El erotismo y la sexualidad entre mujeres

En el arte del periodo Clásico al Realismo

Las relaciones sexuales entre mujeres son tan antiguas como la humanidad, y el arte y el tiempo ayudaron a develar su esencia. Igual que una flor, oculta en su botón y alimentada de la pasión y el deseo, se abre con el tiempo.

Aristóteles escribió “Lo que es admirable es agradable”.1 En las culturas griega y romana, pilares de la cultura occidental, la sexualidad es un elemento casi omnipresente. En sus obras de arte —relatos mitológicos, esculturas, relieves en los templos, pinturas, etc.— están presentes infinidad de ejemplos de hombres y mujeres desnudos o practicando alguna actividad sexual. Independientemente de la temática principal de las obras, es posible clasificarlas en dos grandes conjuntos: las obras que contienen algún elemento heterosexual y las que tienen elementos homosexuales masculinos. Sin embargo, en la cultura grecorromana las obras que muestran actividad sexual entre mujeres son básicamente inexistentes.

Un pequeño ejemplo es el libro Sex on the Show, editado por el Museo Británico, sobre el arte erótico en las sociedades griega y romana de la Antigüedad. En la portada se observa una estatua de mármol del siglo II d.C. de un sátiro y una ninfa en un juego sexual. La obra es una copia romana de un original griego del siglo II a.C. encontrada en Tívoli, Italia. La contraportada del libro muestra un detalle de la Copa Warren, pieza romana de plata datada entre los años 15 a.C. y 15 d.C. encontrada cerca de Jerusalén. En ella un par de hombres, uno joven y el otro mayor, mantienen una relación sexual.

“Sátiro y Ninfa” (s. II d. C.), mármol romano copia de original griego del s. II a.C., encontrado en Tívoli, Italia, Museo Británico (1805,0703.2), foto de Joanbanjo (julio 29, 2009).

El libro expone infinidad de obras de arte —estatuas, pinturas, relieves, frescos, figuras de terracota, cerámicas, copas, mosaicos, etc.— con motivos sexuales: personajes desnudos o semidesnudos que forman parte de algún relato épico; relaciones sexuales explícitas entre hombres y mujeres o sólo entre hombres. Pero el libro no tiene ejemplos de relaciones sexuales entre mujeres. Ello no es un olvido o exclusión del tema por parte de la autora, Caroline Vout, de la Universidad de Cambridge, integrante del Christ’s College y escritora de numerosos textos y publicaciones sobre el arte romano y griego.

“Dos hombres manteniendo una relación sexual” (c. 15 a.C.–15 d.C.), detalle de la Copa Warren, arte romano, plata, encontrada en Jerusalén, Museo Británico (1999,0426.1), foto de Sailko (febrero 15, 2011). 

Las mitologías griega y romana sólo tienen un relato sobre un encuentro sexual entre mujeres: el mito de Calisto y Zeus. La historia cuenta que Zeus (Júpiter, en la mitología romana) se enamoró de Calisto, una integrante del cortejo de la diosa Artemisa (Diana para los romanos). Todas ellas habían jurado evitar cualquier tipo de relación con los hombres. Para poseerla, Zeus adquirió la forma de Artemisa y sedujo a Calisto hasta convencerla de yacer con ella (con él, en realidad). Meses después del encuentro, la verdadera Artemisa descubrió que Calisto estaba encinta y la expulsó del cortejo para luego cazarla. El mito, que se escribió 700 años antes de Cristo, aunque sus orígenes datan de tiempos prehistóricos, estrictamente no aborda la pasión entre dos mujeres; muestra que el deseo por una mujer es capaz de motivar en un hombre cosas extraordinarias.

“Calisto tornándose en oso” (c. 360 a.C.), Enócoe de Apulia, Italia, foto de J. Paul Getty Museum (72.AE.128).

Autores como Robert Graves (1895–1985) o Joseph Campbell (1904–1987) no tienen ningún otro ejemplo o mención fuera de este mito, y Robin Hard, cuyas investigaciones en mitología se basan en la obra de H. J. Rose, sólo menciona a la poetisa Safo de Mitilene (c. 650–580 a.C.) como una de sus fuentes bibliográficas. Pero Safo es una figura controvertida; de sus obras, admiradas por escritores como Platón y Sócrates, no es posible concluir, sin dejar dudas, alguna preferencia sexual por las mujeres. En realidad su asociación con el lesbianismo empezó hasta finales del siglo XVIII, con el Romanticismo.

¿Por qué la ausencia de este tema en la Antigüedad, que es tan humano? Mi hipótesis parte de lo siguiente: en la Antigüedad definir las relaciones sexuales entre mujeres fue sin duda algo muy difícil o casi imposible de hacer. Me explico: un hombre excitado tiene una erección, y en la mayoría de los caos, después de un orgasmo tiene una eyaculación. Éstas son evidencias físicas y tangibles del placer experimentado, las cuales aparecen en muchas de las obras eróticas del arte antiguo griego y romano. Pero en las mujeres, en la Antigüedad, ¿qué evidencias observables y bajo cuáles circunstancias existían? ¿Cuáles serían las pruebas del placer experimentado, en concreto, de un orgasmo? Cuando dos hombres conviven en el marco de una amistad (una relación de ágape o filiar) no experimentan los cambios fisiológicos propios de una excitación sexual (la erección y la eyaculación), sino hasta que la relación se torna erótica. Ahora bien, en la Antigüedad ¿cómo diferenciar una relación de cariño y afecto de una erótica entre dos mujeres? ¿Qué elementos distinguen a la primera de la segunda?

