatismo, en tanto que modos del pensamiento filosófico, se han expandido al resto de los saberes de la sociedad estadounidense, determinando en buena medida su manera de trabajar e incidir en los asuntos relevantes de la realidad propia y ajena. En el caso específico de los estudios políticos y de relaciones internacionales prevalece la constante de privilegiar el análisis de las causas y consecuencias reales que el objeto de estudio posee y emana, antes que cualquiera otra consideración ideológica o valorativa (sin que esto quiera decir que estas últimas no existan, sino que sólo aparecen en un segundo plano).
Una estructura vital que opera en bloque y que sólo de manera analítica, y en cierto sentido fantástica, puede ser disociada, ya que en la cotidianidad se presenta como un tejido funcional que pone en circulación la marcha efectiva del mundo.
Éste es, a no dudar, el tono del internacionalismo realista con sus presupuestos acerca de la dificultad de alcanzar un verdadero orden internacional, la preeminencia del poder del Estado, en tanto que entidad legitimadora sin parangón, y el papel efectivo que poseen los centros reales de poder en el plano global. De ahí, por supuesto, el énfasis en el desempeño de los Estados en el mundo y en los resultados de éste en el concierto de naciones, con énfasis especial en las implicaciones para el poder hegemónico estadounidense. Una vez más, observabilidad y consecuencias verificables.
La época en la que surge el pragmatismo como la primera gran corriente filosófica estadounidense coincide con el inicio de la expansión económica, militar y política de la nación norteamericana. Asimismo, es el tiempo de la ampliación y solidificación de su sistema universitario. Éste seguirá un desarrollo imbricado con el desarrollo imperial de Estados Unidos. Después de la II Guerra Mundial los presupuestos básicos de la inteligencia estadounidense se reproducen ampliamente en diversas zonas del globo, a través de un sistema universitario internacional, interconectado y confeccionado a la medida de sus intereses.5 Para la década de los setenta, este sistema es básicamente un sucedáneo del sistema universitario estadounidense en la mayor parte de sus zonas de influencia occidental. Después de 1989 será el único modo válido en todo el planeta de concebir y comprender la formación universitaria.
De esta manera, mucho del cariz analítico de Estados Unidos se halla presente en México y en el resto del mundo casi en su totalidad. Por eso encontramos un amplio conjunto de estudiosos, investigadores y analistas que, independientemente de su adherencia ideológica, cuentan con herramientas críticas que dan sustento a sus juicios. Son personas que poseen una metodología precisa, coherencia del pensamiento y objetivos claros en sus escrutinios del mundo y de la vida. En una palabra, el nivel de análisis que existe en Estados Unidos es cada vez más común en el resto del sistema-mundo contemporáneo.
III
No obstante, ningún estudioso mexicano supo describir lo que ocurre en la atroz actualidad nacional con la contundencia que tiene una conceptualización cargada y categórica. Fue un estadounidense quien definió de manera preclara la situación de violencia contemporánea y el enfrentamiento entre el Estado mexicano y una bien armada y bien organizada red de mafiosos a lo largo y ancho de la República como el advenimiento de una insurgencia criminal capitalista.
En efecto, el analista californiano Sam Quinones puso en el candelero tal descripción en un ensayo publicado en Foreign Policy sobre la circunstancia mexicana actual, en un número dedicado a las consecuencias presentes y futuras de los estados nacionales que, a lo largo y ancho del planeta, se hallan al borde de comenzar a ser estados fallidos; el número de la revista se llamó “El eje de la desintegración”. Ahí, el estudioso y periodista afirmó:
He viajado a lo largo de la mayoría de los 31 estados de México. He escrito dos libros sobre el país. Y aun así me cuesta trabajo reconocer el terreno ahora. México está destrozado por una insurgencia criminal capitalista. Se halla luchando por su vida. Y muchos de los estadounidenses parecen no darse cuenta de lo que está ocurriendo justo al lado suyo.6
La parte tenebrosa de la realidad así planteada se encuentra en el término “insurgencia”, ya que por definición toda insurgencia lo que busca es hacerse con el poder del Estado. Envalentonados por su habilidad organizativa, por la amplia base social que poseen, por el poder de seducción que tienen entre la clase política, por su impronta entre los cuerpos policíacos y por el poder de fuego que su prácticamente infinita capacidad de compra puede adquirir, lo que en su momento fue un lucrativo negocio de provincianos inescrupulosos y analfabetas ha mutado en un lance salvaje por carcomer la vida entera de un Estado-nación con endebles estructuras funcionales como es el caso de México: “México ha sido dejado a su suerte, y las bandas que en un Estado más eficiente pudieron haber sido controladas localmente se han dejado crecer hasta formar una poderosa fuerza que ahora ataca al propio Estado mexicano”.7
El estado de guerra mexicano, entonces, rebasa con mucho una mera escaramuza policíaco-criminal o un reacomodo entre pandillas rivales por las rutas de los estupefacientes a Estados Unidos. Tampoco es un intento por utilizar la fuerza del ejército como simple elemento disuasivo, como un supuesto paradigma de orden y lealtad en la impartición de la justicia. Es una verdadera guerra civil en la que se juega no tanto quién sino de qué manera operará el país al cabo de una o dos generaciones. La próxima instauración de un Estado corsario hecho a la medida de un boyante universo criminal nacional.
