Muchas personas se empeñan en hacer investigación científica en un país que las desdeña. En los momentos en que pueden escapar a la presión de la burocracia y a la evaluación mutilante del Conacyt se sumergen en el mar en el que nadábamos mis compañeros de la preparatoria y yo.
Entré a la preparatoria número 9 de la UNAM aún con catorce años. La preparatoria Pedro de Alba se encuentra en Insurgentes Norte casi llegando a Indios Verdes. Es decir, en el filo de la ciudad: en ese punto en que no se sabe si el Apocalipsis tiene fin o se esboza un infierno aún mayor.
Como casi todos mis compañeros, yo venía de uno de los municipios colindantes del Estado de México. Aquellos en los que, por décadas, los suburbios de la Ciudad de México han crecido como malas hierbas: espinosos, abundantes, incontrolables y poco agraciados. Ecatepec, Coacalco, Tultitlán, Naucalpan o Tlalnepantla estaban ya desde entonces plagados por poblaciones sin suficientes escuelas, hospitales o parques. Son, desde hace mucho, páramos de concreto cruzados lo mismo por avenidas sucias que por naves industriales o monstruosos centros comerciales. Fecundo desde siempre en expendios de narcomenudeo, embotellamientos interminables, policías fielmente corruptos, el Estado de México en el que crecí no está exento de innegables atracciones turísticas. Sus guajolojets, por ejemplo: folclóricos camiones que cada vez que cambian de velocidad gimen con una carraspera de enfisema pulmonar, y cada vez que pasan un tope sus tripulantes recuerdan que los amortiguadores no han sido aún inventados en esta tierra de prodigio. Con todo, en estos municipios duerme una multitud que viaja todos los días entre dos y cuatro horas para ir y regresar, con motivos de estudio o trabajo, a una ciudad cuyos costos de residencia no pueden pagar. A estas alturas no estoy seguro de que se pueda calcular con precisión cuántas personas conforman esas olas diarias de inmigración y emigración, pero a juzgar por mi experiencia en las horas pico en el paradero de Indios Verdes, deben ser al menos unos 6,000 millones.
Mis compañeros de la preparatoria y yo éramos afortunados: proveníamos de familias más bien de clase media baja —si esa categoría alguna vez ha existido— o de algo parecido a lo que cualquier secretario de Economía cínicamente presumiría como pobreza no extrema. En todo caso, aunque humildes, nuestras familias le daban suficiente importancia a la educación como para pagar onerosos pasajes y comidas en la calle con tal de que sus vástagos tuvieran la mejor formación escolar posible. Incluso algunos teníamos libros propios en casa, además de las enciclopedias Salvat, Grolier u Oceáno que, compradas en abonos, desde entonces conformaban la reserva cultural que toda familia mexicana debe exhibir, sobre todo para combinar con los colores de la sala.
Los primeros días de clase fueron de reconocimiento. Visitar por primera vez esa inmensidad de canchas, bibliotecas, salones, teatros, laboratorios y alberca obviamente pondría nervioso a cualquiera; mucho más al adolescente que fui: torpe, atolondrado y con cierta predisposición irremediable a la ansiedad. Recuerdo que, aturdido como suelo caminar, me tropecé con una cancha de frontón que se encontraba en el tercer patio. Al pie de una de las jardineras, un grupo de muchachos se reunía espontáneamente. En honor a cierto pudor escaso entre los escritores al hablar de sí mismos, pero vigente en lo que respecta a sus amigos, aquí describiré ese grupo con nombres y apodos inventados.
Después de las presentaciones incompletas que caracterizan al desenfado, sin saber muy bien por qué, empezamos a discutir sobre Stephen Hawking. Puede ser que los envidiosos piensen que necesitábamos esconder nuestra inseguridad presumiendo entender algo que se antojaba trascendente y casi sobrenatural.
Escuchando concentrados las intervenciones estaban el Mapache, un muchacho alto, delgado y de lentes profundísimos; la Chiquis, una tierna pecosa presuntamente fugada de la primaria; el Batman, un joven taciturno vestido de un tono oscuro que contrastaba con su sonrisa más bien inmediata; Romina, una chica delgada cuyo semblante revelaba un alma enorme; Fabiola, simpática y parlanchina como ninguno de los convocados, y el Búho, que, desde el fondo, sonreía y hacía ruidos extraños más parecidos a las exclamaciones de un ave nocturna que a las palabras de un ser humano.