En el mundo antiguo fue imposible obtener respuestas a estas preguntas, aun para una mujer, en muy buena medida por la realidad social de la época. Lo anterior no significa que no existieran las relaciones sexuales entre las mujeres o que ellas no experimentaran placer sexual, simplemente no había forma de identificarlo o de ser consciente de ello. El desconocimiento de la sexualidad femenina existió, salvo algunas raras y poco sonadas excepciones, hasta entrado el siglo XX, y sus consecuencias se muestran no sólo en el arte sino en la medicina y en la psicología. El caso del médico inglés Joseph Mortimer Granville (1833–1900) y su “Martillo Granville” es un ejemplo. Granville patentó en 1880 un dispositivo vibrador electromecánico para tratar dolores musculares en hombres, pero los médicos de la época lo utilizaron como herramienta para dar masajes pélvicos a las mujeres. Esta terapia, de una hora por sesión, llevaba décadas de ser instrumentada a través de diferentes mecanismos. Se trataba de generar un “paroxismo histérico”, necesario en el tratamiento de la “hiperemia pélvica”, una supuesta acumulación de sangre en la pelvis, causante de la histeria femenina. Pero lo que realmente experimentaban las mujeres sometidas a esta práctica era un orgasmo. Ello se descubrió —o se aceptó abiertamente tanto por hombres como por mujeres— hasta mediados del siglo XX.

Pablo no intenta hablar de algo nuevo, las relaciones sexuales entre mujeres se dan desde que el ser humano pisó la faz de la Tierra milenios atrás. Lo que Pablo, el pueblo hebreo y las comunidades judeocristianas, con ésta y otras menciones del Antiguo y Nuevo Testamento intentaron fue desmarcarse de las costumbres sexuales grecorromanas o helénicas, practicadas durante siglos.

La Carta a los Romanos (Ro 1, 24–26), escrita por Pablo de Tarso alrededor del año 55 d.C., ofrece, además de una prueba de su existencia, la única mención explícita a las relaciones sexuales entre mujeres en toda la Biblia. Pablo no intenta hablar de algo nuevo, las relaciones sexuales entre mujeres se dan desde que el ser humano pisó la faz de la Tierra milenios atrás. Lo que Pablo, el pueblo hebreo y las comunidades judeocristianas, con ésta y otras menciones del Antiguo y Nuevo Testamento intentaron fue desmarcarse de las costumbres sexuales grecorromanas o helénicas, practicadas durante siglos. Tradiciones que en muchas ocasiones fueron en perjuicio de los niños o esclavos. Además, las sociedades judías y judeocristianas veían en algunas prácticas sexuales grecorromanas un desacato al mandato de “fructificar y reproducirse” del Génesis (Ge 1, 27–28), cosa imposible de cumplir en una relación homosexual.

En la Antigüedad no había dudas de que una mujer podía experimentar el placer sexual, pero no estaba claro cómo se conseguía. El mito griego del gran adivino Tiresias, probablemente escrito alrededor del siglo VIII a.C., cuenta que Tiresias caminaba alrededor del monte Cileno, en Arcadia, o cerca del monte Citerón en Beocia, y vio un par de serpientes apareándose. Éstas, accidentalmente, lo tocaron y él, intentando apartarlas de sí, las golpeó, causándole la muerte a la hembra. Por esta acción Tiresias quedó convertido en mujer y ejerció la prostitución durante siete años. Pasados éstos, Tiresias encontró de nuevo, en el mismo lugar y bajo las mismas circunstancias, otro par de serpientes copulando. Pero en esta ocasión mató al macho y quedó convertido de nuevo en hombre.

Mientras Tiresias ejercía la prostitución como mujer fue visitado por Zeus y Hera, que discutían sobre quién experimentaba mayor placer en una relación sexual, si el hombre o la mujer. Zeus defendía que la mujer disfrutaba más, cosa que Hera negaba. Tiresias, gracias a su transformación, conocía los dos lados del placer. Al ser consultado dijo, si el placer se divide en diez partes, la mujer tendría nueve y el hombre una de estas partes. Su respuesta disgustó a Hera por la vergüenza que implicaba para las mujeres y decidió cegarlo. En cambio, Zeus, satisfecho por haber ganado la disputa, le otorgó el don de la profecía y una larga vida equivalente a siete generaciones. Joseph Campbell, en su libro Diosas, narró que en una conferencia, en la que hablaba del mito, le preguntaron la causa del disgusto de Hera. Él no supo contestar y al terminar la conferencia una mujer se le acercó y le ofreció la respuesta: “Porque a partir de entonces ya no le podría decir a Zeus que lo hacía por él”.2

“Tiresias golpeando a las serpientes” (c. 1690), grabado de Johann Ulrich Kraus (1655–1719).

Si las relaciones sexuales entre mujeres —y el placer que generan— ha sido una realidad tan antigua como la humanidad misma, ¿cómo se abordó este tema en el arte y qué registros quedaron de ello en la Antigüedad?, sobre todo en la época clásica griega y romana, en las que sus expresiones artísticas son inexistentes. Mi hipótesis propone que estas relaciones no se trataron explícitamente, sino quedaron plasmadas, registradas y expuestas en las obras de arte, cobijadas y ocultas entre símbolos y través de códigos. Con el tiempo las expresiones artísticas en Occidente se fueron develando poco a poco, desarrollándose y evolucionando, fundamentalmente a partir del siglo XVI, con el Renacimiento; para los siglos XVIII y XIX, con el Romanticismo y el Realismo, las expresiones se volvieron explícitas.

A partir de estas ideas muestro algunos ejemplos de relatos y obras que sustentan mi hipótesis, los cuales he ordenado por épocas o periodos históricos.