Más allá de que una camarilla en el poder estatal nacional continúe con el acrecentamiento de violentas políticas neoliberales revestidas con discursos populistas, provocando así el descreimiento de las mayorías en su legitimidad, un signo inequívoco de debilidad estatal, y de posible quiebre nacional en el corto plazo, es la disolución del monopolio de la fuerza.
Para lograrlo, ha comenzado el periplo de la confrontación total. Tras una sostenida y eficaz penetración en amplios sectores institucionales y ciudadanos a lo largo del último cuarto de siglo (vía la compra, el soborno, la atracción o la amenaza), para la amplia red mafiosa nacional ha llegado la hora de la escalada definitiva. El encontronazo entre las fuerzas oligárquicas tradicionales y los criminales organizados ha alcanzado un punto de quiebre. El bando de los advenedizos correctamente ha detectado enormes debilidades en la maquinaria funcional del país, y ahora lucha por utilizarla plenamente a su favor. La disputa por el poder es frontal y ha alcanzado sin remedio a la población civil; signo inequívoco de una conflagración mayor, de una revuelta con todas las de la ley. En este sentido, la reinstauración de la decapitación como elemento de castigo, comunicación y amedrentación da a entender sin mácula lo que está en juego: la defenestración del poder del Estado actual para implantar uno nuevo en su lugar.8
Ésta es la realidad que se halla detrás de la incendiaria descripción de Sam Quinones. Por su hondura, ameritó que el embajador mexicano en Estados Unidos intentara invalidarla en una carta dirigida a la revista9 o que el propio Felipe Calderón dijera en una presentación oficial, al poco de haber salido al mercado el texto en cuestión, que México no era un Estado fallido. No obstante, Foreign Policy es consecuente en sus análisis. Tiene un armazón analítico depurado en el que la clasificación de México como un Estado al borde del colapso es innegable. En el marco del Índice de Estados fallidos, que desde hace un lustro realiza en conjunto con la organización no gubernamental Fund for Peace, establece que:
La categoría de “Estados fallidos” se ha convertido en parte del uso estratégico actual y posee diferentes definiciones. Para los propósitos de nuestro Índice, un Estado fallido es aquel en el que el gobierno no posee control efectivo de su territorio, no es percibido como legítimo por una porción significativa de su población, no proporciona seguridad doméstica o servicios públicos básicos para sus ciudadanos, y carece del monopolio del uso de la fuerza. Un Estado en caída puede experimentar violencia activa o ser simplemente vulnerable a la violencia.10
Más allá de que una camarilla en el poder estatal nacional continúe con el acrecentamiento de violentas políticas neoliberales revestidas con discursos populistas, provocando así el descreimiento de las mayorías en su legitimidad, un signo inequívoco de debilidad estatal, y de posible quiebre nacional en el corto plazo, es la disolución del monopolio de la fuerza. Es un hecho irrebatible que el Estado mexicano no posee la unilateralidad en el poder de fuego, en la determinación de la vida y la muerte de amplios sectores poblacionales y en las estrategias de control territorial por medio de la posibilidad del uso de las armas. La insurgencia criminal capitalista se encuentra perfectamente posicionada en este terreno, y hasta los análisis más optimistas reconocen esto: las fuerzas armadas de la criminalidad organizada tienen la capacidad de pelear en igualdad de condiciones contra el Ejército mexicano.11