Después de las presentaciones incompletas que caracterizan al desenfado, sin saber muy bien por qué, empezamos a discutir sobre Stephen Hawking. Puede ser que los envidiosos piensen que necesitábamos esconder nuestra inseguridad presumiendo entender algo que se antojaba trascendente y casi sobrenatural. Sin embargo, lo cierto es que para entonces el enclenque científico inglés ya era famoso, más por su aspecto de insecto torcido y vapuleado por alguna tormenta imprevista que por la comprensión de sus teorías. La distrofia neuromuscular de Hawking siempre fue benéfica para su fama pues alimentaba, de manera insuperable, el mito del genio físicamente condenado en pago por los desmesurados dones intelectuales recibidos por la gracia divina.
La popularidad de Hawking era tanta que incluso nosotros lo conocíamos, aunque ninguno era hijo de artistas, científicos, profesores o gente de alguna alcurnia intelectual; nuestros padres eran más bien mecánicos, taqueros, desempleados, comerciantes, músicos de boda, funcionarios de medio pelo y uno que otro traficante de enseres religiosos. Con excepción de la Chiquis que, supimos después, había participado en concursos nacionales de matemáticas, y la afición del Mapache por la física, nuestros intereses no eran particularmente cercanos a las preguntas sobre el origen y el destino del Universo. Yo mismo —que por alguna extraña razón siempre me sentí atraído por la labor de los hombres de ciencia y que devoré en la infancia todos los documentales piratas de biología que conseguí— pensaba que el amor a la física era sólo para extraterrestres o desahuciados como Hawking. Era lo esperable en estudiantes de quince años de un país miserable cuyo gobierno, dentro de todo lo que no ha hecho, destaca por su nulo interés por el desarrollo de la cultura y el trabajo científicos.
A pesar de ello, pronto quedó claro que Hawking inspiraba una rara reverencia. Quizá no fuera extraño… entre nosotros había lectores intensos de comics y revistas de divulgación científica, fanáticos de películas de ciencia ficción y parapsicología, consumidores del National Geographic y miembros de la generación Cousteau. Aquella mañana en la jardinera, el Mapache, siempre modesto, confesaba que no entendía eso de los agujeros de gusano mientras yo trataba de argumentar —fundamentalmente sin argumentos, pero con algunos datos biográficos— la importancia de las teorías de Hawking. Creo que no me fue tan mal: quiero pensar que ese día la Chiquis, la pequeña pecosa aficionada a las matemáticas que debatía con nosotros, notó mi nerviosa inquietud por la ciencia y decidió que ese desasosiego era medianamente atractivo. Días después empezamos un épico romance basado en nuestra ñoñería, las dos horas diarias que compartíamos de transporte a la escuela, y nuestra impetuosa curiosidad sexual, que tuvo sus escenarios más frecuentes en aquellos guajolojets que con tanto cariño recuerdo.
En los próximos tres años varios de nosotros leímos La historia del tiempo, de Hawking, que ya era un best seller en esos días, en una edición en negro y azul con un tufo de misterio cósmico ya desde la portada. En un tiempo sin internet los que menos dinero teníamos pedimos prestado el libro. Al final, yo compré mi ejemplar en una colección económica —“Las obras maestras del pensamiento contemporáneo”— que se vendía en los puestos de periódicos. La misma colección, café con dorado, en que por esos días leí a Nietzche, Monod, Darwin y Russell.
La lectura, como el amor, la música, el baile, la indignación o el mero pensamiento suelen no tener propósitos claros a priori o, si los tienen, por fortuna se desvanecen o se transforman en la experiencia misma que nos atraviesa. En efecto, yo leí a Hawking sin muchas expectativas y puedo asegurar que fue muy poco lo que entendí, pero me llevó a otras lecturas de divulgación de la física.