Periodo Clásico grecorromano

Artemisa y Calisto

La diosa Artemisa (Diana, en la mitología romana) se rodeó únicamente de mujeres, una de ellas Calisto, que la acompañaban en sus diferentes actividades como la caza o el baño, cuidaban de sus perros y de que su desnudez no fuera vista por ningún varón. Todas ellas vivían en comunidad, apartadas de las ciudades, viajando y cazando en bosques, y, al igual que Artemisa, permanecían vírgenes sin ninguna relación con hombres. Varios fueron los varones —hombres y dioses— que intentaron enamorar o poseer no solamente a la diosa, sino a sus compañeras, pero ninguno lo logró con Artemisa.

Los mitos sobre esta diosa y su séquito podrían reflejar el estilo de vida de mujeres dentro de una comunidad religiosa, donde el ejercicio de su sexualidad —mantener la virginidad— podría entenderse como el no contacto con varones y la no procreación de hijos. La hipótesis se basa en dos hechos: primero, Calisto se mantuvo en la comunidad de Artemisa después de tener un encuentro sexual con la diosa (Zeus disfrazado de Artemisa); fue su embarazo —y no el placer experimentado— lo que delató su encuentro sexual con un hombre y por ende su expulsión del grupo. Segundo, si las relaciones sexuales en comunidades religiosas masculinas siempre han existido, ¿por qué no existirían en comunidades religiosas femeninas?

Palas–Atenea

Otro personaje es Palas–Atenea. Varios siglos antes de Cristo la palabra Palas significaba “mujer joven” o “doncella”; Palas–Atenea era un gentilicio, “la joven” o “la doncella de Atenas. A finales del siglo II y principios del I a.C. se desarrollaron historias alrededor del nombre de Palas. Uno de los más conocidos cuenta que se trataban de dos jóvenes diosas que desde niñas eran amigas cercanas: Atenea, hija de Zeus, y Palas, hija de Tritón. Un día, entrenando o compitiendo amistosamente, Atenea mató a Palas por accidente. Tanto fue su pesar que en su honor antepuso a su nombre el de Palas.

En las imágenes más antiguas Atenea aparecía vestida y aquellos que lograron observarla desnuda fueron castigados, como cuenta una versión sobre la ceguera de Tiresias. Fue hasta principios del siglo I d.C. cuando los mitógrafos la mostraron desnuda.

Al igual que Artemisa, Atenea siempre permaneció virgen, con la diferencia de que ella no tuvo un séquito a su alrededor. Atenea fue invencible, caracterizándose por su gran inteligencia, sabiduría, disciplina, su inclinación por las artes y las ciencias, y sobre todo por prestar invaluable ayuda a los más importantes héroes griegos, como Jasón, Hércules, Perseo, Belerofonte, etc. En las imágenes más antiguas Atenea aparecía vestida y aquellos que lograron observarla desnuda fueron castigados, como cuenta una versión sobre la ceguera de Tiresias. Fue hasta principios del siglo I d.C. cuando los mitógrafos la mostraron desnuda.

Tanto el cambio iconográfico (la desnudez) como el relato sobre el nombre Palas son relativamente contemporáneos. Por ello cabe la posibilidad de una conexión entre ambos, como un intento de “humanizar” al personaje mitológico dándole sensualidad y sensibilidad; por ejemplo, el dolor de perder un ser querido, en una relación amorosa basada no tanto en lo erótico, sino en lo emocional.

Las Tres Cárites o Gracias

Si Artemisa y su cortejo pudieron representar la sexualidad entre mujeres, en el marco de una comunidad religiosa, y Palas–Atenea la sexualidad en una relación de pareja, las Tres Cárites o Gracias representarían el ejercicio de esa sexualidad en un contexto erótico y orgiástico.

Las Tres Cárites, Áglae o Áglaya “la Esplendorosa”, Eufrósina “la Alegría” y Talía “la de Hermosas Mejillas” vivían en el Olimpo cerca de las Musas y los dioses. Los romanos las conocían como las Tres Gracias: Castitas, “la Castidad”, Pulchritudi, “la Belleza”, y Voluptas “la Deseada”. Igual que en el caso de Atenea, su iconografía cambió con el tiempo. Antes de la era cristiana se representaron como mujeres jóvenes, ligeramente vestidas. A partir del siglo I d.C. aparecían completamente desnudas y entrelazadas de los brazos, en la mayoría de los casos, una de espaldas y dos de frente, formando un arreglo cerrado.

Ellas, hijas de Zeus y la oceánide Eurínome, hermanas de las Musas y las Horas o las Estaciones, encarnaban todo lo bello y encantador de la naturaleza y de la vida en las personas: la alegría de los festejos y las reuniones, la convivencia, la poesía y las danzas; se encargaban de la floración, los frutos y las cosechas. Uno de los lugares más antiguos de su culto fue Orcómeno, en Beocia. Ahí se adoraron en la forma de tres piedras que se creía habían caído del cielo en tiempos remotos.

“Las Tres Gracias” (s. II d.C.), copia romana del original griego, Museo de Louvre (Ma287 MR 211), foto de Ladislav Luppa (abril 13, 2017).

Las Cárites eran expertas en las artes amatorias. Le enseñaron a Pandora —la primera mujer, hecha de tierra y agua por Hefesto a petición de Zeus— el arte de la seducción. Su principal función era estar al servicio de Afrodita o Venus, en la mitología romana. Tejían su ropa y sus mantos, la vestían y la atendían de forma íntima: la bañaban y acicalaban, la ungían de fragancias y aceites y la acariciaban. Su iconografía —desnudas, entrelazadas y en formación cerrada—, el trato y las actividades ofrecidas a la diosa del amor y la pasión sugiere una relación grupal de tipo erótico.