Por supuesto, la crisis del Estado mexicano en nuestros días es la consecuencia última de un largo proceso de deterioro y mal formación nacional desde el nacimiento mismo de México como entidad estatal. Guerra civil, asonadas, invasiones, inestabilidad crónica, dictadura, han marcado el modo de ser mexicano a través de su historia. Se vivió un momento de inflexión a principios del siglo pasado. El quiebre revolucionario que en su momento se celebró ideológicamente como una refundación nacional a lo largo del tiempo dejó todo como estaba: la concentración de privilegios en unos cuantos y la depauperación para la mayoría. Es difícil, en consecuencia, no ver cómo casan los problemas endémicos nacionales con lo establecido por el Índice de Estados fallidos de Foreign Policy: “Los problemas que plagan a los Estados fallidos son generalmente todos muy similares: corrupción rampante, élites depredadoras que han monopolizado el poder durante mucho tiempo, ausencia del imperio de la ley y severas divisiones étnicas o religiosas.12
El realismo analítico de Foreign Policy está imbuido por el presupuesto teórico de que, en el mundo contemporáneo, el orden que determina la interacción global pasa necesariamente por el Estado. Esto ha sido parte de la visión universalista de Estados Unidos y ha sido la piedra de toque de su impronta globalizadora durante los últimos cien años. Al respecto, han sido congruentes con el papel histórico del Estado, que no es otro sino el de mantener el orden funcional del capitalismo moderno.13 Por ello, la importancia del Índice, en general, y la ubicación en él de la realidad mexicana, en particular, como un factor de desestabilización de lo que ellos llaman “orden mundial”, pero que en realidad debe leerse como el orden mundial impuesto por Estados Unidos:
Es una dura realidad el que un alto riesgo de caída estatal no siempre sea sinónimo de grandes consecuencias de esa caída… Responder la pregunta de cuáles Estados demandan atención recae en cuáles de ellos se piensa que pueden poseer, a la larga, el más alto riesgo para el mundo… ¿Cuáles Estados fallidos representan amenazas a la seguridad global y cuáles son simplemente tragedias para su propia población?14
A querer o no, tal es el orden mundial realmente existente. Su fuerza integradora pasa por el poderío estadounidense y por la defensa de sus intereses a lo largo y ancho del planeta.15 Eso lo ha sabido desde siempre el pensamiento crítico y la izquierda tradicional. Pero de ninguna manera quiere decir que las taras, los males y dislates nacionales sean una consecuencia directa de semejante estado de cosas. Esa salida fácil ha sido muy perniciosa a lo largo de la historia de México. Existe una profunda incomprensión de la fragilidad del proyecto de Estado-nación mexicano. Quienes han estado en el poder por décadas y sus corolarios neoconservadores de lo que va del milenio han explotado esa ceguera apuntalando una ideología huera que, no obstante, hace presa fácil a la mentalidad de las grandes masas. Para amplios sectores poblacionales la viabilidad del Estado mexicano no está en cuestión, mal que bien ahí la llevamos, dicen.
Pero hay quienes sí han sabido ver, desde la cotidianidad de su labor criminal, la fragilidad del Estado-nación al sur de Estados Unidos. Han comprendido también que los lances revolucionarios se hacen para lograr un cambio rápido y efectivo de las camarillas en el poder. Ésa es la gran lección de 1910. Al comprobar en la práctica que los diques a su potencial de fuego y a sus ambiciones de poder son magros han comenzado a probar suerte con una circunvalación guerrera que, a la postre, los ponga a la cabeza de un nuevo Estado confeccionado a su imagen. Son una verdadera insurgencia corsaria que asola a la totalidad de la República. Y quien nos los hizo ver fue, como tantas veces ha ocurrido en la historia contemporánea, un analista estadounidense. ®
Armando
A pesar del interesante sustento teórico del artículo, habría que matizar le influencia del realismo y el pragmatismo fuera de los sectores académicos. Por otro lado, suponer cierta neutralidad (quizá objetividad) en las investigaciones realizadas en Estados Unidos por el hecho de su capacidad bélica, que ya no económica, establece una relación causal difícil de sostener. Ya habrá tiempo de discutir Manuel, saludos.