A la fecha, creo que el libro de Hawking es de los que más me han intrigado y de los que menos he entendido. Eso no necesariamente es malo. Si algo empobrece a la lectura hoy es, por supuesto, que no se lee; pero en caso de que por casualidad se haga se lee para entender algo. En el extremo se piensa que la educación —y prácticamente la vida en su totalidad— está basada en actos con objetivos claros que, consecuentemente, deben tener resultados tangibles: si haces el esfuerzo de leer un libro su lectura debe dejarte algo, medible de preferencia. Si no es así, ¿para qué perder el tiempo?, se pregunta el credo de este utilitarismo ingenuo. Eso puede funcionar para leer manuales de armado de lavadoras, pero no hace más que empobrecer la lectura como experiencia que cambia la vida. La lectura, como el amor, la música, el baile, la indignación o el mero pensamiento suelen no tener propósitos claros a priori o, si los tienen, por fortuna se desvanecen o se transforman en la experiencia misma que nos atraviesa. En efecto, yo leí a Hawking sin muchas expectativas y puedo asegurar que fue muy poco lo que entendí, pero me llevó a otras lecturas de divulgación de la física: los libros de Sahen Hacyan en la colección “La ciencia para todos” del Fondo de Cultura Económica y varios ejemplares sobre relatividad de la Biblioteca Científica Salvat. Descubrí que me emocionaba con las explicaciones alucinantes sobre la inseparabilidad del espacio y el tiempo, la equivalencia entre materia y energía, y la paradoja de los gemelos en la teoría de la relatividad de Einstein. Aunque nunca pude entender las ecuaciones tetradimensionales de Riemann o las transformadas de Lorentz, de tanto leerlas juro que sentía que algo de su poder teórico me invadía. ¡Ilusión pura! Claro: siempre supe insuficientes mis limitadísimos conocimientos matemáticos.
Traumas aparte, mis amigos y yo mezclábamos lo que alcanzábamos a entender de Hawking con Robocop, los Caifanes, los X–Men, The Cure, Batman, Metallica o la muerte de Superman. El Trikes, un amigo tan neurótico como noble, nos emocionaba en los descansos de los partidos de frontón comentando algún capítulo de Cosmos, la serie original de Carl Sagan. Aquella en la que el espigado profesor declamaba, como un nuevo Moisés ante su grey, metido en un saco de pana y en una cabina espacial digna de Star Wars.
Inspirados, planeábamos ambiciosos proyectos en la clase de Física de Teobaldo, un profesor sordo, decrépito y lujurioso que contestaba con explicaciones a preguntas que nunca le hacíamos: recuerdos seguramente de un tiempo tan relativo que ni con Einstein hubiéramos podido elucubrar. Con la ayuda de unos padres más bien divertidos con nuestras extravagancias retomamos los experimentos del plano inclinado de Galileo, para construir un elevador de poleas y dinamómetros caseros. A pesar de su rusticidad, el dispositivo permitía ilustrar, sin objeciones, las leyes de la mecánica newtoniana e incluso registrar las variaciones aparentes de peso cuando el elevador estaba en movimiento. Por otro lado, a partir del principio de Arquímides construimos un artefacto para simular la gravedad de la Luna sumergiendo un motor de licuadora en un fluido seis veces más denso que el aire: la glicerina. En esas condiciones el motor pesaba, según el dinamómetro, exactamente la sexta parte de un motor idéntico sumergido meramente en aire. En efecto, ¡trasladamos el motor de la Osterizer vieja de mi madre a la Luna sin ayuda de la NASA!
Pero no fue sólo la física, nuestra curiosidad por la ciencia nos llevó a ejecutar proyectos, con éxito variable, de galvanoplastia en Química, control biológico de pulgones por medio de catarinas en Biología, y a pasar, por meses, tardes completas aprendiendo a programar, con gis y pizarrón, en Turbo Pascal 6.0. Escribíamos decenas de líneas de código de programación para lograr que la figura de un Pacman caminara y dijera “¡Hola!” en computadoras escolares sin internet que usaban discos magnéticos de tres pulgadas y media para guardar información. Una sola unidad de USB hoy sería suficiente para guardar la información de todos los discos existentes en la preparatoria (nota ex profeso para los nacidos con el milenio y otras larvas en desarrollo).