Época Moderna

De los tres mitos griegos —Calisto seducida por Artemisa, Palas–Atenea y las Tres Gracias—, dos se convirtieron en el puente que llevó el ejercicio de la sexualidad entre las mujeres a la modernidad. Por un lado, innumerables pinturas y esculturas de estilo clásico sobre las Cárites o las Gracias se realizaron a partir del siglo XVI por artistas como Sandro Botticelli (1445–1510), Peter Paul Rubens (1577–1640), Raffaello Sanzio (1483–1520), Lucas Cranach el Viejo (1472–1553), entre muchos otros. Además, las Tres Cárites o Gracias se mezclaron con la cuestión de las brujas y dieron origen a una nueva representación de éstas en el arte. Por otro lado, a partir del Renacimiento —principios del siglo XVI— la escena de Calisto seducida por Diana alimentó la imaginación de muchos pintores, convirtiéndose en un tema muy recurrente en la pintura durante los siguientes cuatro siglos.

Los grabados y dibujos a una tinta del siglo XVI de Michel Coxie, Francesco Primanticcio, Hendrik Goltzius y otros fueron las bases del barroco del siglo XVII. Pieter Paul Rubens, Pietro Liberi, Jan Verkolje, Federico Cervelli y muchos más plasmaron verdaderas obras maestras. Ya en el siglo XVIII el Rococó o Barroco Tardío —de autores como Jean–Baptiste Marie Pierre, Johann Heinrich Tischbein, Joseph–Marie Vien, François Boucher, Jean Honoré Fragonard, Nicolas–René Jollain y otros— generaron imágenes llenas de color, realismo y sensualidad.

“Júpiter disfrazado de Diana y la ninfa Calisto” (1759), pintura de François Boucher (1703–1770), Nelson–Atkins Museum of Art (32–29), Kansas City.

Probablemente François Boucher (1703–1770) sea el más sobresaliente de este último periodo, no sólo por su gran estilo e impresionante talento —que se tradujo en un ascenso meteórico hasta convertirse en el Primer Pintor del Rey en Francia— y la abundancia de sus obras, sino por la forma de plasmar en el arte el ejercicio de la sensualidad entre mujeres. Boucher tomó los relatos grecorromanos y los revistió de imágenes campiranas y elementos orientalistas. Más de una docena de obras alrededor de esta temática como “El Triunfo de Venus” (1740), “Dianas saliendo del baño” (1742), “Venus en su baño rodeada de ninfas y cupidos” (fecha desconocida), “El baño de Venus” (1746) (probablemente con una referencia a las Tres Gracias), “Leda y el cisne” (1742), “Las cuatro estaciones, Verano” (1755), “Las compañeras de Diana” (1745), “Pan y Siringa” (1759), “Diana retornando de la cacería” (1745), “Dos ninfas de Diana descansando después de regresar de cazar” (1748), “La primavera o el baño de las pastoras” (1745), “Erígone derrotada” (1745) y cuatro pinturas relacionadas con Calisto: “Júpiter disfrazado de Diana y la ninfa Calisto” (1759), “Diana y Calisto” (1760), “Júpiter y Calisto” (1769) y “Júpiter disfrazado de Diana y Calisto” (1763) dan prueba de ello. Su trabajo tuvo una enorme influencia en los movimientos del siglo XIX —el Romanticismo, el Orientalismo y el Realismo— cuando las representaciones alrededor de la sexualidad femenina correrán independientes del ámbito mitológico.

Las brujas

“Las cuatro brujas o las cuatro mujeres desnudas” (1497), grabado de Albrecht Dürer (1471–1528), National Gallery of Art (1943.3.3462), Washington, D.C.

Desde finales del siglo XV y hasta el siglo XVII las creencias populares, el erotismo entre mujeres y el arte se mezclaron identificándose con pasiones demoniacas. Nació una nueva era en el tema de las brujas y el arte, con representaciones llenas de símbolos de magia y sexuales. De las primeras y más significativas imágenes están “Las cuatro brujas” (1497), de Albrecht Dürer (1471–1528); “Las brujas hacen magia durante el Sabbat” (1510) y “Celebrando el Año Nuevo con tres brujas” (1514), de su discípulo Hans Baldung Grien (c. 1484–1545).

“Bruja cabalgando en un chivo” (c. 1500–1501), grabado de Albrecht Dürer (1471–1528), National Gallery of Art (1943.3.3556), Washington, D.C.

Albrech Dürer nunca bautizó su obra, por ello “Las cuatro brujas” también se conoce como “Las cuatro hechiceras” o “Las cuatro mujeres desnudas”, lo que ha generado debates y varias interpretaciones entre los especialistas que la han estudiado. La mayoría coincide que el grabado se inspiró en Afrodita y las Tres Gracias y tiene alusiones al erotismo femenino y a la brujería. De las cuatro mujeres desnudas, la izquierda sobresale por su tocado o corona y su velo, lo que sugiere que podría ser Afrodita. Sobre el suelo, al centro, hay un cráneo, y a la derecha una tibia; en el extremo izquierdo, mostrándose detrás de una pared, la cabeza de un monstruo o demonio. Todos símbolos asociados al peligro, la muerte y la hechicería.

“Las brujas”, “El Sabbat de las brujas” o “Las brujas realizan magia durante el Sabbat” (1510), grabado de Hans Baldung Grien (c. 1484–1545), Metropolitan Museum of Art (41.1.201), Nueva York.
“Salutaciones de Año Nuevo con tres brujas” (1514), de Hans Baldung Grien (c. 1484-1545), Museo Albertina (Inv 3220), Viena.