La ciencia fue parte de las inquietudes que nos atrapaban tanto como los torneos de fútbol, los comics, los libros iniciáticos, el tochito, el frontón, el teatro, la militancia política, la rebelión contra los padres, el rock, la sexualidad acuciante, los desajustes del corazón de aquella edad…
Por supuesto, nos ganamos el cariñoso rótulo de nerds, pero la verdad es que nunca sufrimos esa exclusión que tanto se ha explotado en las malas películas de Hollywood. La ciencia fue parte de las inquietudes que nos atrapaban tanto como los torneos de fútbol, los comics, los libros iniciáticos, el tochito, el frontón, el teatro, la militancia política, la rebelión contra los padres, el rock, la sexualidad acuciante, los desajustes del corazón de aquella edad… Recuerdo que después de varios meses de tórrido romance, en el transcurso de uno de nuestros proyectos de Física la Chiquis decidió cambiarme por un futbolista rockero, guapo y sonriente. Durante las veladas en que nos empeñamos en acabar los pormenores del proyecto importunaba a mis amigos con mis lamentos de Llorona a media noche. Repetía, con algún otro dolido, el soneto para ardidos de Francisco de Terrazas:
Dejad las hebras de oro ensortijado
que el ánima me tienen enlazada,
y volved a la nieve no pisada
lo blanco de esas rosas matizado.
Dejad las perlas y el coral preciado
de que esa boca está tan adornada,
y al cielo, de quien sois tan envidiada,
volved los soles que le habéis robado.
La gracia y discreción que muestra ha sido
del gran saber del celestial Maestro,
volvédselo a la angélica natura;
y todo aquesto así restituido,
veréis que lo que os queda es propio vuestro:
ser áspera, cruel, ingrata y dura.
Viví aquel rompimiento como todos los desengaños de quince años: con un dramatismo lleno de resentimiento suicida, dosis infinitas de galletas Marías y unas cuantas cervezas bebidas con habilidad chapucera. Tembloroso como yonqui en abstinencia confesaba, sin vergüenza, tener un hoyo negro en el pecho. A propósito de los agujeros negros, una de las cosas que explica Hawking en su famoso libro es la tremenda conmoción que significó la Teoría de la Relatividad de Einstein. No estoy capacitado para siquiera glosar las implicaciones de este magnífico logro del gris oficinista de patentes en Suiza, pero sí puedo decir que me asombró por meses que la fuerza de gravedad, ese hecho cotidiano, se explique tan fácilmente en términos de lo que se conoce como el espacio–tiempo. Según Einstein, a diferencia de lo que normalmente hacemos, el tiempo y el espacio no se pueden pensar por separado, sino que son parte del mismo objeto en el que nos movemos, comemos, amamos, nos deprimimos.
Un famoso diagrama suele ser útil para explicar esto: la mejor forma de entender el espacio–tiempo es imaginarlo como una enorme sábana extendida que se deforma con los cuerpos de distintas masas que están sobre ella. Un cuerpo muy masivo —digamos Agustín Carstens, el gordo exgobernador del Banco de México— hunde la sábana (el espacio–tiempo) en mayor medida que algún escuálido tipo Hawking. Como los objetos masivos hunden más el espacio–tiempo atraen a los que están en sus vecindarios de la misma forma que el esmirriado de Hawking se deslizaría hacia Carstens si lo sentáramos cerca del gordo tecnócrata. Seguro que sería una situación muy incómoda para el buenazo de Hawking, pero no podría evitarlo porque Carstens hundiría tanto la sábana que casi cualquier cosa cercana sería atraída por su masa. A este efecto de atracción lo llamamos “fuerza de gravedad” por una lejana tradición newtoniana. Quizá algo de esto explique la forma en que Carstens hundió la economía del país, pero eso no está en la teoría de Einstein. En todo caso, si trasladamos esta dinámica a escala del Universo, una estrella muy masiva deformará el espacio–tiempo mucho más que un planeta o cualquier cuerpo de menor masa. En el extremo, hay cuerpos tan masivos que deforman tanto el espacio–tiempo que arrastran tras de sí todo lo que está en sus alrededores; ni siquiera la luz, que le encanta correr a 300 mil km/s, puede escapar de ellos. Ésa es justamente la idea que permite entender un agujero negro. Es negro no por la amargura de algún despechado ni por algún prejuicio racista, sino porque ni siquiera la luz puede escapar de él.
Como es obvio, mis amigos y yo no necesitamos ser científicos para que la ciencia formara parte de nuestra vida. Nuestra afición, en todo caso, tuvo distintos impactos en nuestros destinos que, por supuesto, en aquel momento no eran predecibles. El Batman se convirtió en diseñador gráfico y crítico no oficial de cine, especialista de un posgrado aún no inventado sobre películas de superhéroes; la Chiquis, mi pecosa exenamorada, se volvió una feliz contadora y emigró del centro del país; el Trikes estudió matemáticas aplicadas a la computación, me parece que trabaja en empresas de manufactura de software; Romina estudió Ciencias políticas y está dedicada, en la actualidad, al difícil trabajo de la maternidad; a Fabiola la perdí de vista aun antes de terminar la preparatoria, pero creo que es vendedora de la Coca Cola; el Búho se volvió una mezcla extraña de historiador y viajero trotamundos. Finalmente, el Mapache y yo escuchamos los cantos seductores de la ciencia. El Mapache decidió entender en serio a Hawking y asociados: se volvió doctor en Física por la Universidad de Oxford. Yo elegí una carrera científica que me mantuvo ocupado por unos doce años, primero en Neurobiología y después en un posgrado de Biología evolutiva. Al final abandoné la ciencia para aventurar un doctorado en Filosofía en Europa y, posteriormente, me concentré en mis aspiraciones literarias.
En todo caso, para nosotros Hawking y la ciencia no fue ese ámbito sagrado reservado para los genios o los monjes sin religión. Más allá de las reverencias la ciencia significó un espacio accesible de placer y pasión: un placer en el que es posible recrear la amistad, el amor, la esperanza, la ingenuidad, la curiosidad, y quizá por todo ello, la posibilidad de expandir, por puro gusto, el pensamiento. “Un Universo en expansión”, diría Hawking con su voz metálica de sintetizador electrónico.
Más allá de las reverencias la ciencia significó un espacio accesible de placer y pasión: un placer en el que es posible recrear la amistad, el amor, la esperanza, la ingenuidad, la curiosidad, y quizá por todo ello, la posibilidad de expandir, por puro gusto, el pensamiento.
Por otro lado, nada de lo aquí escrito implica idealizar a la ciencia. Soy de lento aprendizaje, así que me tardé mucho tiempo en percatarme de que los científicos no son esos hombres y mujeres volados de los sesos que transitan ensimismados por los laboratorios en la búsqueda desinteresada de la verdad. No sólo la ciencia, sino la academia en general, es un ámbito como cualquier otro atravesado por el poder, el sexismo, el clasismo y las jerarquías. Además, en el México actual, la academia es uno de los medios más explotadores que existen en el mundo laboral. Eso no significa que la ciencia, como la religión, el arte o la política puedan ser reducidas a sus dimensiones de violencia institucional. Muchísimas personas que conozco se empeñan en hacer investigación científica lo mejor que pueden en un país que los desdeña y explota. Estoy seguro de que en los momentos en que pueden escapar a la presión de la burocracia, a la precariedad laboral y a la evaluación mutilante del Conacyt se sumergen en el mar en el que nadábamos mis compañeros de la preparatoria y yo: la pasión de indagar si las cosas pueden ser distintas a como siempre nos han dicho que son. Una pasión no necesariamente fácil ni inmediata; como toda pasión de alto calibre, una pasión exigente que trasciende las meras condiciones materiales y utilitarias a las que todos estamos sujetos.
Hojeo mi ejemplar de la Historia del tiempo y encuentro un párrafo que subrayé hace años:
…el espacio y el tiempo son cantidades dinámicas: cuando un cuerpo se mueve, o una fuerza actúa, afecta a la curvatura del espacio y del tiempo, y, en contrapartida, la estructura del espacio–tiempo afecta al modo en que los cuerpos se mueven y las fuerzas actúan. El espacio y el tiempo no sólo afectan, sino que también son afectados por todo aquello que sucede en el universo.
Puede ser que la ciencia y la vida puedan ser entendidas de la misma forma. La ciencia, como pasión, está destinada a darle densidad infinita a la vida. Aunque nuestras vidas particulares no sean más que puntos de deformación insignificantes en el espacio–tiempo terminan por afectarlo irremisiblemente. Entre más densa es una vida más afecta a esa estructura. Así que, aunque los cosmólogos aún no lo sepan, es posible que sin la densidad de nuestras vidas, sin esas deformaciones, el Espacio–tiempo termine por morir de frialdad y de tristeza. ®