Los trabajos de Grien son mucho más explícitos. En “Las brujas”, también conocido como “El Sabbat de las brujas” o “Las brujas hacen magia durante el Sabbat” (1510) aparecen cuatro mujeres desnudas (posiblemente una quinta, al fondo, no es muy claro), de noche. Una, volando sobre una cabra, montada al revés, sobresale de las demás (la imagen es una clara alusión al grabado “Bruja cabalgando en un chivo” realizado en 1500 por el mismo Albrech Dürer). Las restantes se encuentran en el piso, en medio del bosque preparando y bebiendo menjurjes, cocinando alimañas y salchichas (imagen fálica asociada a la castración), rodeadas de cráneos, huesos, un gato y un chivo. En “Salutaciones de Año Nuevo con tres brujas” (1514) es una referencia directa a las Tres Gracias o Cárites. Las protagonistas aparecen danzando, completamente desnudas, en un estado de desenfreno o éxtasis, sin otra cosa que un caldero exhalando fuego y vapores, sostenido por una de ellas.

Existe una cuarta obra, casi contemporánea, influenciada por Dürer y Grien: “Saúl y la bruja de Endor o Saúl visita a la bruja de Endor” (1526), de Jacob Cornelisz van Oostsanen (c. 1470–1533). Los componentes en la pintura son similares, criaturas nocturnas o mágicas, mujeres reunidas desnudas o semidesnudas, leyendo hechizos, haciendo conjuros, bebiendo pócimas, volando sobre un cráneo o un chivo, y los elementos fálicos como las salchichas cocinándose y la forma de los cuernos de los chivos.

Las alusiones a la genitalidad masculina, en las pinturas, es una declaratoria de autonomía o libertad de las protagonistas respecto de los hombres; éstos, al ser castrados —la pérdida viril es la pérdida del poder de decisión y de la capacidad de dar placer— se vuelven innecesarios e inútiles.

“Saúl y la bruja de Endor” o “Saúl visita a la bruja de Endor” (1526), de Jacob Cornelisz van Oostsanen (c, 1465–1530), Rijksmuseum (SK-A-668).

Los autores nutrieron sus fantasías de obras como Malleus Maleficarum, “el Martillo de las Brujas”, de 1487, escrito por los monjes dominicos Jacob Sprenger (c. 1435–1495) y Heinrich Kramer (c. 1430–1505), un manual de brujería que describía las supuestas reuniones orgiásticas practicadas por las brujas. Obras posteriores como Compendium Maleficarum, de 1608, publicado por Francesco María Guazzo (1570–c.1615), de la Orden de San Ambrosio de Nemuslas, mantuvieron el tema vigente en el arte hasta el siglo XVIII, cuando las cacerías de brujas estaban casi extintas.

El ejercicio de la sexualidad entre mujeres en el Renacimiento —y en épocas posteriores— no sólo se abordó desde la herencia clásica. Hablar de todos los ejemplos que caen fuera de esta línea es algo más allá del alcance de este texto. Sin embargo, aquí expongo tres obras que guardan elementos comunes y trazan una línea clara en el desarrollo artístico del tema, a pesar de dos siglos de distancia entre ellas: “Gabrielle d’Estrées y su hermana en el baño”, “El baño turco” y “El sueño”.

“Gabrielle d’Estrées y su hermana en el baño”

“Gabrielle d’Estrées y su hermana en el baño” es posiblemente una de las primeras obras renacentistas que plasma, además de una relación, un juego sexual entre mujeres. Su origen fueron las pasiones en la corte y, sobre todo, al placer que produce el observar. Hecha alrededor de 1594, por un autor desconocido de la Escuela de Fontainebleau, en Francia, la pintura muestra los torsos de dos mujeres desnudas dentro de una bañera. Sin duda, el detalle principal, el más seductor y el más erótico de toda la imagen es que una de ellas (Julienne) le presiona —le pellizca— con su índice y pulgar el pezón a la otra (Gabrielle). Entender éste y otros simbolismos de la pintura requiere conocer el contexto histórico y social de la época.

“Gabrielle d’Estrées y su hermana en el baño” (c. 1594), autor desconocido, Escuela de Fontainebleau, Museo de Louvre (RF 1937-1).

La belleza de la familia d’Estrées —y en especial de Gabrielle d’Estrées (c. 1570–1599)— le permitió ascender desde muy joven a las más altas esferas de la monarquía francesa. Esta familia contaba con una larga tradición de mujeres seductoras que enamoraron a innumerables personajes. Fue tal la cantidad de historias de seducción y escándalos de la madre de Gabrielle, Francoise Babou de la Bourdaisiére, sus cuatro hermanas y su único hermano, que se granjearon el mote de “Los Siete Pecados Capitales”.

La hermosura de Gabrielle —una piel muy clara, cabello rubio, complexión esbelta y un cutis aperlado, todos ellos elementos estéticos muy apreciados en su época— le trajeron no sólo amantes sino también enemigas poderosas. A los quince años conoció a Enrique IV de Francia (1553–1610) y III de Navarra, un rey sin apegos religiosos ni supersticiones, más bien escéptico y muy liberal, conocido por sus extravagancias, preferencias y fantasías sexuales muy avanzadas para su época. Él, al valorar las cualidades físicas de Gabrielle d’Estrées, la convirtió en su amante favorita y en partícipe de sus fantasías.

La interpretación de la pintura, en especial el pellizco de Julienne en el pecho de Gabrielle, ha generado una polarización entre los expertos. Unos aseguran que simplemente anuncia el embarazo de Gabrielle d’Estrées por parte de Enrique IV y que ella y su hermana —la duquesa de Villars— están tomando un baño. Otros, en cambio, a partir de las preferencias sexuales de Enrique IV, los adornos de las protagonistas, las costumbres de la época sobre el baño y los símbolos utilizados en otras pinturas para comunicar un embarazo, identifican en la pintura una relación lésbica, erótica e incestuosa entre Gabrielle y Julienne. Analicemos.

El baño era algo poco frecuente en Europa a principios del siglo XVII, en especial en Francia. A pesar de haber sido una actividad muy popular durante el Imperio romano y parte de la Edad Media, los baños —sobre todo los públicos— fueron desapareciendo a partir del siglo XV debido a la llegada de la peste negra y la sífilis. Desde entonces se percibieron como focos de propagación de enfermedades, lugares de prostitución, promiscuidad y moral relajada y, en casos extremos, los baños grupales se asociaron a la brujería, la magia y las orgías. En los siglos XVI y XVII (la época en que fue realizada la pintura) los baños eran una actividad recreativa ejercida al aire libre en ríos y lagos, y la higiene del cuerpo era algo personal, limitado a la limpieza de partes como las manos, los pies, la cara, las zonas genitales y las axilas. Las tinas quedaron reservadas a personas adineradas capaces de pagar la leña y el personal de apoyo en estas no tan frecuentes ocasiones.

En aquella época los desnudos en el arte eran permitidos si trataban temas mitológicos o bíblicos, fuera de esto se consideraban obras impúdicas.

Los retratos de mujeres con los pechos desnudos, pequeños y tomando un baño, con sus cuerpos casi rectos, sin curvas —normas estéticas imperantes en la Europa de la Contrarreforma— se volvieron relativamente frecuentes en Francia e Italia de finales del siglo XVI, pero sólo para ser admirados en círculos privados y en secreto. En aquella época los desnudos en el arte eran permitidos si trataban temas mitológicos o bíblicos, fuera de esto se consideraban obras impúdicas. Francois Clouet (c. 1510–1572), por ejemplo, pintó varias obras muy similares como “Dama tomando su baño” (“A Lady in Her Bath”, 1571) y “Dama en su tocador” (c. 1559); otros autores anónimos, de la misma época y escuela de Fontainebleau pintaron cuadros semejantes como “Damas en el Baño (c1600 – 1625)”; pero todas estas obras, incluyendo “Gabrielle d’Estrées y su hermana en el baño” vieron la luz siglos después de su creación. Por consiguiente la pintura se concibió con un carácter erótico, sin la menor intención de ser mostrada al público.

Por otro lado, el gesto pictórico más frecuente para anunciar un embarazo era poner la mano extendida, con la palma sobre el vientre o señalarlo con los dedos. Al analizar pinturas de los siglos XVI al XVIII se aprecia un sinnúmero de obras, desde religiosas hasta manuales de medicina, en las que se demuestra lo anterior. Nadie jamás le ha pellizcado el pezón a una mujer para anunciar su embarazo. En esta pintura el pellizco es un símbolo sexual, parte de un juego erótico practicado por las protagonistas, conocido por el pintor, de boca del cliente que mandó pintar el cuadro. Los arreglos, maquillajes, peinados y joyas estarían de más si se tratara de un baño. Estos elementos están no sólo para aumentar la sensualidad de Gabrielle y Julienne, sino para dar a conocer su estatus social y económico. Tres detalles adicionales: primero: Julienne y Gabrielle usan el mismo arete, una perla en forma de gota engarzada idénticamente. La imagen no permite determinar si ambas comparten un mismo par o si usan cada una un par idéntico. Esto podría simbolizar que comparten las mismas cosas, gustos o personas. Segundo: los cuerpos de Gabrielle y Julienne son básicamente iguales, llevan el mismo corte de cabello, la misma altura de hombros y peinado, mentón, facciones faciales como ojos, boca, labios. Lo único que las distingue —corporalmente hablando— es el color de su cabello y la pose de sus cuerpos. Algunas hipótesis sugieren que no se trata de Julienne, la hermana, sino de otra mujer pareja sexual de Gabrielle y Enrique IV. Esto podría descartar la idea del incesto. Tercero, los únicos objetos que distinguen a Gabrielle (la protagonista) de Julienne son el anillo que Gabrielle sujeta entre su pulgar y el índice y el cuadro al fondo detrás de ellas. Supuestamente el anillo fue un regalo de Enrique IV hecho el 2 de marzo de 1599, el cual había utilizado cinco años atrás, en su coronación, el 27 de febrero de 1594 en la catedral de Chartres. Del cuadro al fondo sólo se aprecian las piernas de un hombre con la entrepierna cubierta, y está ligeramente más cercano a Gabrielle. Si se acepta la hipótesis de que el personaje del cuadro podría ser Enrique IV, la pintura tendría un simbolismo en su geometría: el rey entre sus dos amantes, por arriba de ellas, ligeramente más cercano a Gabrielle —la protagonista, madre de tres de sus hijos—, quien porta el anillo. Éste y la posición de los elementos en la pintura jerarquizan a Gabrielle sobre su hermana Julienne sin demeritar a ninguna de las dos su belleza.

“The Tudors” es una serie histórica novelada con algunos errores graves, como la aparición de telescopios setenta años antes de su invención, el cambio de nombres y hechos históricos por otros que jamás ocurrieron. Lo rescatable de la escena de televisión es el trasfondo: dos hermanas cuyos juegos y preferencias sexuales les permiten compartir al mismo hombre.

Si la historia del anillo es cierta provocaría una controversia con la fecha de creación de la pintura. Ésta debió realizarse después del regalo, 2 de marzo de 1599, y antes de la muerte de Gabrielle, 10 de abril del mismo año. Ambas fechas son posteriores a la datación de la pintura, lo que hace dudar sobre el origen del anillo.

La obra y su temática ha inspirado hasta series de televisión. “The Tudors”, escrita y producida por Michael Hirts (1952) se inspiró en “Gabrielle d’Estrées y su hermana en el baño” para recrear una escena del capítulo 6 de la primera temporada. En él las hermanas Joan y Jane invitan al hermano de Ana Bolena, Jorge Bolena, a compartir su lecho. “The Tudors” es una serie histórica novelada con algunos errores graves, como la aparición de telescopios setenta años antes de su invención, el cambio de nombres y hechos históricos por otros que jamás ocurrieron. Lo rescatable de la escena de televisión es el trasfondo: dos hermanas cuyos juegos y preferencias sexuales les permiten compartir al mismo hombre.

“El baño turco” (1863) de Jean–Auguste–Dominique Ingres y el orientalismo

Casi 250 años después de “Gabrielle d’Estrées y su hermana en el baño” nació en Europa el Orientalismo. Del latín orior, “nacimiento” —los griegos y romanos creían que en Oriente nacía el Sol— alcanzó su máximo esplendor a mediados del siglo XIX. Pero sus raíces se situaron un siglo atrás, en parte gracias a Lady Mary Wortley Montagu o Mary Pierrepont, (1689–1762). Entre 1716 y 1718 acompañó a su esposo, Edward Wortley Montagu, embajador británico ante el Imperio otomano, a Adrianópolis. Como esposa de un embajador, Lady Montagu conoció las tradiciones y los estilos de vida de las mujeres en el Cercano Oriente y pudo visitar lugares vedados a los hombres, como los baños turcos para mujeres, donde probablemente experimentó la sensualidad y la sexualidad de las mujeres otomanas.

En 58 cartas dirigidas a sus amigos y familiares, Lady Montagu registró sus viajes desde Europa hasta Constantinopla. Años después ella misma las recopiló y editó, y fueron publicadas póstumamente en 1763 como Turkish Embassy Letters “Cartas de la Embajada turca o Cartas de Oriente” en tres volúmenes. En ellas narró cómo las mujeres otomanas tomaban el hamman o “baño” una vez a la semana; desinhibida y libremente se reunían desnudas y disfrutaban de su belleza y de su comportamiento; pasaban de cuatro o cinco horas tomando café u otras bebidas, conversando de noticias, chismes o escándalos, mientras sus jóvenes y bellas esclavas las peinaban y les trenzaban el cabello.

“La odalisca” (1861), de Marià Josep Fortuny (1838–1874), Museu Nacional d’Art de Catalunya (010691–000), Google Art Project.

Las “Cartas de Oriente” alimentaron el incipiente interés europeo por el Cercano y Medio Oriente. Probablemente, treinta y cinco años después, Napoleón Bonaparte encontró en ellas una razón más para lanzar su expedición a Egipto entre 1798 a 1799. También el desarrollo de los buques de vapor y el ferrocarril inspiraron y posibilitaron a muchas personas —como pintores y artistas— no sólo viajar para conocer lugares, culturas nuevas y diferentes, sino para crear obras sobre el Oriente y, en muchos casos, involucrarse en la política y en los movimientos sociales de aquellas zonas.

Las obras orientalistas fueron realistas, expusieron lugares y personas de forma precisa; mostraron los paisajes de las costas mediterráneas de África del Norte y del Cercano Oriente, describieron los relieves topográficos, los elementos sociales y culturales o etnográficos de regiones como Marruecos, Argelia, Libia, Egipto, Turquía, Arabia, etc. Los pintores orientalistas fueron fundamentalmente británicos y franceses: Eugéne Delacroix, Jean Auguste Dominique Ingres, Eugéne Fromenti, Jean–Léon Gérôme, William Holman Hunt, Antoine–Jean Gros, etc., muchos de los cuales pasaron temporadas en el Cercano y Medio Oriente. Además de pintar animales, mercados, harenes, sultanes, esclavos, mezquitas —temas extremadamente exóticos y atractivos para los europeos de la época—, las imágenes de las odaliscas, mujeres que pertenecían al harén enriquecieron la forma de plasmar la sexualidad y la sensualidad femenina.

“El baño turco” (1863), de Jean–Auguste–Dominique Ingres (1780–1867), Museo de Louvre (RF 1934).

Sin embargo Jean–Auguste–Dominique Ingres (1780–1867) fue un caso atípico, pues jamás salió de Europa. Vivió básicamente entre París y Roma y conoció las “Cartas de Oriente” después de 1825, un siglo después del viaje de Lady Montagu. A él no le importaban la política ni los movimientos sociales, su inspiración era la belleza de las mujeres, sus cuerpos y sus formas. Encontró a las musulmanas especialmente atractivas y excitantes gracias a las narraciones y los textos que leyó. En sus pinturas intentó transmitir la sensualidad de la figura femenina, desnuda y estática; penetrar, desde su imaginación, en los baños turcos y plasmar las secretas relaciones que las mujeres del Cercano Oriente tenían dentro del hammam. “El arte”, dijo, “no debe ser otra cosa que la belleza y no debe enseñar otra cosa que la belleza”.3

“Las mujeres” o “Las señoritas de Aviñon” (1907), de Pablo Ruiz Picasso (1881–1973), MoMa, Nueva York.

Su imaginación distó mucho de la realidad oriental y lo que acabó describiendo fue la forma y las costumbres dentro de los baños europeos de estilo turco, los cuales servían muchas veces para alguna cita o encuentro pasional. “El baño turco” (1862) muestra lo que él creyó que era el interior de un harem: decenas de mujeres desnudas, tocando música, bailando, bañándose, compartiendo caricias entre ellas, en un ambiente sin limitaciones, seguro y libre. Originalmente Ingres pensó en una imagen rectangular, pero la cambió por una circular, como si el espectador observara el hammam a escondidas, a través de una cerradura, orificio o una mirilla.

El cuadro fue hecho por encargo y tardó quince años en finalizarse. La esposa del cliente se lo devolvió por considerarlo impúdico. Durante cuarenta años la pintura permaneció en secreto, sólo para un selecto grupo de ojos, gracias a Khalil Bay Sherif Pasha (1831–1879), diplomático otomano y coleccionista de arte erótico, que lo compró en 1865. Cuando salió a la luz, en 1905, París lo recibió con opiniones encontradas y polarizadas. Algunos renegaron de él criticando, además de su erotismo, las facciones en los rostros de las mujeres, como si estuvieran perdidas o abandonadas. Para otros fue motivo de admiración y emoción por lo nuevo y revolucionario de la obra maestra sobre el erotismo femenino. Picasso (1881–1973) se inspiró en esta obra para pintar “Las mujeres” o “Las señoritas de Aviñón (“Les Demoiselles d’Avignon”) en 1907. El Museo de Louvre lo incluyó en su colección hasta 1911, después de rechazarlo en dos ocasiones. 

“Le sommeil” o “El sueño” (1866), de Gustave Courbet

“El sueño” de Gustave Courbet (1819–1877) fue encargado por Khalil Bay Sherif Pasha, el mismo diplomático y coleccionista otomano que compró “El baño turco” de Ingres un año antes. Al igual que “Gabrielle d’Estrées y su hermana en el baño”, la obra se concibió para mantenerse en el ámbito de lo privado.

“El sueño” sería —bajo la óptica de Courbet— un encuentro sexual entre dos mujeres. En realidad utilizó una misma modelo, Joanna Hiffernan (1843–1903) para plasmar a las dos protagonistas. Ella también posaría en otras de sus obras como “Mujer con un perico” (1866) y “Mujer en las olas” (1868). En “El sueño” se dibujó una escena muy erótica: dos mujeres desnudas, acostadas y entrelazadas, durmiendo despreocupadamente, lo que sugiere que descansan después de un encuentro sexual. Los objetos a su alrededor —la peineta sobre la cama y el collar de perlas reventado— son evidencia de la clase social adinerada de las mujeres y de un encuentro muy apasionado e intenso. La pareja está franqueada a la izquierda por dos jarras y una copa (dos bebidas o entes diferentes que coinciden en un mismo lugar) y un arreglo floral a la derecha, que simbolizan la pasión y la belleza, respectivamente.

El orientalismo también está presente en esta obra. Se aprecia en el estilo arabesco de la jarra, la copa y la mesa que las sostiene, pero fundamentalmente en la posición que guardan las amantes, una imagen vista en las odaliscas del harem, en las mujeres del hammam y en “El baño turco” de Ingres.

“El sueño” (1866), de Gustave Courbet, Petit Palais (PPP03130), París.

Con esta última pintura, “El sueño” también compartió críticas opuestas cuando fue mostrado al público parisino, que en parte se opuso por la escandalosa escena que mostraba.

No se puede esconder una ciudad construida sobre un monte

Hasta hace relativamente poco el desconocimiento y el temor hicieron difícil abordar la sexualidad femenina de forma directa. Descubrir y reconocer algo tan profundamente humano —y por ello tan bello— ha sido un proceso complejo que el arte ha atestiguado en una gran variedad de obras. San Marcos escribió: “¿Acaso se trae una lámpara para ponerla debajo de un cajón o debajo de la cama? ¿No es más bien para colocarla sobre el candelero? Porque no hay nada escondido que no esté destinado a descubrirse, ni nada oculto que no esté destinado a manifestarse”.4 Las relaciones sexuales entre mujeres son tan antiguas como la humanidad, y el arte y el tiempo ayudaron a develar su esencia. Igual que una flor, oculta en su botón y alimentada de la pasión y el deseo, se abre con el tiempo. Así la belleza, en principio protegida por el secreto, emergió de su escondite, como luz ardiente en la oscuridad. Esa belleza que forjó su camino, como los pétalos que florecieron a través del botón, hizo de la flor una pieza esencial del jardín. ®

Referencias

Art, The Definitive Visual Guide, DK, Penguin Random House.
Diccionario de la Biblia, Mensajero editorial Jesuita, Editorial SalTerrae.
Diccionario Enciclopédico Bíblico Ilustrado, Clie.
Robert Graves, Los mitos griegos, Vols. I y II, Alianza Editorial.
Stephen Farthing, Arte, Toda la Historia, Blume.
Rose–Marie & Rainer Hagen, Los secretos de las obras de arte, Taschen.
Robin Hard, El Gran Libro de la Mitología Griega, La Esfera de los Libros.
T. Longman III, J. C. Wihoit & L. Ryken (eds.), Gran Diccionario Enciclopédico de Imágenes y Símbolos de la Biblia, Clie.
Caroline Vout, Sex on Show, Seeing the Erotic in Greece and Rome, The British Museum Press.
Ingo F. Walther, Los Maestros de la Pintura Occidental, una historia del arte en 900 análisis de obras, Vol. I y II, Taschen.
Bonnie Zimmerman, Taylor & Francis, Encyclopedia of Lesbian and Gay Histories and Cultures.

Notas

1 Ángel Sáiz Sáez, El Arte–ciencia de la comunicación, la retórica de Aristóteles, p. 211.
2 Joseph Campbell, Diosas, Atalanta, p. 255.
3 Rose–Marie & Rainer Hagen, Los secretos de las obras de arte, Taschen, p. 615.
4 Evangelio de San Marcos 4, 21–22.

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Publicado en: Arte

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